Cuba y Estados Unidos: ¿Un nuevo camino con el cine por medio? (Parte II)

por © NOTICINE.com
El Teatro Karl Marx
Por Sergio Berrocal *

A todas luces, están lejos los tiempos en que el ICAIC servía para esa finalidad. El artífice de ese vaivén es para muchos Alfredo Guevara, a quien otros atribuyen el hecho de que con los años el ICAIC se haya convertido en una fortaleza en la que un montón de intelectuales, desde los más viejos, como él, a los más jóvenes como Tabío—coautor de "Fresa y chocolate"—se opongan a la eterna guardia staliniana... con el apoyo de Fidel Castro, musitan algunos personajes muy enterados. Esto es al menos lo que asegura el propio amigo de siempre, de los momentos más difíciles.

En su dorada madriguera de la suite del Nacional, Guevara asegura a un enviado especial "centroeuropeo": "Fidel sabía todo lo que era esa película ("Fresa y chocolate") por mí".Y enigmáticamente agrega: "Yo siempre cumplo con mi obligación de decir todo lo que yo creo".

Un lenguaje que muy pocas personas se atreverían a utilizar en la Isla, incluso estando a la diestra del padre. En un medio periodístico cubano, el discurso de Guevara en el cine Carlos Marx fue referido de muy distinta manera pero perfectamente guiada: "Su mensaje resultó más sutil al indicar entre líneas que no se producirán retrocesos en la apertura a la creación artística..."

Pero ya antes de que "Fresa y chocolate" se convirtiese en fenómeno de sociedad—esos dos tipos de helado llegaron a formar un símbolo y pasaron a integrarse en el lenguaje corriente en Cuba como exponente de todo—Alfredo Guevara había dado algunos martillazos.

Hay que decir que sus confidencias sobre la película hechas en la suite no fueron jamás publicadas en la prensa cubana. Es más, el diario Granma, órgano del Partido Comunista, había comentado que los realizadores del filme "no han tratado de hacer daño en irresponsable apedreo, sino como eficaz método para tratar de superar y ser mejores".

Por cierto que el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de 1993, escenario del triunfo de esa película, permitió a los participantes extranjeros en el mismo comprobar algunos cambios. Para quienes no habían pisado las calles de La Habana desde cuatro años atrás había cosas que reseñar.

Era entonces cuando, en plena crisis energética, se aseguraba que por las calles de La Habana circulaban a diario medio millón de ciclistas. Quizá la cifra correspondiese a la verdad en lo absoluto, pero aunque es cierto que atravesar una calle era un peligro por la inexperiencia de los cubanos a la hora de jugar al Anquetil urbano, el tráfico estaba igualmente plagado de los eternos autos antiguos norteamericanos, Ladas y, divina sorpresa, de taxis que habían reformado su flotilla con lo más florido de la industria automotriz de Japón. Los viejos Ladas venidos del Este quedaban arrinconados para ofrecer sitio a los Mitsubishi, Honda, Mazda y otras joyas de la técnica nipona.

Por aquel mes de diciembre, el uso y abuso del dólar, oficialmente avalado por el Gobierno, formaba por todas partes la barrera del poder. Desde una Coca-Cola a un taxi pasando por un almuerzo o una simple revista, todo se pagaba con moneda llegada de los Estados Unidos de América. A nadie se le hubiese ocurrido presentarse con pesos en uno de los más elegantes restaurantes chinos de La Habana, más apreciado por su situación geográfica, envuelto en lo que fuera domicilio de un rico dentista que huyó a Estados Unidos y dejó su casa tipo Art Déco para que finalmente sirviese para el consumo de platos orientales.

