Colaboración: Penélope Cruz, la estrella de hierro
- por © P.L.-NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal *
A Dios, el de los milagros, no el de los irreverentes que le piden que les pague la hipoteca, pongo por testigo que nunca amé a Penélope Cruz. Ni siquiera cuando le dieron un Oscar y todos intuimos que estaba forrada hasta las cejas de dólares y de cruzeiros devaluados. Pero acabo de verla en la portada de una revista. Y vive Dios que la amo.
No se me mire con malos ojos hermano repleto de títulos universitarios. Uno, como ella, tuvo que abrirse camino como los indios en la América gobernada por los ingleses. Ser o no ser, habría musitado Ernesto Hemingway después de tomarse un güisqui sin Perrier.
(Dejen que les diga que la gente de Perrier nunca me ha regalado ni un mal botellín pese a que llevo años haciéndoles publicidad).
Penélope soy yo, con más curvas y mas sexapil, mucho más, lo confieso con la vergüenza de quien siempre se ha creído el guapo del barrio, aunque nunca tuve barrio. Salí del Emsallah de Tánger, habitado por indígenas marroquíes casi muertos de hambre pese a que la ciudad era Internacional y tenía huéspedes tan notables y montadísimos en el dólar de verdad, el que valía una virguería,
Penélope Cruz es una superviviente, como moi.
Algunas españolas metieron sus narices en Hollywood pero ninguna consiguió lo que ella. Ligarse al entonces actor más excitante del planeta machista, Tom Cruise y, sobre todo, abrirse paso en aquello que los románticos llamábamos la jungla del cine.
Hizo como un servidor (me fastidia utilizar el yo porque a lo mejor creen que soy un puñetero hedonista perdido en el mundo de la avaricia), es decir, barrer y callar, barrer y callar, y sin parar, como la ratita del cuento que cito de memoria y sin ninguna garantía.
Llegó a Hollywood, como una Kati Jurado cualquiera, y probablemente pasó años de mentiras y lágrimas. Aguantó, esperó y deseó que la vida le fuera mejor.
El resultado está a la vista.
Penélope Cruz, nombre impronunciable para los norteamericanos, se ha convertido en una estrella de Hollywood, lo cual equivale a ser sultana del mundo.
Es un ejemplo de perseverancia que habría que enseñar en un país como España donde el dinero fácil incita poco al esfuerzo.
Un día de 1956, forcé la puerta del director del semanario “Cosmópolis de Tánger”, la única ciudad internacional que sobrevivió a la estupidez, y le dije con mis diecisiete años recién cumplidos: "Quiero ser periodista".
Imagino a Penélope, con las maletas sin abrir todavía, delante del productor norteamericano de turno, con una esposa protestante y cinco hijos directos: "Quiero ser Estrella".
La contrató, como se contrata a los genios.
No creo que la muchacha sea un genio porque son bichitos de los tiempos de Alí Babá y los 40 ladrones y ella, si bien tiene mucho de Sherazade, aunque con unos ojos que pueden hacer daño, es de esta terrible época que un legionario habría resumido en la fórmula tira palante o muérete de asco.
El mundo del cine es esa jungla de asfalto que interpretaba una recién salida del cascarón Marilyn Monroe, disfrazada en prototipo de la muchacha “trepa” como diría un argentino de mis enemigos que nunca ha olvidado su acento siciliano, el de la mafia calabresa de calla o te pego un tiro.
Conocí a muchas chiquillas de esa misma raza que hacían colas interminables en busca de un bocadillo y de unos francos por figurar un rato en una película en la que nadie la vería, ni la reconocería, ni la querría.
Eran los años sesenta y en los estudios Billancourt de París, me dirán ustedes con la superioridad del licenciado en letras que no sabía deletrear el apellido de Somerset Maughan.
Hace muy pocas fechas me tropecé con una chiquita que me dijo ser filóloga, lo cual me pareció provocador.
