Crítica Venecia: "Nuestra tierra", Lucrecia Martel bien documentada
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Por Santiago Echeverría
Con el largamente gestado "Nuestra tierra", Lucrecia Martel abandona la ficción para sumergirse en un terreno más directo: el documental. Y lo hace con la misma obsesión que ha marcado toda su filmografía: la manera en que las fracturas históricas y sociales de Argentina siguen supurando en el presente.
La película toma como punto de partida el juicio de 2018 por el asesinato de Javier Chocobar, un líder de la comunidad indígena Chuschagasta, ocurrido casi una década antes en la provincia de Tucumán. Martel utiliza la sala de audiencias, filmada con una claustrofobia palpable, no como un final sino como un trampolín. Las declaraciones de los acusados –un terrateniente y dos ex policías– y sus abogados, que justifican el acto fatal como defensa propia, se convierten en la puerta de entrada para una investigación mucho más profunda. La cámara abandona la frialdad burocrática del tribunal para adentrarse en el vasto territorio en disputa, utilizando imágenes aéreas que capturan la abrumadora belleza de una tierra que es el verdadero testigo silencioso del conflicto.
La estructura del film es un mosaico deliberadamente fragmentado. Martel rechaza la linealidad de un documental "true crime" convencional. En su lugar, teje un tapiz con los hilos de múltiples materiales: el archivo judicial, el impactante video amateur del crimen, fotografías familiares desgastadas que atestiguan décadas de presencia en el lugar, y recreaciones realizadas para el propio juicio. Esta elección formal puede resultar laberíntica, creando una tensión narrativa entre el caso específico y la ambición de abarcar siglos de despojo. En este zigzagueo, la potencia del drama humano inmediato a veces se diluye en favor de una excavación antropológica más amplia.
Sin embargo, es en esa amplitud donde reside el corazón del proyecto. "Nuestra tierra" se esfuerza por ser algo más que la crónica de un homicidio; es un riguroso alegato sobre cómo un sistema legal y una estructura de poder, herederos directos del colonialismo, continúan validando papeles y títulos de propiedad que oficializan el robo histórico. La película expone cómo el lenguaje mismo de la ley se retuerce para proteger a los usurpadores y despojar de identidad y derechos a los habitantes originarios.
"Nuestra tierra" no busca ofrecer respuestas fáciles ni cerrar heridas imposibles. Prefiere mostrar la persistencia de una comunidad frente a la negación sistemática, y cómo esa resistencia dialoga con una historia de expolio que aún late bajo la superficie democrática argentina. El resultado es un trabajo imperfecto, sí, pero vibrante, necesario, y profundamente coherente con la trayectoria de una cineasta que nunca ha temido mirar de frente las grietas de su país.
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Con el largamente gestado "Nuestra tierra", Lucrecia Martel abandona la ficción para sumergirse en un terreno más directo: el documental. Y lo hace con la misma obsesión que ha marcado toda su filmografía: la manera en que las fracturas históricas y sociales de Argentina siguen supurando en el presente.
La película toma como punto de partida el juicio de 2018 por el asesinato de Javier Chocobar, un líder de la comunidad indígena Chuschagasta, ocurrido casi una década antes en la provincia de Tucumán. Martel utiliza la sala de audiencias, filmada con una claustrofobia palpable, no como un final sino como un trampolín. Las declaraciones de los acusados –un terrateniente y dos ex policías– y sus abogados, que justifican el acto fatal como defensa propia, se convierten en la puerta de entrada para una investigación mucho más profunda. La cámara abandona la frialdad burocrática del tribunal para adentrarse en el vasto territorio en disputa, utilizando imágenes aéreas que capturan la abrumadora belleza de una tierra que es el verdadero testigo silencioso del conflicto.
La estructura del film es un mosaico deliberadamente fragmentado. Martel rechaza la linealidad de un documental "true crime" convencional. En su lugar, teje un tapiz con los hilos de múltiples materiales: el archivo judicial, el impactante video amateur del crimen, fotografías familiares desgastadas que atestiguan décadas de presencia en el lugar, y recreaciones realizadas para el propio juicio. Esta elección formal puede resultar laberíntica, creando una tensión narrativa entre el caso específico y la ambición de abarcar siglos de despojo. En este zigzagueo, la potencia del drama humano inmediato a veces se diluye en favor de una excavación antropológica más amplia.
Sin embargo, es en esa amplitud donde reside el corazón del proyecto. "Nuestra tierra" se esfuerza por ser algo más que la crónica de un homicidio; es un riguroso alegato sobre cómo un sistema legal y una estructura de poder, herederos directos del colonialismo, continúan validando papeles y títulos de propiedad que oficializan el robo histórico. La película expone cómo el lenguaje mismo de la ley se retuerce para proteger a los usurpadores y despojar de identidad y derechos a los habitantes originarios.
"Nuestra tierra" no busca ofrecer respuestas fáciles ni cerrar heridas imposibles. Prefiere mostrar la persistencia de una comunidad frente a la negación sistemática, y cómo esa resistencia dialoga con una historia de expolio que aún late bajo la superficie democrática argentina. El resultado es un trabajo imperfecto, sí, pero vibrante, necesario, y profundamente coherente con la trayectoria de una cineasta que nunca ha temido mirar de frente las grietas de su país.
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