Nuevos vampiros causan estragos en los cines cubanos
- por © Frank Padrón (Cuba)-NOTICINE.com
15-X-03
Cuando Juan Padrón, el gran realizador cubano de dibujos animados, lanzó en los 80 su largo "Vampiros en la Habana", generó una simpatía y una expectativa que no han cesado hasta hoy. Incluso, la popularidad de que goza su gran contribución al género, "Elpidio Valdés", no ha podido eclipsar la que los murciélagos neutralizados con una rara bebida, el "vampisol", sembraron en un público mayoritario, no sólo infantil.
Como una gran fiesta de fin de verano se anunció (y resultó) el estreno de la secuela, "Más vampiros en la Habana" (2003) -ahora en exhibición generalizada en las salas cubanas y pronto en las españolas (es una coproducción)-, con la peculiaridad, el atractivo adicional de constituir el primer largo animado en formato digital que se hace en la isla.
Esta vez la acción se retrotrae, de la Seudorrepública (en que se enmarcaba la primera) a la Segunda Guerra Mundial; está de nuevo Pepe, el trompetista que no acaba de asumir su condición vampiresca, y su pequeño hijo, que ha heredado el gusto y los hábitos de los voladores chupasangre; el famoso “vampisol” es sustituído por la “vampiyaba” (aquel mezclado con guayaba), fórmula que persiguen tanto Hitler y Mussolini, como Nikita Krushov y Batista.
Padrón declaró en una reciente entrevista que situar la cinta en los 40 era ideal “por ser la época perfecta para narrar una historia plagada de matices gangsteriles, cuando el caos y la corrupción dominaban la Isla”. Hay que reconocer que, en términos generales, lo consigue: La cinta respira una ambientación noir irreprochable, que tiene en la música de Rembert Egües (el cual ha cargado la mano, saludablemente, en la rumba, el son y el bolero cubanos, para una original adaptación del cine de género a las peculiaridades nacionales), una apoyatura excelente.
El dibujante afila su puntería como animador: las figuras exhiben rasgos peculiares, y aquellos donde predomina el grotesco y la caricatura (los fascistas, los soviéticos, el chino y claro, los cubanos en primer término) merecen elogio, así como la movilidad y el dinamismo que adquieren los desplazamientos.
Por otra parte, la historia respira criollismo, el lenguaje asimila y proyecta los giros coloquiales propios de nuestra idiosincracia, y hay momentos de chispeante comicidad; lástima que la fluidez y el ritmo de la historia no se mantengan durante la casi hora y media que dura el metraje: hacia la mitad la misma se complica gratuitamente, se hace un tanto cargante y sólo en los minutos finales recupera la lozanía y la fuerza que exhibió en sus inicios.
De cualquier manera, estos nuevos vampiros, limitaciones a un lado, aportan otro paso de avance en el consolidado rumbo del dibujo animado en Cuba, y esto, no hay que hay que dudarlo, es siempre motivo de regocijo.
Cuando Juan Padrón, el gran realizador cubano de dibujos animados, lanzó en los 80 su largo "Vampiros en la Habana", generó una simpatía y una expectativa que no han cesado hasta hoy. Incluso, la popularidad de que goza su gran contribución al género, "Elpidio Valdés", no ha podido eclipsar la que los murciélagos neutralizados con una rara bebida, el "vampisol", sembraron en un público mayoritario, no sólo infantil.
Como una gran fiesta de fin de verano se anunció (y resultó) el estreno de la secuela, "Más vampiros en la Habana" (2003) -ahora en exhibición generalizada en las salas cubanas y pronto en las españolas (es una coproducción)-, con la peculiaridad, el atractivo adicional de constituir el primer largo animado en formato digital que se hace en la isla.
Esta vez la acción se retrotrae, de la Seudorrepública (en que se enmarcaba la primera) a la Segunda Guerra Mundial; está de nuevo Pepe, el trompetista que no acaba de asumir su condición vampiresca, y su pequeño hijo, que ha heredado el gusto y los hábitos de los voladores chupasangre; el famoso “vampisol” es sustituído por la “vampiyaba” (aquel mezclado con guayaba), fórmula que persiguen tanto Hitler y Mussolini, como Nikita Krushov y Batista.
Padrón declaró en una reciente entrevista que situar la cinta en los 40 era ideal “por ser la época perfecta para narrar una historia plagada de matices gangsteriles, cuando el caos y la corrupción dominaban la Isla”. Hay que reconocer que, en términos generales, lo consigue: La cinta respira una ambientación noir irreprochable, que tiene en la música de Rembert Egües (el cual ha cargado la mano, saludablemente, en la rumba, el son y el bolero cubanos, para una original adaptación del cine de género a las peculiaridades nacionales), una apoyatura excelente.
El dibujante afila su puntería como animador: las figuras exhiben rasgos peculiares, y aquellos donde predomina el grotesco y la caricatura (los fascistas, los soviéticos, el chino y claro, los cubanos en primer término) merecen elogio, así como la movilidad y el dinamismo que adquieren los desplazamientos.
Por otra parte, la historia respira criollismo, el lenguaje asimila y proyecta los giros coloquiales propios de nuestra idiosincracia, y hay momentos de chispeante comicidad; lástima que la fluidez y el ritmo de la historia no se mantengan durante la casi hora y media que dura el metraje: hacia la mitad la misma se complica gratuitamente, se hace un tanto cargante y sólo en los minutos finales recupera la lozanía y la fuerza que exhibió en sus inicios.
De cualquier manera, estos nuevos vampiros, limitaciones a un lado, aportan otro paso de avance en el consolidado rumbo del dibujo animado en Cuba, y esto, no hay que hay que dudarlo, es siempre motivo de regocijo.