Colaboración: Señora, tóqueme otro bolero

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El hotel Habana Libre
Por Sergio Berrocal

En diciembre de 2011, sorprendí a una concertista talentosa y distinguida que a la entrada del salón de desayunos del Hotel Habana Libre regalaba a los indiferentes y hambrientos turistas una serie de melodías que acompañaba en su piano de cola con una sonrisa que no se le caía de la cara. Yo, subproducto de una sociedad del primer mundo lleno de tropelías bancarias, miseria escondida y rostros adustos que casi nunca soltaban la risa liberadora, quedé muy impresionado.

Faltaba poco, sin que lo supiéramos entonces, para que La Habana y Washington firmaran una paz de bravos después de medio siglo de alevosa y siniestro control que ahogaba a la Isla.

Es posible que los cubanos estén viviendo ya en el umbral de una nueva era Estados Unidos-Cuba.

Por ello me han entrado ganas de hablar de la primera vez que llegué a Cuba. Era por diciembre de 1985, pasando por Gander, esa indispensable escala en Canadá para aquellos viejos Iliuchin soviéticos.

El cine, la única pasión de mi vida, mi razón de vivir, me había llevado a ocho mil kilómetros de París para asistir por primera vez  al Festival de Cine Latinoamericano de La Habana.

Todos los que teníamos los veintitantos años de la ilusión todavía virgen al comienzo de los años sesenta habíamos saludado con la alegría de la esperanza el triunfo de Fidel Castro. Una especie de Zorro, con más barba que bigote, que había hecho poner pies en polvorosa a un sargento García que no era tan bonachón y se llamaba en realidad Fulgencio Batista. Sus delirios de grandeza le habían llevado a dominar y regir con mano de sargento chusquero un país del que los europeos conocíamos poco y menos.

Mis primeras vivencias de Cuba no fueron las pulposas mulatas que alguna vez habíamos visto en alguna revista. Yo entré en pensamiento con esa isla caribeña con el estupendo semanario Bohemia que, no sé cómo ni por qué, encontraba de vez en cuando en París, donde por aquel entonces hacía mis humanidades de periodista novato. Recuerdo que una foto de página entera de esta publicación en la que Fidel Castro reflejaba en unos ojos cachondos toda la alegría, toda la esperanza de la juventud, se convirtió en un cuadro que durante mucho tiempo presidió el comedor de mi pequeño apartamento de la parisiense Rue Rodier.

Eran otros tiempos y quienes escribíamos con el fervor casi clamoroso de nuestros veinte años no nos creíamos genios del periodismo. Aprendíamos en el tajo de la vida, yo primero en la Agencia Keystone Press y luego formando parte del primer equipo que desde el edificio de la Agencia France-Presse en París empezó en 1960, precisamente ese año en que Castro había asentado ya su triunfo, a difundir por toda América Latina y en español las informaciones mundiales de ese monstruo de la noticia al por mayor.

Aunque en realidad nos interesaban más las muchachas que la política, la entrada de Fidel Castro en La Habana y aquella escena imaginable sólo para Meliés, genio de los efectos especiales de los comienzos del cinematógrafo, en la que dos palomas se posaban sobre las hombreras verde olivo del conquistador de la libertad cubana nos llenaba de respeto casi místico.

Mi primera llegada al aeropuerto José Martí de La Habana, una sucesión de barracones que nada tiene que ver con el que luego construyeron los canadienses, fue algo que hoy todavía me cuesta trabajo olvidar. Hijo de una Europa sumida en un sueño de siglos y convertida en un cementerio en forma de museo descubría por primera vez el olor a chirimoya podrida que durante toda mi vida me perseguiría como la esencia de un trópico donde la locura rima con hermosura.

A la salida del aeropuerto, una chiquilla de diecisiete o dieciocho años, vestida de negro, con pelo azabache y ojos verdes rabiosos. Rojos labios como herida de amor propio. Se la lleva un viajero con maleta cansada. A la niña le chispean los ojos verdes como el delco del autobús que se niega a llevarnos al hotel. Mañana de invierno cubano --hiela en París-- con olor a chirimoya podrida, penetrante, de borrachera.

Por la amplia avenida que sube al Copelia, templo mundial del helado, las chiquillas y las señoras se contonean en ceñidos vaqueros con la marca yanqui de Donna Summer pegada en el culo, último grito en este mes de diciembre caribeño. En medio de Buick, Plymout y otros Chevrolet de los años cincuenta que embelesan a los europeos, mi primera miliciana. Chaquetilla y pantalón verde olivo. Sobre el pecho izquierdo, una discreta etiqueta -- Ministerio del Interior. Los dientes blancos acentúan el rosa de la lengua que se asoma traviesa a la punta de los labios como claveles de patio encalao.

