Crítica: "Jurassic World: El Renacer" o cómo resucitar un dinosaurio... sin alma
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Por Santiago Echeverría
El mayor logro de "Jurassic World: El Renacer / Jurassic World: Rebirth" es demostrar que incluso una franquicia agotada puede encontrar nuevos rostros carismáticos para esconder su falta de ideas. Scarlett Johansson y Jonathan Bailey asumen el relevo de Chris Pratt con una química fresca y un magnetismo que, por momentos, hacen olvidar lo predecible del guion. Pero ni su talento ni la habilidad visual del director Gareth Edwards ("Rogue One", "Godzilla") logran ocultar el problema de fondo: esta saga lleva años repitiendo el mismo esquema con menos ingenio cada vez.
La premisa, escrita por David Koepp (guionista de la original "Jurassic Park"), es tan frágil como el cristal de una incubadora de velocirraptores: en un mundo donde los dinosaurios están al borde de la extinción debido al cambio climático, una farmacéutica contrata a Johansson (Zora, una mercenaria con conciencia) y Bailey (Henry, un paleontólogo con gafas de intelectual sexy) para extraer muestras de sangre de criaturas prehistóricas en una isla remota. ¿El objetivo? Una cura para enfermedades cardíacas. ¿El verdadero motivo? Un macguffin que justifique dos horas de persecuciones y mandíbulas listas para masticar.
Edwards imita con destreza el lenguaje de Spielberg: planos horizontales que evocan "Tiburón", niños en peligro (esta vez, una familia insufrible en un velero) y secuencias de acción bien coreografiadas. Pero la película tropieza con el mismo problema que sus predecesoras: los dinosaurios ya no asombran. En una escena temprana, un herbívoro bloquea el tráfico en Nueva York y los conductores bostezan. Es una metáfora involuntaria de la franquicia: lo que antes era majestuoso ahora es un obstáculo rutinario.
Bailey brilla como el Harrison Ford de la era Indiana Jones, masticando pastillas de menta con nerviosismo y soltando frases proféticas. Johansson, aunque convincente, parece consciente de lo absurdo de su papel ("Soy una mercenaria... pero de las buenas"). Juntos salvan escenas que, de otro modo, serían nefastas, como los interludios con la familia Delgado, cuyo nivel de decisiones estúpidas rivaliza con el de los visitantes de Parque Jurásico original que corren hacia el T-Rex con tacones.
Los nuevos dinosaurios mutantes —un Distortus rex aquí, un Mutadon allá— son tan genéricos como sus nombres. Edwards apuesta por el espectáculo (un plesiosaurio atacando un barco es la mejor aportación), pero sin la tensión o el cuidado narrativo de "Jurassic Park". Incluso la banda sonora de John Williams, usada con nostalgia calculada, resuena como un recordatorio de que esta saga alguna vez tuvo corazón.
El Renacer no es el peor film de la franquicia (ese honor sigue siendo de "Jurassic Park III"), pero sí el más transparente en su fórmula: personajes carismáticos + dinosaurios + corporaciones malvadas = taquilla. Funciona como entretenimiento ligero, pero es difícil no sentir que, tras siete películas, la magia se extinguió junto con los braquiosaurios. La pregunta no es si la vida encontrará un camino, sino si el público seguirá pagando por este.
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El mayor logro de "Jurassic World: El Renacer / Jurassic World: Rebirth" es demostrar que incluso una franquicia agotada puede encontrar nuevos rostros carismáticos para esconder su falta de ideas. Scarlett Johansson y Jonathan Bailey asumen el relevo de Chris Pratt con una química fresca y un magnetismo que, por momentos, hacen olvidar lo predecible del guion. Pero ni su talento ni la habilidad visual del director Gareth Edwards ("Rogue One", "Godzilla") logran ocultar el problema de fondo: esta saga lleva años repitiendo el mismo esquema con menos ingenio cada vez.
La premisa, escrita por David Koepp (guionista de la original "Jurassic Park"), es tan frágil como el cristal de una incubadora de velocirraptores: en un mundo donde los dinosaurios están al borde de la extinción debido al cambio climático, una farmacéutica contrata a Johansson (Zora, una mercenaria con conciencia) y Bailey (Henry, un paleontólogo con gafas de intelectual sexy) para extraer muestras de sangre de criaturas prehistóricas en una isla remota. ¿El objetivo? Una cura para enfermedades cardíacas. ¿El verdadero motivo? Un macguffin que justifique dos horas de persecuciones y mandíbulas listas para masticar.
Edwards imita con destreza el lenguaje de Spielberg: planos horizontales que evocan "Tiburón", niños en peligro (esta vez, una familia insufrible en un velero) y secuencias de acción bien coreografiadas. Pero la película tropieza con el mismo problema que sus predecesoras: los dinosaurios ya no asombran. En una escena temprana, un herbívoro bloquea el tráfico en Nueva York y los conductores bostezan. Es una metáfora involuntaria de la franquicia: lo que antes era majestuoso ahora es un obstáculo rutinario.
Bailey brilla como el Harrison Ford de la era Indiana Jones, masticando pastillas de menta con nerviosismo y soltando frases proféticas. Johansson, aunque convincente, parece consciente de lo absurdo de su papel ("Soy una mercenaria... pero de las buenas"). Juntos salvan escenas que, de otro modo, serían nefastas, como los interludios con la familia Delgado, cuyo nivel de decisiones estúpidas rivaliza con el de los visitantes de Parque Jurásico original que corren hacia el T-Rex con tacones.
Los nuevos dinosaurios mutantes —un Distortus rex aquí, un Mutadon allá— son tan genéricos como sus nombres. Edwards apuesta por el espectáculo (un plesiosaurio atacando un barco es la mejor aportación), pero sin la tensión o el cuidado narrativo de "Jurassic Park". Incluso la banda sonora de John Williams, usada con nostalgia calculada, resuena como un recordatorio de que esta saga alguna vez tuvo corazón.
El Renacer no es el peor film de la franquicia (ese honor sigue siendo de "Jurassic Park III"), pero sí el más transparente en su fórmula: personajes carismáticos + dinosaurios + corporaciones malvadas = taquilla. Funciona como entretenimiento ligero, pero es difícil no sentir que, tras siete películas, la magia se extinguió junto con los braquiosaurios. La pregunta no es si la vida encontrará un camino, sino si el público seguirá pagando por este.
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