Crítica Venecia: "Hiedra", íntima búsqueda de la ausencia
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Por Santiago Echeverría
La película ecuatoriana "Hiedra", de Ana Cristina Barragán, presentada en la sección Orizzonti de la Mostra de Venecia, es un ejercicio cinematográfico que prioriza la sensación por encima de la narrativa explícita. Teje su historia a través de una intimidad casi agobiante, construida meticulosamente con planos que se apegan a la piel de sus personajes, capturando cada poro, cada respiración contenida y cada mirada elusiva.. Esta elección visual no es meramente estética; es la columna vertebral de una cinta que busca que el espectador habite el espacio emocional de sus protagonistas, un territorio incómodo y nebuloso.
La trama sigue a Azucena, una mujer de treinta años interpretada con una magnetismo inquietante por Simone Bucio, quien merodea alrededor de un grupo de adolescentes de un hogar de acogida. Su acercamiento es torpe, casi infantil, movido por una soledad profunda y un trauma no resuelto: la pérdida de un hijo que dio a luz siendo apenas una niña y que le arrebató un futuro prometedor en la gimnasia. De ese grupo, emerge la figura de Julio, un joven de diecisiete años a cargo del debutante Francis Eddú Llumiquinga. La relación que se establece entre ellos oscila peligrosamente entre lo maternal y lo potencialmente romántico, desdibujando los límites de lo socialmente aceptable en un baile de necesidad afectiva y reconocimiento mutuo.
Barragán demuestra una habilidad encomiable para dirigir actores, extrayendo actuaciones visceralmente genuinas, sobre todo considerando la naturaleza novata de parte de su elenco. Bucio, en particular, carga con la película a hombros, transmitiendo una fragilidad contenida y una determinación casi obsesiva que recuerda a la fuerza silenciosa de ciertas heroínas del cine europeo. La cámara, siempre cerca, se deleita en los detalles físicos: un corte de pelo, las manos jugueteando, los cuerpos nadando en un río. Es una película profundamente táctil, que prefiere sugerir a través del contacto y la proximidad que explicar a través de los diálogos.
Sin embargo, este formidable control sobre la puesta en escena y la interpretación choca con una estructura narrativa que cojea. La película dedica una parte considerable de su metraje a establecer el entorno y el grupo de amigos de Julio, ritmos que, aunque aportan textura, diluyen el núcleo emocional central: la conexión entre Azucena y el joven que cree que puede ser su hijo. Cuando la verdad finalmente emerge, la película se apresura hacia una resolución que, aunque visualmente poderosa y simbólica—con un volcán en erupción de fondo—, deja la sensación de que el camino hacia la catarsis no fue completamente explorado. Un giro hacia el onirismo en el acto final, aunque coherente con el tono poético de la directora, puede sentirse forzado y excesivamente literario para algunos.
"Hiedra" es una película de contrastes. Es intensamente íntima pero emocionalmente esquiva; está magníficamente actuada pero desbalanceada en su foco; logra momentos de una belleza arrebatadora mientras lucha por cohesionar su potente premisa. Barragán se confirma como una voz audaz con un control notable del lenguaje cinematográfico, aunque su historia termine sintiéndose, como sus personajes, un poco a la deriva, buscando un puerto emocional que vislumbra pero al que, quizás deliberadamente, nunca termina de atracar.
La película ecuatoriana "Hiedra", de Ana Cristina Barragán, presentada en la sección Orizzonti de la Mostra de Venecia, es un ejercicio cinematográfico que prioriza la sensación por encima de la narrativa explícita. Teje su historia a través de una intimidad casi agobiante, construida meticulosamente con planos que se apegan a la piel de sus personajes, capturando cada poro, cada respiración contenida y cada mirada elusiva.. Esta elección visual no es meramente estética; es la columna vertebral de una cinta que busca que el espectador habite el espacio emocional de sus protagonistas, un territorio incómodo y nebuloso.
La trama sigue a Azucena, una mujer de treinta años interpretada con una magnetismo inquietante por Simone Bucio, quien merodea alrededor de un grupo de adolescentes de un hogar de acogida. Su acercamiento es torpe, casi infantil, movido por una soledad profunda y un trauma no resuelto: la pérdida de un hijo que dio a luz siendo apenas una niña y que le arrebató un futuro prometedor en la gimnasia. De ese grupo, emerge la figura de Julio, un joven de diecisiete años a cargo del debutante Francis Eddú Llumiquinga. La relación que se establece entre ellos oscila peligrosamente entre lo maternal y lo potencialmente romántico, desdibujando los límites de lo socialmente aceptable en un baile de necesidad afectiva y reconocimiento mutuo.
Barragán demuestra una habilidad encomiable para dirigir actores, extrayendo actuaciones visceralmente genuinas, sobre todo considerando la naturaleza novata de parte de su elenco. Bucio, en particular, carga con la película a hombros, transmitiendo una fragilidad contenida y una determinación casi obsesiva que recuerda a la fuerza silenciosa de ciertas heroínas del cine europeo. La cámara, siempre cerca, se deleita en los detalles físicos: un corte de pelo, las manos jugueteando, los cuerpos nadando en un río. Es una película profundamente táctil, que prefiere sugerir a través del contacto y la proximidad que explicar a través de los diálogos.
Sin embargo, este formidable control sobre la puesta en escena y la interpretación choca con una estructura narrativa que cojea. La película dedica una parte considerable de su metraje a establecer el entorno y el grupo de amigos de Julio, ritmos que, aunque aportan textura, diluyen el núcleo emocional central: la conexión entre Azucena y el joven que cree que puede ser su hijo. Cuando la verdad finalmente emerge, la película se apresura hacia una resolución que, aunque visualmente poderosa y simbólica—con un volcán en erupción de fondo—, deja la sensación de que el camino hacia la catarsis no fue completamente explorado. Un giro hacia el onirismo en el acto final, aunque coherente con el tono poético de la directora, puede sentirse forzado y excesivamente literario para algunos.
"Hiedra" es una película de contrastes. Es intensamente íntima pero emocionalmente esquiva; está magníficamente actuada pero desbalanceada en su foco; logra momentos de una belleza arrebatadora mientras lucha por cohesionar su potente premisa. Barragán se confirma como una voz audaz con un control notable del lenguaje cinematográfico, aunque su historia termine sintiéndose, como sus personajes, un poco a la deriva, buscando un puerto emocional que vislumbra pero al que, quizás deliberadamente, nunca termina de atracar.