Colaboración: Los Mosqueteros de La Habana
- por © NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal
Con sus Mosqueteros capaces de dar la vida por su Rey y por su Dama, o por su Dama y por su Rey, Alejandro Dumas ofreció al cine mundial momentos de grandeza, de honradez, de melancolía, de amor y de desamor, de justicia y de venganza. El escritor francés comprendió que D’Artagnan, Athos, Porthos y Aramis no representaban una generación cualquiera de espadachines. Eran los justicieros que encantaron nuestros sueños infantiles y nos dieron fuerzas en las realidades de adultos.
En tiempos de otros tiempos, pero que no están tan lejanos como los sueños de Julio Verne con la Luna, creí descubrir en La Habana ese espíritu de aquellos hombres que creían en la verdad y en la amistad en un mundo de resaca de desencanto. Un Versalles caribeño donde las cosas no eran forzosamente lo que parecían y donde había que desenvainar la espada larga y acerada para exigir y tomar justicia.
Una noche de diciembre de 1993, ya sé, mon ami, lo has contado trece veces, catorce si eres supersticioso, creí que los Mosqueteros de mis deseos, de mis entretelas infantiles, habían decidido tomar la Bastilla de la intolerancia que en Cuba reunía a los perdidos del mundo comunista, aquellos homosexuales que quedaron rehabilitados con un aplauso tremebundo cuando acabó la proyección de la película “Fresa y chocolate”. Aplauso que debió resonar en las cabezas de las viejas momias comunistas como las campanas debieron de repicar cuando el joven Fidel Castro entró en La Habana con sus barbudos y la ilusión de un mundo mejor.
Supongo que me equivoqué porque el espíritu mosquetero no lo encontré ni en el Hotel Nacional. Después de aquella noche gloriosa. Richelieu y su guarda pretoriana roja volvían a dictar sus miles de voluntades. Tal vez porque el cine no es más que eso, cine, aunque haya sido designado para educar y transmitir todos los mensajes del mundo.
Aquella noche de fuegos artificiales en los corazones de los cándidos periodistas europeos que creían que el mundo estaba dando una voltereta, un amigo argentino, el más cubano de todos los argentinos paridos por Cuba, se sonrió ante mi infantilismo triunfal.
Alfredo Muñoz Unsain, Chango para todos, entonces decano de los periodistas extranjeros en la capital cubana y, por encima de todo, el mejor conocedor de Cuba y del fidelismo, siempre había tenido los pies bien asentados para comprender lo que llevaba más de medio siglo asimilando, una Revolución que no acababa, que en 2012 no ha acabado todavía y que necesitaba de muchos Mosqueteros entusiastas para ayudarla.
Pero ya digo que el Cardenal de Richelieu siempre ha sido más poderoso. Ni siquiera los cuatro Mosqueteros del extraordinario Dumas consiguieron vencerle. C’est la vie, mon cher.
Chango y yo decíamos que no había que mirar al techo porque a veces descubres goteras que supuran recuerdos. Y hay momentos en que los secretos más celosamente guardados te caen encima y no te dejan aliento ni para volver a esconderlos.
Este cuento de Los tres Mosqueteros viene precisamente a cuento porque a Chango una profesora suya, de la que estaba enamorado, como todos los alumnos del mundo de todas las profesoras que pueda haber en las aulas, le regaló cuando ya se preparaba para ser hombre un ejemplar de la versión “más o menos infantil” de la obra cumbre de Dumas. Pero confesaba que su enganche con la literatura se lo produjo otro libro de espadachines, "Le Capitaine Fracasse" (El Capitán Estruendo) de Théophile Gautier. Como las aventuras de los Mosqueteros, las de ese singular capitán sin estrellas fueron llevadas al cine. Lo que no sé es si mi amigo desaparecido para siempre el nueve de febrero de 2010 en una tumba del cementerio de La Habana llegó a ver a Jean Marais encarnando al Capitaine Fracasse en versión de Pierre Gaspard-Huit, afamado director francés que le dio el protagonismo femenino a la dulce Genevieve Grad. Desde el maldito techo se acaban de desprender algunos recuerdos en formas de páginas de Cuba, S.A, libro del Mosquetero Chango:
"Vivo como residente temporal en La Habana desde 1963, lo cual debe hacerme el decano de los residentes temporales de cualquier país en cualquier época. Conozco casi todos los rincones de este archipiélago cubano de casi 111.000 kilómetros cuadrados poblados por casi 11 millones de habitantes criados durante siglos bajo una espontánea cultura de la supervivencia. “Lo que hay que hacer es no morirse”, recomienda el hombre de la calle a cualquier ajeno que le despierte empatía. Esa filosofía de pervivir, de vivir y dejar vivir, de morir sólo cuando no hay remedio, cuajó a través de dos siglos de frustraciones morales, espirituales, políticas. Hoy es la base de una sociedad anónima, desconocida, percibida a través de estereotipos".
