Colaboración; Kim Bassinger y la caribeña
- por © P.L.-NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal *
Tengo encima de la mesa una foto de Kim Bassinger y otra de una desconocida. La mirada de Kim Bassinger me ha fascinado siempre y ha formado parte de esa imagen que cada hombre tiene del fantasma femenino. La mirada de la desconocida, que apunta al Caribe, está teñida de verde, como aquellos ojos de la emperatriz Soraya, a la que un rey de reyes más fascinado por el petroleo que por el Chanel 5 como camisón de todas las vidas convirtió en una desgraciada del más puro neorrealismo italiano.
La Bassinger tiene algo como 57 años, la edad de la verdad, el momento en que la mentira aburre. Sus ojillos medio cerrados, quizá para evitar que el sol revele lo que tiene dentro de su soledad de rubia, contrasta con los de la caribeña morena, tan verdes como el trigo verde. La morena caribeña me obsesiona. Miro una foto mía, de esas de película, las que suelen figurar en las contraportadas de libros que nadie abrirá jamás pero de los que su propietario hablará con la facilidad del maldito y la precisión del imbécil lleno de muebles caros en un salón donde los lomos de los libros forman parte de una decoración atiborrada de apariencia.
Mi foto representa a un tipo sin preocupaciones en los ojos. Vuelvo a mirar a mi Soraya caribeña. Sus retinas están cargadas de historias, historias probablemente tristes y amargas como la buena endibia, como todas las historias que tienen un fin, porque los comienzos siempre son maravillosos de Alicia, la otra, en el país de las desmaravillas, el otro.
Esta mañana de viento de levante arrasador en el Mar Mediterráneo y en la Costa del Sol, con alerta de no sé qué color pero apabullante de dramas, no he tomado mi descafeinado con leche. Lo he reemplazado por un güisqui con hielo, unas goticas de Perrier y un chorreón luengo de cine, de fantasía. Dicen algunos malintencionados que soy Antoñita la fantástica. Y es cierto que vivo de la fantasía que me permiten mis recuerdos. Qué triste será vivir con el día a día del rencor y del odio al no sé qué. La otra noche, por sorpresa, como se perpetran los malos golpes, oí comentar por la radio o por la TV, que es más de lo mismo, que una ciudad africana había asistido al entierro de su último cine. Y el hombre, pese a su voz de periodista joven, se preguntó que cómo diablos se podía vivir sin cine. Por eso les hablo de la Bassinger, la más bonita de todos los Hollywood, pura heroína de Honorato de Balzac, la más inteligente, la más seductora según Alejandro Dumas, quien no habría vacilado en convertirla en su Milady aunque no se hubiera atrevido a mandar degollarla.
Kim Bassinger es una sobreviviente de un cine en el que las Rita Hayworth, Verónica Lake, Ava Gardner, Maureen O’Hara o hasta la mismísima Diane Keaton, con su malus de actriz encasillada, imponían la imagen de bellezas sanas, sin complicaciones. Triunfaban porque se puede ser feo y bajito como Humphrey Bogart y tener talento para decir con convicción: “Mi profesión es alcohólico”. Ahora, en este cine de todas nuestras penas que se impone con abracadabrantes campañas publicitarias en las que no saben ni hablar de sexo, las mujeres tienen el uniforme de una Angelina Jolie, total y absolutamente políticamente correcta. Y la prueba es que los espectadores, salvo los que tienen menos de cuatro años de edad mental, no sueñan. La fábrica de los sueños no fabrica ya más que monstruos y pesadillas de monstruos.
Pero la existencia de Kim Bassinger, el recuerdo casi religioso de Ava Gardner o de Rita Hayworth demuestran que el poder de la mujer desde una pantalla grande, y hasta chica, sigue existiendo. Te extasías con la falda de Tippi Hedren y te emocionan los ojos angustiados de Kim Novak. Cuando las ves, metidas en tu vida desde hace veinte o cincuenta años, porque la imagen tiene el secreto de la eterna juventud, ganas irresistibles te dan de ser un fan de otros tiempos, de los que les escribían declaraciones crepitantes de pasión que leían secretarias de sus agentes artísticos en un c/o de cualquier lugar de Los Angeles, USA. Nada han podido las modas anoréxicas y contrahechas de los nuevos realizadores, por decir cualquier cosa, contra el mito de las estrellas. Una de ellas, una de las últimas representantes, es la Kim Bassinger, que todavía tiene capacidad para dejar a toda una sala sin ganas de masticar las ruidosas palomitas o de sorber el vaso de cartón repleto de cola.