Lloré luego cuando tuve que deletrearle el nombre entero de ese insigne bebedor de güisqui y otras cosas.
Medio siglo después de aquellas colas con faldas rectas que terminaban donde empezaban unas piernas alocadamente bellas y más aptas para el amor que para el papeleo, la situación es la misma.
Ahora las aspirantes a actrices probablemente ya no se ponen en fila. Acuden a eso que llaman casting, que traducido al arabo-andalusí quiere decir selección.
Y como en el mundo del cine no todos son homosexuales, el físico cuenta mucho a la hora de evaluar el talento.
Un talento tan difícil de encontrar como el punto G.
Tuve un amigo director de cine, que había sido propuesto para Nobel de la Paz por sus películas sociales, que no socialistas, que eso ya no sé cómo se come, ni con qué diablos se bebe, que estaba orgullosísimo de un sofá de cuero blanco cinematográficamente histórico que presidía un salón que tenía línea directa con el primer piso de la Torre Eiffel.
Léonide Moguy se llamaba aquel hombre de bien que en 1961 tuvo el valor de escribir y realizar “Les hommes veulent vivre” (Los hombres quieren vivir) sobre el peligro nuclear.
Antes había apadrinado a Anna Maria Pier Angeli, la más famosa de las italianas de aquel momento, en “Demain il sera trop tard” (Mañana será demasiado tarde) en la que también participaba Vittorio de Sicca. Era 1951.
Desde aquí, desde la humildad que no tengo y que Jesús me perdone porque Él Sabia venderse, pido un segundo Oscar para Pé.
Y los resentidos que se suiciden en masa a orillas del mar de Haití, donde si no se ahogan siempre tendrán la posibilidad de llevarse a casa un novio Marine de los que van a abundar por allí durante largos tiempos.
Pé, eres ejemplo para los millones de europeos que gritan por un empleo, que se mueren de la crisis. Has sabido sobreponerte a todo. Eres el Einstein de las guapas. Que Dios te bendiga.
Y cuando tengas un rato me llamas. Ya te lo explicaré.
A Dios, el de los milagros, no el de los irreverentes que le piden que les pague la hipoteca, pongo por testigo que nunca amé a Penélope Cruz. Ni siquiera cuando le dieron un Oscar y todos intuimos que estaba forrada hasta las cejas de dólares y de cruzeiros devaluados. Pero acabo de verla en la portada de una revista. Y vive Dios que la amo.
No se me mire con malos ojos hermano repleto de títulos universitarios. Uno, como ella, tuvo que abrirse camino como los indios en la América gobernada por los ingleses. Ser o no ser, habría musitado Ernesto Hemingway después de tomarse un güisqui sin Perrier.
(Dejen que les diga que la gente de Perrier nunca me ha regalado ni un mal botellín pese a que llevo años haciéndoles publicidad).
Penélope soy yo, con más curvas y mas sexapil, mucho más, lo confieso con la vergüenza de quien siempre se ha creído el guapo del barrio, aunque nunca tuve barrio. Salí del Emsallah de Tánger, habitado por indígenas marroquíes casi muertos de hambre pese a que la ciudad era Internacional y tenía huéspedes tan notables y montadísimos en el dólar de verdad, el que valía una virguería,
Penélope Cruz es una superviviente, como moi.
Algunas españolas metieron sus narices en Hollywood pero ninguna consiguió lo que ella. Ligarse al entonces actor más excitante del planeta machista, Tom Cruise y, sobre todo, abrirse paso en aquello que los románticos llamábamos la jungla del cine.
Hizo como un servidor (me fastidia utilizar el yo porque a lo mejor creen que soy un puñetero hedonista perdido en el mundo de la avaricia), es decir, barrer y callar, barrer y callar, y sin parar, como la ratita del cuento que cito de memoria y sin ninguna garantía.
Llegó a Hollywood, como una Kati Jurado cualquiera, y probablemente pasó años de mentiras y lágrimas. Aguantó, esperó y deseó que la vida le fuera mejor.