Antes de que se cumpliese el 36 cumpleaños de la Revolución cubana (el primero de de enero de 1994) , el régimen había comenzado a abrirse al capitalismo salvaje, después de que el propio Fidel Castro llegase a la conclusión de que la economía del dólar era imparable. Esa constatación ya la habían hecho mucho antes los propios cubanos, que veían con envidia legítima cómo los extranjeros residentes en Cuba—en general diplomáticos y corresponsales de prensa—podían acceder con sus dólares a las tiendas reservadas para los posesores del billete verde. Por lo tanto, reconocer a todo el mundo el derecho a manejar el dólar era puro realismo, y no precisamente socialista.

Tener dólares ya no era entonces un delito con lo que sólo restaba procurárselos para tener acceso a cosas hasta entonces desconocidas. Estimaciones oficiales decían por entonces que sólo 21 por ciento de los cubanos tenía acceso a esa divisa, ya fuese porque recibían giros de sus familiares en Estados Unidos o porque trabajaban para una empresa extranjera, que les pagaba una parte del sueldo en dólares. Otros "privilegiados": los taxistas, camareros, camareras y otros empleados de los grandes hoteles en contacto con una clientela cuyas propinas se expresaban en dólares.

Entre agosto y septiembre de 1994, la huída de Cuba de más de 32.000 balseros en las embarcaciones más extrañas, al lado de las cuales parecen embarcaciones lujosas las pateras de los marroquíes que atraviesan el estrecho de Gibraltar para buscar trabajo en España, iba a confirmar la perduración de una crisis político-económica que al cabo de treinta y cinco años se hacía inaguantable para muchos. La aventura múltiple de los balseros recordaba indiscutiblemente a las ansias de libertad expresadas por el homosexual de "Fresa y chocolate".

Meses después de que el último de los balseros se hiciera a la mar desde una playa cubana, las calles de La Habana seguían mostrando el "cambio" que mal que bien iba operándose en las costumbres económicas. Por primera vez se abrían comercios privados, bares pobres pero sin colas donde había que pagar con dólares, mercadillos donde cada cual vendía lo que podía o más bien lo que tenía: desde una edición ya rara del Diario del Che Guevara hasta sillas de fabricación más que artesanal, casera.

Muchos observadores consideran que una parte del ICAIC (Instituto de Cine cubano) ha sido un refugio para un grupo de intelectuales cubanos -cineastas, guionistas—que en un momento dado de la Revolución consideraron que había que tomar otros derroteros y cambiar las reglas de juego de la estricta obediencia marxista.

Una de esas cabezas visibles era ya en 1987 Pastor Vega, autor de algunas de las películas que internacionalmente dieron mayor relieve a Cuba. Dos de sus realizaciones de más impacto internacional son "Retrato de Teresa" y "Habanera". Y sobre todo, y para muchos, "Viva la república". Uno de los periodistas extranjeros que mejor conoce Cuba afirma que esta cinta "fue una de las cinco o seis cosas que me ayudaron a entender este país".

En ese entonces, cuando todavía Cuba no había abordado los momentos más difíciles de su historia, con el llamado "período especial", que tras el abandono de la ayuda por parte de la Unión Soviética y la posterior desaparición del mundo comunista, se traduciría por una economía destrozada y las peores dificultades que conocieron los cubanos desde el comienzo de la Revolución, Pastor Vega empleaba una fórmula que luego daría que hablar: la "diplomacia del cine".

Por sus contactos a nivel internacional y amistades tejidas en el mundo entero a través de ese lenguaje esperantista que es el cine, los cineastas estaban llamados a llenar el hueco dejado por la diplomacia desde el endurecimiento de la política de Estados Unidos hacia Cuba.

El Festival Internacional del Nuevo Cine latinoamericano, nacido en 1979, se ha convertido en la cita anual de los realizadores de América Latina que todos los años tienen así la sola posibilidad de dar un vistazo exhaustivo a la cinematografía de todo el continente y de tomar contactos entre ellos y también con personalidades del cine europeo.