(...)
"Decano de los corresponsales extranjeros en Cuba, en 1959 integré el equipo fundador de Prensa Latina -la agencia noticiosa cubana dirigida por el periodista Jorge Ricardo Masetti, quien años después bajo el "nom de guerre" de Comandante Segundo se perdió para siempre en los montes al noroeste de Argentina tratando de establecer una base de operaciones para la proyectada guerrilla de nuestro mutuo compatriota Ernesto Che Guevara, cuyo objetivo real no era Bolivia".
(…)
"Al llegar a La Habana en 1963 me echaron de Prensa Latina y me depositaron en la emisora estatal de onda corta, Radio Habana Cuba. Otra patada en el trasero me posó en el Noticiero Nacional de Televisión, donde recibí una tercera: me declararon excedente y me mandaron a hacer cola en la bolsa laboral del Ministerio de Trabajo. Allí la oferta fue pasar un curso de obrero montador industrial en la provincia de Cienfuegos, al centro de la isla.
En fin, estaba en la calle. Pero pude seguir comiendo todos los días: por una paternalista disposición revolucionaria todos los desocupados seguían cobrando sus salarios y además la nueva revista Cuba, que pagaba muy bien, me aceptó colaboraciones regularmente. Al poco tiempo la oficina local de la Agence France-Presse en La Habana me contrató y pasé veintisiete años trabajando allí como Adjunto a la Dirección".
(…)
"En la credencial que oficialmente acredita a los corresponsales extranjeros puede leerse: “El portador ha cumplido los requisitos legales establecidos para realizar su trabajo periodístico en Cuba. Solicitamos a las autoridades competentes brinden su cooperación para el desarrollo de su labor”. Pero a continuación también se lee una advertencia: “El portador no ha sido autorizado para la realización de trabajos periodísticos en aquellas áreas que requieren permisos especiales".
Ay, Richelieu, qué malísimo eres…
(*): Sergio Berrocal es periodista y crítico de cine. Su último libro, recién publicado, se titula "Calle Falange Española"
Con sus Mosqueteros capaces de dar la vida por su Rey y por su Dama, o por su Dama y por su Rey, Alejandro Dumas ofreció al cine mundial momentos de grandeza, de honradez, de melancolía, de amor y de desamor, de justicia y de venganza. El escritor francés comprendió que D’Artagnan, Athos, Porthos y Aramis no representaban una generación cualquiera de espadachines. Eran los justicieros que encantaron nuestros sueños infantiles y nos dieron fuerzas en las realidades de adultos.
En tiempos de otros tiempos, pero que no están tan lejanos como los sueños de Julio Verne con la Luna, creí descubrir en La Habana ese espíritu de aquellos hombres que creían en la verdad y en la amistad en un mundo de resaca de desencanto. Un Versalles caribeño donde las cosas no eran forzosamente lo que parecían y donde había que desenvainar la espada larga y acerada para exigir y tomar justicia.
Una noche de diciembre de 1993, ya sé, mon ami, lo has contado trece veces, catorce si eres supersticioso, creí que los Mosqueteros de mis deseos, de mis entretelas infantiles, habían decidido tomar la Bastilla de la intolerancia que en Cuba reunía a los perdidos del mundo comunista, aquellos homosexuales que quedaron rehabilitados con un aplauso tremebundo cuando acabó la proyección de la película “Fresa y chocolate”. Aplauso que debió resonar en las cabezas de las viejas momias comunistas como las campanas debieron de repicar cuando el joven Fidel Castro entró en La Habana con sus barbudos y la ilusión de un mundo mejor.
Supongo que me equivoqué porque el espíritu mosquetero no lo encontré ni en el Hotel Nacional. Después de aquella noche gloriosa. Richelieu y su guarda pretoriana roja volvían a dictar sus miles de voluntades. Tal vez porque el cine no es más que eso, cine, aunque haya sido designado para educar y transmitir todos los mensajes del mundo.
Aquella noche de fuegos artificiales en los corazones de los cándidos periodistas europeos que creían que el mundo estaba dando una voltereta, un amigo argentino, el más cubano de todos los argentinos paridos por Cuba, se sonrió ante mi infantilismo triunfal.
