Colaboración: La Habana, festival en sueños

por © NOTICINE.com
Julia Roberts aún no pisó el Hotel Nacional
Por Sergio Berrocal

Una de las primeras cosas que me enseñaron en el oficio de ver y contar es "no amarás a tus personajes". Un republicano español, perdedor de la guerra civil que tuvo como escenario España de 1936 a 1939 y el único judío que he conocido con pasaporte monegasco, mis dos padrinos en el semanario Cosmópolis de Tánger, me explicaron con la paciencia de la sabiduría que no se puede apreciar o intimar con alguien de quien uno va a escribir para mal o para bien. Esta regla acabo de romperla por vez primera.

Esta tarde no estaba Armando Manzanero, no llovía y ella estaba allí. Nos sentamos en una mesa del parque Coppelia, provincia de La Habana. Ella, Julia Roberts, pidió un helado de chocolate.

Yo preferí otro de fresa y le conté la aventura de estas dos delicias en la historia del cine cubano y del cine mundial. Me sonrió con la misma tristeza que luce Mona Lisa desde siglos atrás en su marco blindado del museo del Louvre de París.

Mientras en esta edición especial mía de Festival de Cine de La Habana el bullicio correteaba desde el cine Yara al Chaplin en la algarabía de siempre, comprendí el por qué de su sonrisa triste, tan lejos de la radiante de "Pretty Woman" que embobó a media humanidad y enamoró al resto.

Están ocurriendo demasiadas cosas. Ya no es solo Irak o Afganistán. El mundo está en medio de las llamas de la incertidumbre que apunta a una pobreza progresiva por mor de la mala economía. Africa se consume de enfermedad, hambre y terror ejercido por una pandilla de militares que quieren el poder, antesala de la riqueza.

Ella seguía sonriendo tristemente ajena a mis pensamientos.

De pronto, en un rincón de matorrales se enciende un foco.

Humphrey Bogart, con cigarrillo y gabardina de Casablanca, le pega una bronca a un pianista negro que toca una melodía que todos hemos tarareado alguna vez.

A pocos metros, en una mesa de mantel tan blanco como los dientes del músico, Ingrid Bergman también exhibe la sonrisa de lo irremediable. La música se ha interrumpido. De un gesto brusco, Bogart ha cerrado el piano.

El pianista se levanta despavorido. El cigarrillo maloliente apunta hacia una sorprendida Ingrid Bergman que ha dejado de sonreír.

El malo de la película, el jefe de la policía secreta nazi, está sentado frente a ella. Le enseña los dientes con el desparpajo del triunfador. Las manos de los dos se juntan sobre el mantel. Ingrid Bergman sonríe con más alegría que antes. Bogart suelta un exabrupto, tira el cigarrillo, lo aplasta con rabia  y se marcha.

El bullicio festivalero regresa a nuestra mesa. Julia se ha marchado. La llaman para terminar el rodaje de algo que se llama "La sonrisa de Mona Lisa".

Me he quedado solo. Una muchacha delgada, con pelo largo y negro, blusa blanca y falda gris se me acerca con unos ojos que enamoran.

Se sienta.

No la dejo que hable. Le cuento que estoy enamorado de ella desde que la vi en una película. Sigue sonriendo con sus enormes paletones.

Agradece la muchacha y se levanta.

En la acera se ha parado una Vespa de un modelo que yo creía perdida en los años cincuenta.

Gregory Peck la llama. Audrey Hepburn me da la mano y se va a sus vacaciones romanas.

Desde un altavoz me cuentan: "Ansiedad es tenerte en mis brazos…"

Una muchacha vestida a la usanza musulmana sale de un callejón de los milagros del egipcio Naguib Mahfuz.

Melina Mercouri acapara el foco abandonado por Bogart y habla del Pireo pero nadie parece oírla más que yo. Su voz ronca está ya a punto de acabarse.

El parque se ha transformado en una habitación blanca de un hospital  sin nombre.

Un médico, que fuma un enorme puro y apesta a alcohol, se acerca a mi cama:

- No se preocupe ya está usted mejor. Ha sufrido una crisis etílica. Salvo que en lugar de ver elefantes, serpientes y ratas como a mí me ocurría usted hablaba con estrellas de cine.

De debajo de la cama saco una botella de güisqui. El truco me lo enseñó Errol Flynn una vez que le internaron en un hospital de Tánger y quisieron tenerlo veinte días a palo seco porque contrajo una  infección de caballo al arrearle un puñetazo a un desconocido que invadió a su yate.

Por la ventana veo la piscina. El cielo se ha iluminado. Con su eterna sonrisa de anuncio para dentífrico de los años cincuenta, Esther William me saluda y se lanza al agua seguida por un ramillete de muchachas de bellas piernas y castos trajes de baño.

En un rincón del jardín, el catalán Xavier Cugat no deja que su chihuahua preferido le impida lanzar los primeros acordes de un concierto que acompaña a las nadadoras.

Chango, un viejo amigo y periodista habanero que a mí siempre me ha parecido una mezcla de Jack Palance y Richard Widmark me despierta.

- Ya te dije que tuvieses cuidado con el ron cubano…

En la bahía de Tánger, el yate de Errol Flynn sigue anclado. Debajo del palo mayor, su esposa, Patricia Wymore, espera fumando con los ojos ahumados por unas gafas espesas.

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