Colaboración: "Lisanka", misiles, amores y sonrisas

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'Lisanka'
'Lisanka'
Por Frank Padrón

Uno de los grandes desafíos de la comedia es elegir para sus "dardos" temas no precisamente risibles. Un pastelazo en pleno rostro (según empezó a dar sus primeros pasos el género) o una situación embarazosa que provoque equívocos han sido, según las oscilaciones tonales y el grado de refinamiento humorístico, algunas claves del canon, pero esas circunstancias difíciles, tristes o hasta graves que generalmente son caldo de cultivo del drama o la tragedia, a veces devienen excelentes muestras del género.

Confróntense si no, mucho del Chaplin inicial, algunos y no escasos momentos de la comedia clásica italiana, hasta llegar a "La vida es bella", de Benigni,  que -como bien es sabido- tiene nada menos que al holocausto y la guerra, con la infancia dentro de ellos, como fundamental motivo dramatúrgico.

En semejante coyuntura se vio involucrado Daniel Díaz Tórres ("Alicia en el pueblo de maravillas") para su film "Lisanka" (2009) que, con guión suyo y de Eduardo del Llano, posee como epicentro contextual nada menos que la llamada "Guerra de los Misiles" a principios de los años 60, cuando los contendientes Estados Unidos y la Unión Soviética parecían guardar en apretado puño el destino de la humanidad; en esa época la triunfante Revolución cubana, con la hostilidad yanqui bien manifiesta, encontró en los aliados de Europa del Este un poderoso bastión de solidaridad y ayuda militar, económica y social que se extendería por varias décadas.

En un imaginario pueblo (Veredas del Guayabal) -muy al gusto de Díaz Tórres- se desarrolla el relato que esencialmente desarrolla no el clásico triángulo, sino más bien un cuadrángulo amoroso: a la joven hija de un viejo militante por demás prosoviético (que justo por ello ha cambiado el nombre religioso de la niña por ese de raíz bien eslava que da título al film) la pretenden: un joven "desafecto" (como le llamaban entonces a quienes se oponían a los ideales revolucionarios), otro plenamente identificado con "el proceso" y (¡faltaba más!) un soviético, soldado integrante de la tropa que monta la unidad militar en el pueblo.

Estos personajes, y otros típicos de esos habituales en pequeños pueblos, resumen así mismo las agudas confrontaciones políticas que vivía el momento, de modo que al desarrollo del compartido romance lo matizan no poco la verticalidad de las posiciones  ideológicas y sus encontronazos, donde no falta el cura local anticomunista, la puta revolucionaria, los padres "gusanos" o el líder "comprometido" hasta los tuétanos.

Si hay un lado flaco en el film es este: el esquematismo o la falta de auténtico desarrollo en la mayoría de los caracteres, a lo cual no excusa el género en que se inserta: si acaso la protagonista, con sus indecisiones amatorias y su rebeldía (también a los extremos y dogmas de ambos lados tan pululante en el sitio, emblema del país todo) escapa un poco de ese mal, o el pretendiente foráneo que desencartona y desalmidona un tanto la imagen que del soviético se tuvo en muchos coterráneos nuestros, pero el resto se resuelve con rápidos y no muy finos trazos, incluyendo a Máximo, el padre de Lisanka, ese  personaje que por supuesto tenía que recaer en los hombros de Enrique Molina, un buen actor encasillado en este tipo de personaje gruñón , impulsivo y vociferante que, en cualquier película, le toca como "por plantilla".

Pero a las actuaciones vamos después, porque ahora debo hacer justicia afirmando que, si el plano humano pudo y debió ser mucho mejor delineado, hay dos virtudes que salvan la película. Primero, ese desafío a que me refería al principio: el director y sus colaboradores transitan la cuerda floja del humor y la gravedad y logran que el tono se consiga sin dificultades; no se trata para nada de eso que algunos llaman "tragicomedia", cuando las coordenadas de trama y personajes oscilan entrambos registros sin decidirse por ninguno, o abrazando por igual los dos.

Con todo y lo serio que significó el momento histórico para Cuba, con lo nada risible que fue la pugna ideológica, la "batalla de ideas" que bien sabemos, acaeció desde entonces entre nosotros (realmente desde siempre en este país, pero en lo que a la Revolución respecta), Daniel logra armar una comedia grata, con más de un momento por cierto muy estimable (el (in)oportuno consignismo del "bobo del pueblo" -que con su maestría habitual encarna Osvaldo Doimeadiós-, la campana de la iglesia "crucificada" y el sacerdote colgando de ella, o las alocuciones del militar soviético, figuran entre mis preferidos) a lo cual debe agregarse, más allá del tono y el género del film, la notable ambientación captada, mérito atribuible, como bien sabemos, sobre todo a la dirección de arte (Onelio Larralde).  
Otro rubro considerable es la música (Kelvis Ochoa) que en ambas vertientes (extra)diegética(s) logra incorporar sabiamente células campesinas y hasta alguna tonada rusa emblemática, sin que faltara la imprescindible "Internacional".

Respecto a las siempre controversiales actuaciones, no hay un parejo nivel en una cinta de nutrido elenco, con gran cantidad de secundarios y desempeños especiales, pero al menos varios de los principales convencen, empezando por la debutante Miriel Cejas: serena, matizada, con adecuado control y despliegue emocionales, como para ser reconocida en cualquier concurso respetable con el premio de "actriz-revelación".

Respecto a los hombres, los mejores trabajos a mi juicio los portan Carlos Enrique Almirante y el ruso Kirill Solygin, quienes logran sortear el esquematismo o la debilidad caracterológica con expresividad y fuerza suficientes. Entre los no protagónicos, Raúl Pomares revela autenticidad y saludable energía.

En fin, que "Lisanka"  no está nada mal, primeramente porque juega sus dados y barajas con suficiente tino como para que ciertos pasajes de la historia nuestra que entonces -y aún hoy-  tienden a colocarnos el clásico nudo en la garganta, logren convocar legítimamente a la (son)risa, pero sobre todo porque en su vasta propuesta lúdica y en apariencia ligera, condena con sutileza el dogmatismo, el servilismo, la intolerancia, la intransigencia, el oportunismo y otros males que, al margen del signo ideológico, siguen pesando en la sociedad actual todavía más que los peligrosos misiles de ayer.