Colaboración: La verdadera Revolución del cine cubano

por © Redacción-NOTICINE.com
Santiago Alvarez
Por Sergio Berrocal *

Francia va a poner a disposición del mundo entero los noticieros rodados por los cubanos, principalmente por el más conocido documentalista de la isla, Santiago Alvárez, de junio de 1960 a julio de 1990, la Historia de Cuba en definitiva, sacada de 1493 películas de unos diez minutos en blanco y negro cada una que del acetato de celulosa y en 35 milímetros pasaran a ser cómodos DVDs. Lo dice el semanario francés Le Nouvel Observateur. Es La Revolución cubana vista por el testigo de excepción que siempre ha sido el cine. La realización correrá a cargo del prestigioso Institut National de l’Audiovisuel (INA). Después de haber inventado la madre de las Revoluciones, Francia va a permitir conservar la Revolución Cubana en el soporte de vídeo más popular.

Que el cine, vehículo universal por excelencia, sirva para contar lo que ocurrió en Cuba es casi una consecuencia lógica de la importancia que Fidel Castro dio desde los primeros momentos al cinematógrafo como expresión contadora.

Aunque la cinematografía cubana fue creada  con  un afán  propagandístico muy determinado y concreto, el cine cubano pocas veces cayó desmedidamente en la grandilocuencia partidaria que transformó a esa misma cinematografía de otros países en maquinarias pesadas que eran reflejo y semejanza, la voz de sus amos.

En la Unión Soviética y en la Alemania hitleriana, muchas veces a través de directores de gran talento y de estudios de fama internacional, los monolíticos departamentos  de  la  propaganda  nunca  vacilaron  en ejercerla sin el menor pudor a condición de que fuese siempre en el mismo sentido único.

Stalin fue convertido por los cineastas rusos en el padre de todos los pueblos e Hitler ejerció idénticas  funciones con un régimen que ideológicamente se oponía totalmente al otro pero que, en definitiva, perseguía los mismos objetivos.

El cine soviético y el nazi conocieron épocas muy precisas de guerras en un contexto mundial lleno de confusión.

El cine cubano nace cuando todo eso no es más que recuerdo. Cuando se sabe que el cine soviético es oficialista sin la menor concesión y que el fallecido cine hitleriano más no pudo serlo.

Y cuando el cine cubano ha alcanzado su plenitud,  el Muro de Berlín cae y con él van desmoronándose todos los  países  del  Este  de  Europa. Todo  el  imperio comunista.

A miles de kilómetros de las frías calles de Moscú, La Habana permanece como una reliquia que ya no sabe dónde cobijarse. Todos sus amigos comunistas,  los que le permitían sobrevivir, han muerto, y los que desde Occidente, y especialmente desde los Estados Unidos podrían restablecer una nueva amistad tienen las manos atadas por consideraciones de política interna.

Otra particularidad  del  cine  cubano  es  que,  al contrario del soviético o del nazi, nunca fue en dirección única. Cantó la Revolución pero también la lloró y la lamentó, dejando al descubierto los fallos materiales del sistema y sus fallos humanos. Denuncias de todo tipo que no  cuadraban  con  los  modelos totalitarios antes reseñados.

A través de festivales, sobre todo del Festival de Cine Latinoamericano de La Habana, coloquios, visitas, la comunicación siguió establecida en los peores momentos entre Estados Unidos y Cuba por boca y oídos de actores y directores de las dos nacionalidades. Y todos ellos  siempre  estuvieron  muy  bien  vistos  por  el gobierno a ambos lados del mar.

Antes de que en 1995 el presidente Bill Clinton hiciera una tímida apertura permitiendo que periodistas norteamericanos pudiesen instalarse como corresponsales en Cuba, una película  cubana fuese seleccionada, por primera vez en toda la historia de ese cine, para el Oscar, un sueño que las dificultades políticas y diplomáticas hacían cada día más indispensable. No era una película divertida de dibujos animados sino una de las más logradas a la hora de pegar un puñetazo encima de la  mesa de la sociedad cubana  para  reclamar  tolerancia,   nada  más  que tolerancia.  Se titulaba "Fresa y chocolate".

De aquellos días en La Habana, que a mí me parecen históricos para el cine cubano, me quedaron algunos recuerdos:

El primero de diciembre de 1993, el gigantesco Teatro  Carlos Marx de La Habana iba a ser acontecimiento de algo que nadie, ni siquiera los más finos politólogos de la isla, habían podido prever. En la sala, con aforo para cinco mil personas, con lleno hasta la bandera, como en las mejores corridas de Las Ventas de Madrid, un público formado mayoritariamente de periodistas llegados del mundo entero y de cubanos. En el escenario, el telón blanco que preside las mágicas ceremonias desde que los hermanos Lumière hicieron del cine todo un método de exorcismo.

