Colaboración: Cine con mucho ron

por © NOTICINE.com
El Hotel Nacional, en La Habana
Por Sergio Berrocal

Cuatro de la mañana en espera de un avión. No son las mismas cuatro de la mañana que en Cuba. En estas cuatro de la mañana mías, llenas del sudor esponjoso y negro de la noche, sin recato por el pensamiento, sin misericordia por la soledad, sin que nadie te de un hola por amor de Dios, el televisor de todas las esperas.  El televisor que te vuelve tonto, estúpìdo y agresivo pero que evita la muerte cerebral. Una película ocupa la pantalla, algo así como "No te muevas", que por el título podría parecer de Cantinflas o alguno de sus asociados en la costa Oeste de la Casa Blanca que había en un barquito velero en aquella isla maldiva, digo maldita, que nunca vi. Pero la peli la ha hecho el italiano Sergio Castellito y el hombre no es precisamente un cómico. A menos que la risa sea el rasguño del color inyectado en lo alto de la mente que permite no pensar.

El film, bárbara palabra film, duele. Te llena los ojos de amor, muerte y requetevida, no la vida simple, sino la otra, la que necesita una tarjeta de crédito fuerte y poderosa. Es el triángulo más clásico y más usado por los cineastas o por cualquiera que quiere contar algo. Porque algunos cineastas ya no cuentan nada. Dejan que la cámara filme cualquier estupidez, gritos de verraco sumido en la inopia de Freud por ejemplo. Y no les digo más.

Las terraza me advierte que están soplando vientos fuertes, una tempestad que te enfría el alma y que cuando arrecia hasta el extremo de llamarse otra cosa te incita a rezar, a ponerte bien con alguien que no has visto nunca. El viento se cuela en el diálogo de Sergio Castellito, que entremezcla el amor de una mujer y lo que fue de la otra. La otra, la única, la que nunca tuvo rulos en la cama, qué sabrán ustedes. El niño que nace y el niño que muere porque se niega a salir a un mundo donde todavía huele a aquel napalm maravilloso que los norteamericanos regalaron con albricias a los vietnamitas o los bombazos con que los soldados israelíes acogen siempre que pueden a sus malditos hermanos palestinos. Llueve y truena una barbaridad, que hubiese dicho Marx, y averigüen cuál de ellos. Sopla el viento como en el Cayo Largo aquel del extraordinario Edward G.Robinson y del pazguato Humphrey Bogart, que nunca estuvo tan malo.

Llueve que te llueve, con jolgorio, en La Habana. Me encharca mi blanco banco del Hotel Nacional. Está terminando el Festival de Cine o quizá haya terminado. Me importa un bledo de albóndigas al jerez porque yo he venido para ver a algunos amigos y codearme con lo que fueron otros tiempos, otra gente, otra esperanza. Como aquella amiga, que siempre lo fue, que siempre estuvo ahí, que ahora me despide en un baño de laureles en medio del Vedado. Aunque circula en medio de ininteresantes turistas británicos, el espíritu de la colmena, de mi colmena, está presente y comulgo con él entre ron y ron y más ron que endulza la parte superior del alma, la encargada de las relaciones públicas.

En un rincón, bajo soportales que guardan celosamente los secretos del Festival de Cine de La Habana, todo lo que pasó en todos los años que ya se fueron está en el aire que se respira, tres muchachas y un muchacho, todos ellos veinteañeros, con la alegría inútil de una juventud que saben que están malgastando, pero ni se enteran porque el tiempo no está sabio,  cantan con el mismo fervor con que el cura en su silla de ruedas dijo esta mañana la misa en una iglesia alta de Miramar. Era una misa robada. Indispensable para reconciliarse con los amigos que tenemos en el más allá. Una misa para la que hace falta esperar a que el cura cite los muertos de la parroquia a los que dedica sus preces y cuando ha llegado al último, le agregas in mente el nombre que tú quieres.

Las muchachas, uniformadas con trajes cortos de lentejuelas negras y graciosos sombreros del mismo color, imitan  el genial balanceo de los Blue Brothers. Pero son demasiado jóvenes para haberles conocidos. No me conocen ni a mí. Las niñas espurrean a la asistencia con mambos, boleros y todo lo que cantan lo hacen con un infinito gusto, dentro de voces ya bien templadas que alegran hasta el corazón más negro. Ellas saben que tienen esa belleza de la juventud rebelde que no dura más que un suspiro en una vida de piernas largas torneadas por Murillo. Todavía no saben que les ha tocado desperdiciar ese talento con turistas enajenados por el cambio horario. Pero ya saben que les ha tocado emborrachar los sentidos de los espectadores con la guapura que alguien les dio.

Otra noche. Otras cuatro de la mañana. Muy lejos de La Habana. Hemos saltado del Caribe al Mediterráneo, en una ciudad llamada Niza, al ladito de Cannes, el pueblo donde todos los años se reza por el cine y para el cine.  Comemos almejas maravillosas que sólo se crian en este lado del agua mientras dos cubanos jóvenes y entusiastas cantan, tocan y bailan como los dioses. Aunque no sé si algún dios tocó algo alguna vez pero qué más da. Estamos algunos grados bajo cero, muy lejos de los veinticinco grados benditos que nos embalsamaban hace un rato en la Cuba de diciembre.

Aquí en esta Niza burguesa y rica no se reza como en La Habana. Ni siquiera puedo tomar la barcaza que apesta a gasóleo y que me lleva a la ermita de la Virgen de Regla, allá en el rancho chico, en un rincón de La Habana marinera. La barca está llena de gente, con cara sonriente y esperanzada y aunque es verano en mi corazón no huele más que a gasóleo. Nada que ver con la peste del Metro de París, donde los perfumes más baratos son empleados a profusión para intentar paliar la porquería del cuerpo no pasado por una ducha.

Las chiquillas del Nacional se meten de lleno en "Volare", esa melodía italiana que era obligatorio escuchar y amar, porque con ella se amaba, porque otras niñas, en otros lugares, en París, en Madrid, en Cartagena de Indias, se volvían locas con el italiano de turno. Y a veces, si los dioses querían, el italiano de turno podías ser tú, el perdedor de todas las partidas.

Ha dejado de llover.  Otra vez me toca el aeropuerto, ese muelle donde nada comienza ni nada acaba. Un aeropuerto que no me consuela los recuerdos aunque el Che me mire con clara ironía desde una camiseta blanca que cuelga en una tienda llena de souvenirs.  

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