Qué sería el cine, la mística del cine, sin esas damas que te hacen sentirte un hombre. ¿Quién no se ha metido en el pellejo de Clark Gable tratando de amansar a la fierecilla Vivien Leight, o en el de Bogart desenamorando a Ingrid Bergman con carita de colegiala suiza escapada de los nazis y de Indiana Jones? ¿Quién no ha soñado con besar las piernas blancas como la leche de Kim Novak la rubia?
La estrella mujer, no las estrellitas anoréxicas del siglo XXI, fue nuestra compañera de deseos, sueños y añoranzas íntimas. Sin ellas, a las que nunca vimos probablemente en carne y hueso, nuestras vidas hubiesen sido peores. Tal vez el desatino de los modernos hombres esté provocado por esa falta.
Para nosotros, los viejos de otra galaxia, fueron compañeras lejanas. Nunca usé malos modales con las chinches de mi cuarto de la Rue Mouffetard (París, 1957-1958) y ni siquiera las convidé nunca a tomarse un sorbito de DDT. Y mis razones tenía. Cuando estaban saciadas eran mi única compañía. Las oía ir y venir por el somier de alambre y me hacían compañía. Durante las largas noches reventonas de calor en verano y palpitantes de frio en invierno, nunca me encontré solo.
Luego descubrí el cine con la perspectiva y el enamoramiento de los dieciocho años. Y entonces, muy poquito a poco, mientras mi casero, un argelino truculento iba eliminando mis pobres amigas las chinches, y yo me cambiaba a una cama con sábanas blancas, comprendí que siempre necesitas dormir contra una espalda de mujer y acurrucarte contra sus piernas, apretujándote contra el encaje de la braga, todavía tibia del sueño de la noche que no sabes cuándo acabará. Los años me han convencido de que el roce de una braga de mujer a tiempo ha salvado a millones de hombres de esas frecuentes amistades peligrosas con la benzodiacepina.
(*): Sergio Berrocal es periodista, escritor y cinéfilo. Ha trabajado toda la vida para France Presse. Su última novela publicada es "Último vuelo para Manaus".
Tengo encima de la mesa una foto de Kim Bassinger y otra de una desconocida. La mirada de Kim Bassinger me ha fascinado siempre y ha formado parte de esa imagen que cada hombre tiene del fantasma femenino. La mirada de la desconocida, que apunta al Caribe, está teñida de verde, como aquellos ojos de la emperatriz Soraya, a la que un rey de reyes más fascinado por el petroleo que por el Chanel 5 como camisón de todas las vidas convirtió en una desgraciada del más puro neorrealismo italiano.
La Bassinger tiene algo como 57 años, la edad de la verdad, el momento en que la mentira aburre. Sus ojillos medio cerrados, quizá para evitar que el sol revele lo que tiene dentro de su soledad de rubia, contrasta con los de la caribeña morena, tan verdes como el trigo verde. La morena caribeña me obsesiona. Miro una foto mía, de esas de película, las que suelen figurar en las contraportadas de libros que nadie abrirá jamás pero de los que su propietario hablará con la facilidad del maldito y la precisión del imbécil lleno de muebles caros en un salón donde los lomos de los libros forman parte de una decoración atiborrada de apariencia.
Mi foto representa a un tipo sin preocupaciones en los ojos. Vuelvo a mirar a mi Soraya caribeña. Sus retinas están cargadas de historias, historias probablemente tristes y amargas como la buena endibia, como todas las historias que tienen un fin, porque los comienzos siempre son maravillosos de Alicia, la otra, en el país de las desmaravillas, el otro.
Esta mañana de viento de levante arrasador en el Mar Mediterráneo y en la Costa del Sol, con alerta de no sé qué color pero apabullante de dramas, no he tomado mi descafeinado con leche. Lo he reemplazado por un güisqui con hielo, unas goticas de Perrier y un chorreón luengo de cine, de fantasía. Dicen algunos malintencionados que soy Antoñita la fantástica. Y es cierto que vivo de la fantasía que me permiten mis recuerdos. Qué triste será vivir con el día a día del rencor y del odio al no sé qué. La otra noche, por sorpresa, como se perpetran los malos golpes, oí comentar por la radio o por la TV, que es más de lo mismo, que una ciudad africana había asistido al entierro de su último cine. Y el hombre, pese a su voz de periodista joven, se preguntó que cómo diablos se podía vivir sin cine. Por eso les hablo de la Bassinger, la más bonita de todos los Hollywood, pura heroína de Honorato de Balzac, la más inteligente, la más seductora según Alejandro Dumas, quien no habría vacilado en convertirla en su Milady aunque no se hubiera atrevido a mandar degollarla.