Alfredo Muñoz Unsain, Chango para todos, entonces decano de los periodistas extranjeros en la capital cubana y, por encima de todo, el mejor conocedor de Cuba y del fidelismo, siempre había tenido los pies bien asentados para comprender lo que llevaba más de medio siglo asimilando, una Revolución que no acababa, que en 2012 no ha acabado todavía y que necesitaba de muchos Mosqueteros entusiastas para ayudarla.
Pero ya digo que el Cardenal de Richelieu siempre ha sido más poderoso. Ni siquiera los cuatro Mosqueteros del extraordinario Dumas consiguieron vencerle. C’est la vie, mon cher.
Chango y yo decíamos que no había que mirar al techo porque a veces descubres goteras que supuran recuerdos. Y hay momentos en que los secretos más celosamente guardados te caen encima y no te dejan aliento ni para volver a esconderlos.
Este cuento de Los tres Mosqueteros viene precisamente a cuento porque a Chango una profesora suya, de la que estaba enamorado, como todos los alumnos del mundo de todas las profesoras que pueda haber en las aulas, le regaló cuando ya se preparaba para ser hombre un ejemplar de la versión “más o menos infantil” de la obra cumbre de Dumas. Pero confesaba que su enganche con la literatura se lo produjo otro libro de espadachines, "Le Capitaine Fracasse" (El Capitán Estruendo) de Théophile Gautier. Como las aventuras de los Mosqueteros, las de ese singular capitán sin estrellas fueron llevadas al cine. Lo que no sé es si mi amigo desaparecido para siempre el nueve de febrero de 2010 en una tumba del cementerio de La Habana llegó a ver a Jean Marais encarnando al Capitaine Fracasse en versión de Pierre Gaspard-Huit, afamado director francés que le dio el protagonismo femenino a la dulce Genevieve Grad. Desde el maldito techo se acaban de desprender algunos recuerdos en formas de páginas de Cuba, S.A, libro del Mosquetero Chango:
"Vivo como residente temporal en La Habana desde 1963, lo cual debe hacerme el decano de los residentes temporales de cualquier país en cualquier época. Conozco casi todos los rincones de este archipiélago cubano de casi 111.000 kilómetros cuadrados poblados por casi 11 millones de habitantes criados durante siglos bajo una espontánea cultura de la supervivencia. “Lo que hay que hacer es no morirse”, recomienda el hombre de la calle a cualquier ajeno que le despierte empatía. Esa filosofía de pervivir, de vivir y dejar vivir, de morir sólo cuando no hay remedio, cuajó a través de dos siglos de frustraciones morales, espirituales, políticas. Hoy es la base de una sociedad anónima, desconocida, percibida a través de estereotipos".
(...)
"Decano de los corresponsales extranjeros en Cuba, en 1959 integré el equipo fundador de Prensa Latina -la agencia noticiosa cubana dirigida por el periodista Jorge Ricardo Masetti, quien años después bajo el "nom de guerre" de Comandante Segundo se perdió para siempre en los montes al noroeste de Argentina tratando de establecer una base de operaciones para la proyectada guerrilla de nuestro mutuo compatriota Ernesto Che Guevara, cuyo objetivo real no era Bolivia".
(…)
"Al llegar a La Habana en 1963 me echaron de Prensa Latina y me depositaron en la emisora estatal de onda corta, Radio Habana Cuba. Otra patada en el trasero me posó en el Noticiero Nacional de Televisión, donde recibí una tercera: me declararon excedente y me mandaron a hacer cola en la bolsa laboral del Ministerio de Trabajo. Allí la oferta fue pasar un curso de obrero montador industrial en la provincia de Cienfuegos, al centro de la isla.
En fin, estaba en la calle. Pero pude seguir comiendo todos los días: por una paternalista disposición revolucionaria todos los desocupados seguían cobrando sus salarios y además la nueva revista Cuba, que pagaba muy bien, me aceptó colaboraciones regularmente. Al poco tiempo la oficina local de la Agence France-Presse en La Habana me contrató y pasé veintisiete años trabajando allí como Adjunto a la Dirección".
(…)
"En la credencial que oficialmente acredita a los corresponsales extranjeros puede leerse: “El portador ha cumplido los requisitos legales establecidos para realizar su trabajo periodístico en Cuba. Solicitamos a las autoridades competentes brinden su cooperación para el desarrollo de su labor”. Pero a continuación también se lee una advertencia: “El portador no ha sido autorizado para la realización de trabajos periodísticos en aquellas áreas que requieren permisos especiales".
Ay, Richelieu, qué malísimo eres…
(*): Sergio Berrocal es periodista y crítico de cine. Su último libro, recién publicado, se titula "Calle Falange Española"
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