Colaboración: La viuda virgen

por © NOTICINE.com
Maureen O’Hara en 'El hombre tranquilo'
Por Sergio Berrocal *

Iban desarrapados pero con uniformes verdosos como el moho que olían a muerte. En las manos, herramientas de matar. Venían de más allá del mar, de África. Se les notaba que eran matadores sin alma. Lo mismo les hubiese dado sacrificar un carnero que una persona. Lo llevaban escrito en sus rostros satisfechos de vulgaridad. En una de las calles que subía a la parroquia de Archidona vieron a un matrimonio que salía de su casa. La mujer se había adelantado. En vano. La bala del primer tirador la clavó en la acera. El marido no tuvo tiempo de decir nada. Lo sentaron en el escalón de su casa de un tiro que le atravesó el sombrero.

No era ninguna escena truculenta de Quentin Tarantino.

Era peor. La realidad. Ocurría en 1936, al comienzo de la Guerra Civil española. En Archidona, provincia de Málaga la playera.

Durante tres años se vivió horror en primer grado. No se necesitaba que un John Travolta cargado de kilos de más bailase un perezoso twist con Maria de Medeiros para desencadenar una escabechina.

El absurdo no lo inventó Tarantino. Fue probablemente Kafka pero en la guerra española adquirió cumbres borrascosas de cualquier cine de barrio.

Es también un lindo cuento de Navidad con final tan infeliz como los que le gustaban a aquel siniestro personaje creado por Charles Dickens.

Isabel, Isabelita la llamaban todos, era una hembra morena o rubia, según las circunstancias, de impresionante envergadura, con piernas largas al infinito, un cuerpo que por entonces sólo se veían en las películas y un rostro que cualquier productor de Hollywood hubiese contratado.

Una mujer bella, de puro cine de cualquier época, con una elegancia más que natural, y una sonrisa que podía engañar a quienes no la conocían.

Porque bajo su apariencia de guapa de “Primer Plano”, Isabelita era una mujer de armas tomar, que no se casaba con cualquiera. Y esto del casamiento ya es otra historia de otro costal, como verán más adelante.

Era Isabel la mujer de la que no tienes más remedio que enamorarte.

Isabel y su novio, Manolito, no corrieron la mala suerte que reservaban aquellos matadores importados de África por el General Franco para exterminar mejor con sus compatriotas del otro bando.

Pero sí vivieron una tragedia que atragantó sus vidas hasta la última cena, de la que ya Judas se había marchado para vender a Jesús.

Malos tiempos corrían en Archidona para jugar a Romeo y Julieta y ella lo comprendió la primera vez que la interrogaron sobre el paradero del izquierdista maldito que tenía por novio.

Porque además de ser el bellezón que un hombre no olvidará nunca jamás si la ha visto aunque sólo haya sido de rebote, aunque sea de lejos y con prismáticos no adaptados, ella sabía pensar, era una combatiente.

Y a los militares, nunca les ha gustado que la gente piense.

Aquellos malditos mastuerzos quisieron hacerle la vida imposible pero ella, con el genio de  la Vivien Leigh furiosa en “Lo que el viento se llevó” o el de una Maureen O’Hara decidida en “El hombre tranquilo”  creyó que podría con todos.

Hasta que Manolito se dio cuenta de que tenía que renunciar a su amor y poner mucha tierra por medio si no quería que lo acogotasen para siempre jamás.

Llegó a Francia, donde al cabo de un tiempo, el tiempo de la renuncia, el tiempo que no queda, se le presentó otra vida.

Entonces, los novios de Archidona intentaron casarse por poderes. Pero, fatalidad de la puñetera vida que siempre tiene una as en la manga, las fronteras entre España y Francia acababan de cerrarse a causa de la asquerosa guerra.

Entonces, vuelve a haber un entonces, nunca faltan en la mala uva que tiene a ratos la vida, Isabelita decidió huir de los vengativos militares franquistas de Archidona y marcharse a Ceuta, donde un coronel, hombre de Franco, bellezas de la vida, le permitió refugiarse.

El coronel también sabía de amores.

Y pasó el tiempo con la borrachera de las atrocidades de la guerra y las no menos atroces resacas de sangre de la paz y otros ajustes de cuentas.

Ante el silencio del novio huido, Isabelita, desesperada y con ganas de vivir aunque siempre fuera morir un rato en la cuneta que lleva al purgatorio de todos los pecados no cometidos, se marchó a Argentina.

Allí, probablemente por que estaba muy asqueada de la vida,  se casó con un argentino y al cabo de un tiempo enviudó una vez más.

Un día, en nuestra casa de París recibimos la visita de un señor ya envejecido pero que quería vivir como uno quiere vivir cuando sabe que ya se ha acabado la gasolina.

Nos dijo que era Manolito, el antiguo alcalde de Archidona, el novio de Isabelita.

Pasó una tarde contándonos su larga historia.

En Francia, nada más escapar a las balas que le perseguían, conoció a otra mujer y rehizo su vida, como dicen en el lenguaje pijo de la crónica social

Pero él decía, con la desesperación de la culpa reflejada en los labios rotos de pensar: “Yo seguía queriendo a Isabelita. Durante más de un año le escribí todos los días. Cuando al cabo de ese tiempo vi que no me contestaba comprendí que yo ya no formaba parte de su vida”.

Aquella tarde de otoño parisiense, cuando los árboles desnudos te enseñan el verdadero sentido de la vida, de una vida que no tiene el menor sentido, a Manolito se le escapó el secreto final, el que acabaría de hundirlo en la nada.

Un día, aunque probablemente fue una noche de insomnio, o una tarde de borrachera seca, la peor de las peores, descubrió que el silencio de Isabel tenía una razón de peso. Nunca le habían llegado sus cartas.

Las puñeteras cartas de todo un año, donde con la paciencia de un monje tibetano enfrentado a las balas chinas, de esas que cuando te ejecutan tiene que pagar tu familia,  renovaba a Isabelita su promesa de amor eterno.

La esposa francesa, o lo que fuese, se había encargado de que las cartas no vieran el sello del viaje y durante esos 365 días y algunas noches más las tuvo escondidas en una caja de zapatos.

La bella Isabel murió hace unos años en Archidona.

Nadie sabe si perdonó a Manolito, el alcalde socialista enamorado de la más bella.

La muerte la sorprendió medio ciega pero la vejez no había podido con su belleza. Todavía enamoraba. Pero estaba sola.

En cuanto a Manolito…

Quizá a estas horas de este lunes con nubes y muchos grados de calor navideño, esté en otro cacho de eternidad.

(*): Sergio Berrocal es periodista y crítico de cine. Su último libro se titula "Calle Falange Española"