El resultado está a la vista.
Penélope Cruz, nombre impronunciable para los norteamericanos, se ha convertido en una estrella de Hollywood, lo cual equivale a ser sultana del mundo.
Es un ejemplo de perseverancia que habría que enseñar en un país como España donde el dinero fácil incita poco al esfuerzo.
Un día de 1956, forcé la puerta del director del semanario “Cosmópolis de Tánger”, la única ciudad internacional que sobrevivió a la estupidez, y le dije con mis diecisiete años recién cumplidos: "Quiero ser periodista".
Imagino a Penélope, con las maletas sin abrir todavía, delante del productor norteamericano de turno, con una esposa protestante y cinco hijos directos: "Quiero ser Estrella".
La contrató, como se contrata a los genios.
No creo que la muchacha sea un genio porque son bichitos de los tiempos de Alí Babá y los 40 ladrones y ella, si bien tiene mucho de Sherazade, aunque con unos ojos que pueden hacer daño, es de esta terrible época que un legionario habría resumido en la fórmula tira palante o muérete de asco.
El mundo del cine es esa jungla de asfalto que interpretaba una recién salida del cascarón Marilyn Monroe, disfrazada en prototipo de la muchacha “trepa” como diría un argentino de mis enemigos que nunca ha olvidado su acento siciliano, el de la mafia calabresa de calla o te pego un tiro.
Conocí a muchas chiquillas de esa misma raza que hacían colas interminables en busca de un bocadillo y de unos francos por figurar un rato en una película en la que nadie la vería, ni la reconocería, ni la querría.
Eran los años sesenta y en los estudios Billancourt de París, me dirán ustedes con la superioridad del licenciado en letras que no sabía deletrear el apellido de Somerset Maughan.
Hace muy pocas fechas me tropecé con una chiquita que me dijo ser filóloga, lo cual me pareció provocador.
Lloré luego cuando tuve que deletrearle el nombre entero de ese insigne bebedor de güisqui y otras cosas.
Medio siglo después de aquellas colas con faldas rectas que terminaban donde empezaban unas piernas alocadamente bellas y más aptas para el amor que para el papeleo, la situación es la misma.
Ahora las aspirantes a actrices probablemente ya no se ponen en fila. Acuden a eso que llaman casting, que traducido al arabo-andalusí quiere decir selección.
Y como en el mundo del cine no todos son homosexuales, el físico cuenta mucho a la hora de evaluar el talento.
Un talento tan difícil de encontrar como el punto G.
Tuve un amigo director de cine, que había sido propuesto para Nobel de la Paz por sus películas sociales, que no socialistas, que eso ya no sé cómo se come, ni con qué diablos se bebe, que estaba orgullosísimo de un sofá de cuero blanco cinematográficamente histórico que presidía un salón que tenía línea directa con el primer piso de la Torre Eiffel.
Léonide Moguy se llamaba aquel hombre de bien que en 1961 tuvo el valor de escribir y realizar “Les hommes veulent vivre” (Los hombres quieren vivir) sobre el peligro nuclear.
Antes había apadrinado a Anna Maria Pier Angeli, la más famosa de las italianas de aquel momento, en “Demain il sera trop tard” (Mañana será demasiado tarde) en la que también participaba Vittorio de Sicca. Era 1951.
Desde aquí, desde la humildad que no tengo y que Jesús me perdone porque Él Sabia venderse, pido un segundo Oscar para Pé.
Y los resentidos que se suiciden en masa a orillas del mar de Haití, donde si no se ahogan siempre tendrán la posibilidad de llevarse a casa un novio Marine de los que van a abundar por allí durante largos tiempos.
Pé, eres ejemplo para los millones de europeos que gritan por un empleo, que se mueren de la crisis. Has sabido sobreponerte a todo. Eres el Einstein de las guapas. Que Dios te bendiga.
Y cuando tengas un rato me llamas. Ya te lo explicaré.