Colaboración: Los ojos de la Revolución

por © NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal *

El cine me ha permitido vivir momentos de inolvidable emoción. Ese cine de todas nuestras lecturas me llevó hasta La Habana, donde en diciembre de 1985, el amigo Alfredo Muñoz-Unsain, Chango para  todo el mundo, fungía como director adjunto de la Agencia France Presse y como decano de los periodistas extranjeros en Cuba.

Fue en mi primer viaje a la isla, adonde llegué al comienzo del mes de diciembre con una etiqueta de conservador poco versado y menos aún comprometido en política internacional. Para mí Cuba era esa nebulosa isla comunista anclada a las narices de los Estados Unidos de América. El viaje lo había deseado porque Fidel Castro y sus barbudos nos habían enamorado a gran parte de los jóvenes de nuestra generación, que los considerábamos como una avanzadilla de la batalla decisiva que algún día se libraría, quién sabe donde, contra las Injusticias. (Ese día tan esperado parece más lejos a medida que se multiplican las revoluciones a medias).

Por la tarde, Chango, que aunque era argentino, su único defecto, sabía más de política cubana y de castrismo que nadie en Cuba, me advirtió : "Serge, está noche ponte corbata para ir al teatro". Era la gala de clausura en la que Fidel Castro tomaría la palabra. Por aquellos tiempos no le importaba dar un buen rapapolvo a los cientos de cineastas de toda América Latina que se apiñaban en el teatro Carlos Marx durante el Festival de Cine Latinoamericano.

Al terminar el acto, partimos en minibús para una recepción en el Palacio de la Revolución, un recinto selvático donde las plantas más atrevidas se componían con rigor estético. A la entrada unos enormes guardaespaldas que asustaban con caras de pocos amigos nos apartaron del resto de rebaño de periodistas y cineastas y en fila india nos hicieron penetrar en una especie de reservado del Palacio donde las plantas tropicales formaban un largo túnel verde. Todos los que me precedían llevaban corbata y chaqueta, máxima formalidad vestimentaria en aquel momento en Cuba, cuando los termómetros en celsius o farenheit debían de andar locos.

Pasaron momentos cuajados de silencio cuando aterricé solo en un pequeño salón resguardado de miradas ajenas. Casi me topé con un uniforme verde olivo por encima del cual aparecía una barba no demasiado bien cuidada. Unos ojos brillaban. Una mano estrechó la mía y entonces comprendí que Fidel Castro, el hombre que tanto nos había hecho soñar en París, me estaba diciendo algo. El Comandante agradeció una crónica mía del  día anterior en la que mi entusiasmo me llevó a considerar que el Festival de La Habana era más gigantesco que el de Cannes. Y era absolutamente cierto. Para los cubanos bien informados fue un acontecimiento. Fidel sabía que la importancia de que un periodista europeo, no salido del circulito de los invitados de siempre a la misa caribeña del cine, destacase lo que se cocía en La Habana. Fidel siempre había entendido que el cine es un arma política de importancia muy real. Muchísimo antes, los Estados Unidos habían convertido al arte de Meliés en la primera industria del país, por su impacto comercial en países lejanos pero sobre todo por su penetración ideológica.

Fueron unos minutos de emoción auténtica, no programada ni pensada. El olor del uniforme verde olivo lo arrastré hasta el megasalón de marmol donde el común de los mortales se atiborraba de enormes gambas caribeñas.

En toda la noche y en los días siguientes no pude olvidar los ojos de Fidel, parecidos, y tal vez menos tristes, a los que había contemplado unas semanas atrás en una pequeña iglesia de Roma. Era un crucificado del siglo XVI que pedía perdón con la mirada extraviada. También me trajo al recuerdo la mirada de acero, que no verde, de otro uniforme que representó la esperanza de toda mi infancia. Hasta que crecí lo suficiente para comprender que la vida no es exactamente una película en la que Gary Cooper está siempre al quite. Y, lección todavía más dura, que el Séptimo de Caballería tampoco siempre llega a tiempo.

El Coronel ya tenía casi sesenta años y las fotos de esos tiempos lo muestran con uniforme impecable, fusta, botas y guantes y, siempre, pero siempre, una sonrisa que enamoraba a más de una. Nunca andaba solo, siempre con su guardia pretoriana y él sabría por qué. Se desplazaba religiosamente en el mismo coche, un enorme y negro Studebaker norteamericano en cuyos guardabarros ondeaban un banderín de España y el distintivo del Estado Mayor. Todo de un relumbrón propio para conquistar a los catetos provincianos que vivían en aquella colonia medio mora. La Guerra Civil de España (1936-1939) había terminado y él era virrey en una isla española frente a África.

El Coronel era un tipo alto y duro, de esos hombres que no bailan ni con el diablo. Podría decirse incluso que poseía cierta belleza bruta como la del olivo, resaltada por un rostro eternamente bronceado a fuego y unos ojos profundos, todo ello coronado por una frente altiva hasta donde se asomaban farragosos acantilados de pelo negro. Sin uniforme, o con otro uniforme, podrían haberle confundido con un torero gitano de estirpe.