Incluso en los momentos de más bronca entre Washington y La Habana casi siempre ha habido por lo menos un representante del cine norteamericano en ese festival. De forma imperceptible y totalmente cubierta por cientos de películas, de los contactos puramente profesionales pronto se pasaría a otra etapa, la de la diplomacia del cine. Esa tradición no se ha perdido y seguía patente en los años dos mil . Ese paso tan importante quizá se dio en un momento sin que los protagonistas exteriores se percatasen de lo que estaba ocurriendo. Luego... El fondo de esta historia nadie lo ha escrito y probablemente nadie lo escribirá nunca. Los caminos de la diplomacia son impenetrables.  Pero en en marzo de 1987, Pastor Vega no lo negaba ni mucho menos. Durante un viaje a París me confesaría: "... Mi experiencia personal es que hay un grupo bastante grande de cineastas norteamericanos muy progresistas y que ayudan mucho a resolver los malentendidos que hay en las relaciones políticas (con Cuba)".

Y contó algo que aunque en aquel momento parecía puro delirio de intelectual izquierdista  pero que llegó a realizarse: "Gregory Peck (durante su visita al Festival de La Habana) quedó muy impresionado con el cine cubano y como está muy ligado con la Academia de Hollywood dijo que teníamos que competir para el Oscar (a la mejor película extranjera). Hizo las gestiones con Robert Wise y ya nos escribió diciendo que el año próximo tiene que haber una película cubana en ese concurso..."

Unos años después, "Fresa y chocolate" era seleccionada para disputar el Oscar. Era la primera vez que tamaña aventura ocurría con una cinta cubana.    

Probablemente todo empezara cuando personalidades del otro lado del mar como Gregory Peck, Sydney Pollack, Francis Ford Coppola y Robert de Niro estuvieron en Cuba y comprobaron, según declararían ellos mismos a la prensa internacional, que en ese país no todo era como se lo habían pintado en Estados Unidos.

De esas visitas, las más impactantes fueron la de Jack Lemmon (en tiempos del presidente Ronald Reagan) y la de Arnold Schwarzeneger (1993, siendo presidente Bill Clinton).

La visita de Jack Lemmon, enviado extraoficial del conservadorísimo presidente norteamericano para que le diese cuenta de sus impresiones en la patria de Fidel Castro, fue una de las más emotivas. En compañía de su esposa, el gran astro compartió durante unos días la vida de los festivaleros, alojándose en el Hotel Capri, en otros tiempos, ya lejanos, bastión de la Mafia norteamericana que en la época de Fulgencio Batista.

Los mafiosos trajeron con ellos los casinos y el Salón Rojo del Hotel Capri, hoy cita de bailoteo, fue durante mucho tiempo una floreciente sala de juego cuyos enseres requisó precisamente el ICAIC para el rodaje de películas.

Era la época de los suntuosos automóviles norteamericanos, que con la Revolución y el embargo norteamericano terminarían su carrera en piezas de museo que todavía circulan alegremente por La Habana y otras ciudades cubanas.

Con las lágrimas que dejaba correr por sus mejillas sin alboroto de falsa vergüenza, Jack Lemon recibió en el imponente Teatro Carlos Marx habanero uno de los más cálidos homenajes de su vida. En la pantalla acababa de proyectarse uno de sus grandes momentos cinematográficos, "Missing", y al volver a encenderse las luces apareció como perdido debajo de la tela blanca. Con los ojos chorreando el entrañable intérprete de tantos grandes momentos apenas alcanzaba a agradecer los aplausos largos y cariñosos.

Antes de marcharse de regreso a los Estados Unidos pasaría una noche charlando con Fidel Castro al que—luego se sabría—contaba chistes sobre uno de sus grandes amigos, el presidente Ronald Reagan.

(*): Texto extraído del libro del crítico y periodista Sergio Berrocal "Cuba, Revolución y dólares". Esta es la segunda parte de tres. La tercera se publicará este sábado.

Lea aquí la primera parte.


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