Al finalizar la proyección, una piña humana se puso de pié y bajo los comedidos proyectores aplaudió, aplaudió, aplaudió, hasta el delirio. A algunos periodistas se les saltaban las lágrimas. A Fidel Castro le hubiese sin duda gustado ser objeto de aquel frenesí que parecía no iba a acabarse nunca. En la pantalla, dos muchachos acababan de abrazarse en señal de despedida.

Era el fin del estreno mundial de "Fresa y chocolate", la última obra del más emblemático cineasta cubano, Tomás Gutiérrez Alea. Para terminarla, su amigo Juan Carlos Tabío había tenido que echarle una mano debido a una enfermedad que le venía royendo desde varios años atrás y el filme había aparecido finalmente con la doble firma.

Hoy todo el mundo o casi sabe ya que "Fresa y chocolate" es el más subversivo y talentoso alegato hecho por cineastas cubanos desde que la Revolución "inventó" el cine cubano, con el convencimiento de que sería un arma incomparable en el difícil diálogo que entonces empezaba entre una Cuba perdida en el pasado y otra que todavía no había perfilado su porvenir.

Pero aquella noche, la sorpresa fue para los más. Cierto, el cine cubano de los últimos años siempre había sido combativo, a veces hasta lo "imprudentemente incorrecto". La larga tradición de irreverencia de ese cine no quitaba méritos al filme de Gutiérrez Alea, más bien los resaltaba.

Aquella noche en el Carlos Marx, en los primeros segundos que siguieron a la escena final, - el amor de hermanos y entre hermanos, de gente del mismo mundo, mucho más allá de las retóricas que quieren la separación de la misma gente nacida en la misma cuna de la humanidad, -  entre el joven homosexual y el machito miembro de las Juventudes del Partido Comunista, auténtico grito en  favor de la tolerancia, dejó bastante desconcertado al público presente.

Quienes habían tenido oportunidad de ver el filme anteriormente en contadísimas sesiones privadas no escatimaban elogios, tantos que los que estaban en ayunas de la novedad acudieron a la proyección con el escepticismo lógico de aquello de "ya verás, ya verás" pero con un fondo de ellos mismos dispuestos a gritar de felicidad.

Aquella noche, cuando las luces del cine se apagaron tras kilométricos aplausos que ni siquiera Fidel podría jactarse de haber conseguido en uno de sus maratónicos discursos, el calor húmedo e implacable de la calle medio oscura por obra y gracia de los clásicos apagones habaneros (periódicos e indispensables cortes de luz debido a las restricciones económicas) fue como un consuelo de frescor. Habíamos vivido quizá una mini revolución que ni siquiera el Jefe del Estado cubano había previsto cuando dio el visto bueno para el rodaje.

Escena de día. Una suite del Hotel Nacional de La Habana, el más lujoso de la capital, una joya de otros tiempos recién restaurada.

En un rincón de la habitación blanca y espaciosa que va a morir a una inmensa terraza que mira de reojo al mar, hacia Miami, Alfredo Guevara, con la coquetería de sus 67 años, se aguanta con la mano izquierda una chaquetilla azul sobre una camisa negra, mientras con dos dedos de la mano derecha engulle un canapé. Como acostumbra durante el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana, ha citado en lo que le sirve de cuartel general, como número uno del cine cubano (oficialmente entonces es presidente del Festival y ejercía también como presidente del Instituto cubano del arte e industria cinematográfica (ICAIC), pero en realidad es mucho más...) a un puñado de amigos.

Agazapado en un rincón como un gato afectuoso, Alfredo se relame de gusto. Las gafas grandes de miope coqueto parecen siempre a punto de abandonarle la nariz. De un manotazo las devuelve a su precario equilibrio cuando uno ya las ve rodando por el suelo. El poco pelo lo tiene peinado muy coquetamente hacia atrás.

El marxista Guevara—ningún parentesco con el Che—sigue en su rincón, como si la fiestecita no fuese con él. Habla bajito, casi musitando y los invitados se suceden calladamente a su lado, con el respeto y el sigilo de los fieles en un confesionario de la catedral de La Habana, consagrada a Nuestra Señora de la Caridad del Cobre, la misma que en una medallita dicen que Fidel Castro llevaba colgada del cuello cuando entró por primera vez en la capital al frente de sus barbudos.

Esa satisfacción se debía probablemente a que Guevara sabía que aquella noche memorable había sido la definitiva consagración del cine como instrumento para obrar por el bienestar del pueblo cubano. Este arma política había sido utilizada ahora nada menos que para exponer la difícil papeleta de la homosexualidad, en un régimen en el que hasta entonces no se hacían risas con esta disyuntiva social.

(*): Sergio Berrocal es periodista y crítico de cine. Ha publicado dos libros sobre Cuba, "Crónicas de Cuba" y "Fidel Castro y la diplomacia del cine (www. publibook.com)

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