Solía decir que era “tripartito” y explicaba que muy jovencito ingresó en la Academia militar de Zaragoza, de donde salió primero de su promoción, luego en la de Coetquidan, Francia, donde dejó encandilados a sus profesores por su peculiar arte para el mando. Concluyó su educación militar en una escuela de la selva que los británicos poseían entonces en un lugar perdido entre Birmania y Tailandia. Se había convertido en un especializado militar en todo tipo de guerras y guerrillas al mismo tiempo que su paso por más de un Estado Mayor le había contagiado el gusto por la política, para la que tenía dotes excepcionales.

Sonreía poco pero bien. Con sus subalternos nunca. Con sus superiores apenas un rictus elegante y desdeñoso. La exhibición en technicolor y tres dimensiones vista de sus dientes blancos de estrella de cine los reservaba para las mujeres. Decía que después de una buena guerra, la mujer era lo que más apreciaba en el mundo. Olvidaba el güisqui irlandés.

Las cinco estaban dando en el reloj de la catedral de Nuestra Señora de África, obra barroca que desde el triunfo del Caudillo Franco se había convertido en el centro de actividad de los advenedizos y enfermos mentales tiralevitas de aquella isla africana bajo protectorado español..

Desde su llegada a aquel peñón anclado en el Mediterráneo al que la guerra había transformado en portaaviones de todas las ambiciones franquistas hacia la Península, el Coronel se había convertido en un aparente devoto empalagoso a más no poder de la Virgen callada que siempre estaba rodeada de mujeres, jóvenes y hasta muy jóvenes. La mayoría de ellas, por no decir todas, se olvidaban repentinamente de sus rezos múltiples cuando se oían las sagradas cinco campanadas de la tarde. Poco a poco se despegaban de sus bancos y antes de que hubiesen transcurridos diez segundos se encontraban como por casualidad en las escaleras de la iglesia que daban a la plaza redonda y pequeña a cuya otro extremidad se alzaba sin complejos un elegante palacete del siglo XVII -- decían que lo construyó un pirata cuando para robar con arte era preciso echarse al mar-- que albergaba un casino militar para un solo oficial que por su austera elegancia exterior más bien parecía la guarida de los caballeros de la mesa redonda.  En el interior  ya era otro cantar. En una parte del casino se había recreado, por expresas indicaciones suyas, el bar de Rick en Casablanca. El Coronell era un admirador empedernido y sin causa conocida de Humphrey Bogart, aunque pretendía que la rendición de su personaje al final de la película  era una incalificable tontería que sólo podía habérseles ocurrido a guionistas norteamericanos corroídos por los remordimientos de siglos de maldad a través del mundo. Otra parte del casino estaba reservada para la plebe de la aristocracia militar de la isla. La planta noble del edificio, probablemente construido, en realidad, por conquistadores portugueses, albergaba un gigantesco apartamento que era su dominio natural y donde muy poca gente podía entrar.

Cada día que nacía en el Mediterráneo, a las cinco y cinco en punto de la tarde aparecía como por encanto al lado de un kilométrico Studebaker negro que relucía aunque estuviesen cayendo chuzos de punta. Antes de que el oficial de su guardia personal pudiese abrir la puertezuela, el Coronel se acercaba a la entrada de la catedral para saludar a algunas de las devotas damas ataviadas como si fuese Semana Santa todos los días. Eran jacas bien montadas pero decepcionadas por la vida militar de maridos de valentía conformista en el campo de batalla pero de mediocre referencia colchonera. El uniforme verdoso que entonces podían contemplar olía todavía al sastre que acababa de tallarlo. Nunca se ponía un uniforme dos veces. Pretendía que hubiese sido de tan mal gusto como acostarse dos veces con la misma mujer. Su fortuna personal le permitía muchos lujos y su vanidad lo podía todo. Al menos así lo creía él.

Se sabía el hombre más poderoso en muchos kilómetros a la redonda. El Caudillo, con quien había compartido clases en Zaragoza, le había mandado mucho después de su victoria a aquella isla de Africa del Norte con la misión de vigilar todo Marruecos y la consigna estricta de que ni una mosca pudiese volar sin un salvoconducto debidamente visado. Y hacía ya algunos años que nadie se movía.

Harto de las intrigas cuarteleras para las que no estaba hecho y a las que terminó temiéndoles, aceptó con mucho gusto aquella misión. Se sabía el virrey de un pedazo de África donde sólo los “amigos” franceses podían hacerle sombra.

Este hombre era mi padre. Me abandonó cuando yo cumplí los ocho años de edad, dejándome sin ningún bien, ni siquiera el apellido, que en la época del miedo de la postguerra española era muy apreciado para saber si eras bueno o malo o ni siquiera eso.

(*): Sergio Berrocal es periodista y crítico de cine. Acaba de publicar "Lula y otros gladiadores" (www.publibook.com), y este artículo es un avance del que será su próximo libro sobre Cuba, todavía sin título.

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