Kim Bassinger es una sobreviviente de un cine en el que las Rita Hayworth, Verónica Lake, Ava Gardner, Maureen O’Hara o hasta la mismísima Diane Keaton, con su malus de actriz encasillada, imponían la imagen de bellezas sanas, sin complicaciones. Triunfaban porque se puede ser feo y bajito como Humphrey Bogart y tener talento para decir con convicción: “Mi profesión es alcohólico”. Ahora, en este cine de todas nuestras penas que se impone con abracadabrantes campañas publicitarias en las que no saben ni hablar de sexo, las mujeres tienen el uniforme de una Angelina Jolie, total y absolutamente políticamente correcta. Y la prueba es que los espectadores, salvo los que tienen menos de cuatro años de edad mental, no sueñan. La fábrica de los sueños no fabrica ya más que monstruos y pesadillas de monstruos.
Pero la existencia de Kim Bassinger, el recuerdo casi religioso de Ava Gardner o de Rita Hayworth demuestran que el poder de la mujer desde una pantalla grande, y hasta chica, sigue existiendo. Te extasías con la falda de Tippi Hedren y te emocionan los ojos angustiados de Kim Novak. Cuando las ves, metidas en tu vida desde hace veinte o cincuenta años, porque la imagen tiene el secreto de la eterna juventud, ganas irresistibles te dan de ser un fan de otros tiempos, de los que les escribían declaraciones crepitantes de pasión que leían secretarias de sus agentes artísticos en un c/o de cualquier lugar de Los Angeles, USA. Nada han podido las modas anoréxicas y contrahechas de los nuevos realizadores, por decir cualquier cosa, contra el mito de las estrellas. Una de ellas, una de las últimas representantes, es la Kim Bassinger, que todavía tiene capacidad para dejar a toda una sala sin ganas de masticar las ruidosas palomitas o de sorber el vaso de cartón repleto de cola.
Qué sería el cine, la mística del cine, sin esas damas que te hacen sentirte un hombre. ¿Quién no se ha metido en el pellejo de Clark Gable tratando de amansar a la fierecilla Vivien Leight, o en el de Bogart desenamorando a Ingrid Bergman con carita de colegiala suiza escapada de los nazis y de Indiana Jones? ¿Quién no ha soñado con besar las piernas blancas como la leche de Kim Novak la rubia?
La estrella mujer, no las estrellitas anoréxicas del siglo XXI, fue nuestra compañera de deseos, sueños y añoranzas íntimas. Sin ellas, a las que nunca vimos probablemente en carne y hueso, nuestras vidas hubiesen sido peores. Tal vez el desatino de los modernos hombres esté provocado por esa falta.
Para nosotros, los viejos de otra galaxia, fueron compañeras lejanas. Nunca usé malos modales con las chinches de mi cuarto de la Rue Mouffetard (París, 1957-1958) y ni siquiera las convidé nunca a tomarse un sorbito de DDT. Y mis razones tenía. Cuando estaban saciadas eran mi única compañía. Las oía ir y venir por el somier de alambre y me hacían compañía. Durante las largas noches reventonas de calor en verano y palpitantes de frio en invierno, nunca me encontré solo.
Luego descubrí el cine con la perspectiva y el enamoramiento de los dieciocho años. Y entonces, muy poquito a poco, mientras mi casero, un argelino truculento iba eliminando mis pobres amigas las chinches, y yo me cambiaba a una cama con sábanas blancas, comprendí que siempre necesitas dormir contra una espalda de mujer y acurrucarte contra sus piernas, apretujándote contra el encaje de la braga, todavía tibia del sueño de la noche que no sabes cuándo acabará. Los años me han convencido de que el roce de una braga de mujer a tiempo ha salvado a millones de hombres de esas frecuentes amistades peligrosas con la benzodiacepina.
(*): Sergio Berrocal es periodista, escritor y cinéfilo. Ha trabajado toda la vida para France Presse. Su última novela publicada es "Último vuelo para Manaus".