Crítica: "Uno equis dos", no hay amistad que resista a una buena codicia
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Por Santiago Echeverría
La casa respira. Sus paredes de piedra encierran el humo de la barbacoa, los gritos de los goles en la televisión, las risas que pronto se volverán cuchillos. Alberto Utrera teje con "Uno equis dos" una fábula moderna donde la quiniela (juego de apuestas deportivas) no es la promesa de un sueño, sino el detonante que desnuda las costuras podridas de cinco vidas entrelazadas. Aquí, en esta finca rural que podría ser cualquier salón de nuestra memoria, el dinero no ilusiona: quema.
Chino y Josu —Paco León y Raúl Tejón— llevan décadas apostando a los mismos resultados. Sus manos arrugadas sostienen no un boleto, sino la frágil cuerda de una amistad que creyeron indestructible. Cuando el pleno al quince se materializa como un fantasma en el salón, Utrera despliega su maestría: la cámara se arrastra entre las botellas vacías, captura el sudor que resbala por las sienes de León —cuyos ojos oscilan entre la euforia y la paranoia—, mientras Tejón descompone su sonrisa en muecas de pánico existencial. No hay efectos especiales, solo el crujido de las máscaras cayendo.
El genio de Utrera reside en su oído para la podredumbre cotidiana. Los diálogos empiezan como chispas inocuas ("¿Repartimos aunque falte un partido?") y estallan en incendios morales. Una bofetada, un cuchillo clavado en un pie por torpeza, un golpe fatal tras una puerta: cada violencia nace de gestos casi banales, como si el guion excavara en esa zona gris donde la codicia se disfraza de pragmatismo. Las mujeres —Kimberley Tell con su mirada de hielo, Stéphanie Magnin conteniendo lágrimas de rabia— no son comparsas; son el termómetro moral que mide la hipocresía masculina.
El espacio se vuelve personaje. La cocina donde chorrea vino tinto como sangre, el jardín nocturno donde Adam Jezierski intenta huir y tropieza con su propia conciencia, el sofá que atestigua cómo un amigo revisa los bolsillos de otro... Utrera construye una jaula sin barrotes. El montaje acelera el corazón: planos cortos como puñaladas, silencios que pesan más que los gritos, hasta que el humor negro —ese chiste sobre "ser hijos de puta con balcón a la calle"— se ahoga en su propia bilis.
¿Qué queda cuando el fútbol termina y el dinero llama a la puerta? Utrera responde con una parábola descarnada: la quiniela es solo el espejo que refleja nuestras grietas. Los personajes no luchan por millones; luchan contra los monstruos que llevan décadas alimentando: la envidia disfrazada de broma, el resentimiento oculto en un abrazo, el vacío de quienes miden su valía por ceros en una cuenta.
Al final, cuando el último crédito sube entre notas de un tango desgarrado, "Uno equis dos" no se despega de la piel. Nos interroga sin sermones: ¿a qué precio vendemos nuestra humanidad? En esta obra notable del thriller existencial, la respuesta duele más que cualquier golpe.
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La casa respira. Sus paredes de piedra encierran el humo de la barbacoa, los gritos de los goles en la televisión, las risas que pronto se volverán cuchillos. Alberto Utrera teje con "Uno equis dos" una fábula moderna donde la quiniela (juego de apuestas deportivas) no es la promesa de un sueño, sino el detonante que desnuda las costuras podridas de cinco vidas entrelazadas. Aquí, en esta finca rural que podría ser cualquier salón de nuestra memoria, el dinero no ilusiona: quema.
Chino y Josu —Paco León y Raúl Tejón— llevan décadas apostando a los mismos resultados. Sus manos arrugadas sostienen no un boleto, sino la frágil cuerda de una amistad que creyeron indestructible. Cuando el pleno al quince se materializa como un fantasma en el salón, Utrera despliega su maestría: la cámara se arrastra entre las botellas vacías, captura el sudor que resbala por las sienes de León —cuyos ojos oscilan entre la euforia y la paranoia—, mientras Tejón descompone su sonrisa en muecas de pánico existencial. No hay efectos especiales, solo el crujido de las máscaras cayendo.
El genio de Utrera reside en su oído para la podredumbre cotidiana. Los diálogos empiezan como chispas inocuas ("¿Repartimos aunque falte un partido?") y estallan en incendios morales. Una bofetada, un cuchillo clavado en un pie por torpeza, un golpe fatal tras una puerta: cada violencia nace de gestos casi banales, como si el guion excavara en esa zona gris donde la codicia se disfraza de pragmatismo. Las mujeres —Kimberley Tell con su mirada de hielo, Stéphanie Magnin conteniendo lágrimas de rabia— no son comparsas; son el termómetro moral que mide la hipocresía masculina.
El espacio se vuelve personaje. La cocina donde chorrea vino tinto como sangre, el jardín nocturno donde Adam Jezierski intenta huir y tropieza con su propia conciencia, el sofá que atestigua cómo un amigo revisa los bolsillos de otro... Utrera construye una jaula sin barrotes. El montaje acelera el corazón: planos cortos como puñaladas, silencios que pesan más que los gritos, hasta que el humor negro —ese chiste sobre "ser hijos de puta con balcón a la calle"— se ahoga en su propia bilis.
¿Qué queda cuando el fútbol termina y el dinero llama a la puerta? Utrera responde con una parábola descarnada: la quiniela es solo el espejo que refleja nuestras grietas. Los personajes no luchan por millones; luchan contra los monstruos que llevan décadas alimentando: la envidia disfrazada de broma, el resentimiento oculto en un abrazo, el vacío de quienes miden su valía por ceros en una cuenta.
Al final, cuando el último crédito sube entre notas de un tango desgarrado, "Uno equis dos" no se despega de la piel. Nos interroga sin sermones: ¿a qué precio vendemos nuestra humanidad? En esta obra notable del thriller existencial, la respuesta duele más que cualquier golpe.
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