Colaboración: Cuando Ulises no mordió al tiburón

por © NOTICINE.com
Ernest Hemingway en La Habana, con un daikiri
Por Sergio Berrocal

Era la primera vez que aquel exiliado del periodismo salía del pueblo mediterráneo que él mismo se había asignado como varadero, porque, decía, le gustaba pensar que al otro lado del mar estaba su querida África. Una facultad de Periodismo de la capital de la región que había sido reino de los árabes durante siete siglos le había invitado a dar una serie de cursos. Los pretenciosos maestros del saber que vivían acurrucados en aquel edificio, le contrataron porque el viejo parecía inofensivo. Seguro que no va a revolucionar la universidad, chistearon en medio de carcajadas alcoholizadas.

Ignoraban que el invitado llegaba cargado de la gloria de la profesión más bella del mundo, lo fue al menos hasta el año 2000, y que si había aceptado era porque tenía ganas de ver y charlar con gente joven.

En el poco tiempo que llevaba en la playa estaba ya asqueado de aquellos europeos del norte, en su mayoría mal trajeados en sus cuerpos y en sus mentes, que se embobaban con el sol y el alcohol en todas sus variedades, porque era barato.

El viejo volvía a tomar contacto con gente de su especie, con la íntima y secreta ambición de encontrar alumnos inteligente, caras bonitas, que le hicieran olvidar la vejez.

El aula blanca y soleada tenía treinta alumnos del último curso.

Como si el periodismo, como si escribir, pudiesen aprenderse en un aula y al mando de profesores agriados en su mayoría y muchos de ellos ausentes del periodismo desde siempre. Otros jamás habían pisado una Redacción, donde se grita, se patalea o se reza por una noticia.

Desde su mesa, el viejo periodista podía avistar por los ventanales un mar azul celoso del sol que le hacía guiños. Se acordó de otro mar, de otra playa, allá en el Caribe, cuando todavía sus patrones consideraban que era rentable.
Se volvió hacia sus alumnos que le miraban con la curiosidad que todavía tienen algunos jóvenes, poquísimos, que sueñan con el periodismo de otros tiempos sin saber que la grandeza de este oficio se acabo en Europa hace ya años.

Sacó un libro de su cartera Hermès, regalo de una bonita mujer que había perdido, como tantas otras cosas, en París.
Y empezó a leer: “El viejo había visto muchos peces grandes. Había visto muchos que pesaban más de mil libras y había cogido dos de aquel tamaño en su vida, pero nunca solo. Ahora, solo, y fuera de la vista de la tierra, estaba sujeto al pez más grande que había visto jamás, más grande que cuantos conocía de oídas, y su mano izquierda estaba todavía tan rígida como las garras convulsas de un águila”.

Al terminar esta rápida lectura el silencio era tan impresionante, es la estupidez que suele decirse, como ruidosa la cafetería cercana de donde llegaban los ecos de las tazas que se entrechocaban ya vacías y que yacían junto a restos de bocadillos.

Para no poner a los estudiantes en un apuro aclaró rápidamente que era un párrafo de “El viejo y el mar”, probablemente el centenar de páginas más brillante de Ernesto Hemingway.

Muchos agradecieron la aclaración con la media sonrisa que uno pone cuando sale de un aprieto. Quizá les diese hasta ganas de leer el libro y al menos más de uno sabía ahora que Hemingway no es sólo el nombre de una actriz (la nieta del escritor).

Ninguno se atrevió a decir que había visto una adaptación o algo parecido en el cine.

Soltó el libro y aclaró: Para mí, el enorme pez que consigue agarrar el viejo de la playa de Cojímar, muy cerquita de La Habana, que es donde se sitúa la acción de la novela, es la esperanza que todos llevamos dentro. Y me atrevería casi a afirmar que podría ser también esa ilusión que nace en todo periodista el día que publica su primer artículo. Es el rey del mundo. Nada le resiste. El infinito es suyo. Ha capturado al tiburón, al que tal vez incluso podrían atribuírsele influencias freudianas. Y va cantando victoria a medida que se acerca a la playa del triunfo, donde por fin podrá demostrar al mundo su valía. El triunfo de la tenacidad, también el de la temeridad, el del sustento ganado honradamente, con su inteligencia y su tesón. Pero cuando por fin, la barca se arrastra en la arena, el tiburón por el que tanto había luchado no era más que un despojo, un largo espinazo sin carne y sin vida. Una vez más, el viejo pescador había perdido. Y se fue a dormir.

No sé ni nunca se lo oí decir si al escribir esa maravillosa aventura que finalmente le valdría el Premio Nobel, Ernesto Hemingway se acordaba de sus muchas luchas con tantos peces en su vida de periodista, desde que empezó en Kansas City hasta cuando cualquier publicación se peleaba por obtener hasta sus más lejanos desvaríos. Ignoro de veras si se daba cuenta de que el tiburón fue el mismo que él había pescado tantas veces y tantas veces se comieron otros depredadores.

Cuando uno se pega un tiro de desesperación, por mucho que las tesis oficiales hablen de desarreglos mentales, que es más bonito que decir locura, no se hace sencillamente porque “llegó a la conclusión de que ya nunca podría seguir escribiendo”. Es demasiado simple. Un tiro en la cabeza, que es la muerte instantánea cuando se toma la precaución como él lo hizo de escoger el arma más mortífera de su colección, requiere mucha motivación. Hay que estar cansado de llevar a la orilla tiburones destrozados por los colmillos de sus congéneres.

Esa lucha en alta mar y ese triste viaje de regreso a la playa que tanto se asemeja a un funeral de tercera clase, es lo que les espera a todos ustedes, aprendices de periodistas. Pero es posible que un día enganchen al tiburón y hasta consigan llevarlo intacto a la playa. Aunque si no lo consiguen no se aflijan demasiado. Lo habrán intentado ejerciendo el más bello oficio del mundo.

El sol regaba el silencio sepulcral. Al cabo de unos minutos, una muchacha de la primera fila que había estado tomando notas como si en ello le fuera la vida levantó su bonita cabeza de pelo corto y azabache y clavando unos ojazos verdes como el trigo verde en los ya mustios y siempre tristones del viejo periodista le espetó: “Profesor, en su larga carrera, ¿usted ha pescado algún tiburón?”.

Rostros y hechos, tragedias y alegrías empezaron a darse porrazos en su cabeza como si hubiesen sido pajarillos alocados por el fuego del recuerdo. París, Bogotá, Cartagena de Indias, México, La Habana, Madrid, se empeñaron en transmitirle algunos de esos momentos que todo periodista vive, escribe y aterriza fugazmente en las páginas de un periódico que termina sirviendo para envolver cualquier objeto.

“Sí, alguna vez he llegado a morder a un tiburón. Pero cuando lo he sacado a tierra siempre se los habían comido otros peces”.

El timbre del fin de la clase sonó estridentemente. La mayoría de los alumnos recogieron sus cosas y con un pequeño saludo casi avergonzado salieron corriendo hacia la cafetería.

El viejo recogió su libro y lo metió en la carpeta.

En la primera fila, los ojazos verdes de la morena seguían mirándolo con algo más que simpatía.

Sigue nuestras últimas noticias por TWITTER.