En el Salón Rojo del Hotel Capri, el olor a chirimoya me marea. Una periodista cubana, chiquita, moño negro y ojos verdes en marco de cejas profundas, me cuenta el extraño destino de esta sala de fiestas, antro de juego mafioso cuando los norteamericanos convirtieron Cuba en el puterío de los Estados Unidos. Muchos se dejaban los billetes verdes en los tapetes igualmente verdes tapetes verdes. Cuando cae la noche sobre el Caribe, rápida como un hacha de sombras oscuras, hay cola en el Salón Rojo para bailar como en tiempos de Pérez Prado.

La "compañera" periodista tiene 33 años. Criada y amamantada dentro de la Revolución que hizo llegar a La Habana a un Fidel Castro que lucía en el pecho una medalla de la Virgen de la Caridad del Cobre. Días antes, dos palomas blancas se habían parado en sus hombros durante un mitin. Ella me asegura que la Revolución lo es todo. Por supuesto que tienen problemas. El de la falta de intimidad por ejemplo para muchas parejas a las que no les queda más remedio que vivir con papá y mamá en exiguos apartamentos.

La Habana se ha quedado chiquita con sus dos millones de habitantes. Pero ella se empeña. Después de tantos años de soledad --el bloqueo de Cuba por Estados Unidos no es ningún chiste-- la gente de su edad sigue esperando con ilusión. O quizá más con perseverancia. "¿Has visto a nuestros niños?"... Me parece imposible que quepa tanta ilusión en un mañana que nadie ha visto todavía.

Los ojos me miran serios: "Sí, yo sé que nuestras tiendas son muy pobres, que nos faltan muchas cosas superfluas, pero estamos en una etapa de transición y creo honradamente en el futuro. Vosotros tenéis todo, hasta violencia a destajo, y paro. Algún día, nuestra sociedad, ya verás...".  

Tú lo verás, compañera. Vivimos en mundos distintos, a más de trece horas de vuelo que son como años luz. Pero deja que te diga aquello de I love You, I love You, compañera. Por tu fe. Por tu inquebrantable confianza cuando a mí, representante de un mundo que se dice libre y rico, de un mundo que todo parece tenerlo y nada tiene, me cuesta trabajo creer más alla de mi Dios. Imagino que tú, mujer marxista caribeña, tienes el tuyo. Lo que no me has dicho es si es el mismo...

El 16 de julio de 2007, a las 11 y 20, me llegaba un correo electrónico desolador procedente de una importante editorial de Madrid: “Le escribo para comunicarle que no vamos a editar su libro “Otro güisqui con cine”. Consideramos contraria a nuestros principios editoriales y morales la publicación de un autor defensor de la dictadura comunista de la familia Castro, que encarcela a los disidentes y prohíbe la libertad de expresión”.

Se han cumplido ya ocho años de esa valiente decisión que dejó a mis relatos en la más terrible de las orfandades, y seguro estoy que hasta el pobrecito de David Copperfield, el desgraciado personaje de Charles Dickens hubiese derramado una lágrima por mí.

El libro estaba inocentemente compuesto por reflexiones, entrevistas o reportajes míos alrededor del mundo del cine, al que desde muy chiquitito juré fidelidad. Ni una línea política.

Mi terrible “alianza” con el rojerío castrista consistía en haber publicado artículos en los muchos rincones culturales que tiene la prensa cubana y, es cierto, haber firmado una carta de intelectuales del mundo entero en la que pedíamos al siniestro presidente George Busch que no invadiera Cuba.

Tambores lejanos, no los de Gary Cooper, habían recogido rumores de que el favorito de su padre quería dar una lección a Cuba, que ya estaba sometida al cerco infame que, aparentemente, ha terminado ahora por decisión de otro presidente de Estados Unidos, Barack Obama.

No quiero publicar el nombre del editor que firmo tamaña prohibición del libro, atropellando todas las normas más elementales de la libertad de expresión y de otras cosas.

No lo hago porque quizá a estas alturas haya cambiado de opinión o de campo y esté metido en la fabricación editorial de productos multi revolucionarios para uno de esos partidos que han surgido en España con vistosas etiquetas de izquierda o de cualquier cosa.

El señor editor era un tal Pedro, pero como el Señor perdonó al otro Pedro que le llevó a la chacina de la cruz, que se dé por perdonado y santificado.

Qué asco de recuerdos. En esta mañana vidriosa en la que el Mediterráneo ha amanecido cubierto de neblina, dan ganas de llorar. Siempre hay que llorar por lo menos un  vez. Una vez antes, otra vez después.

Señora, por favor, sí, usted, la del vestido amarillo crepé, vuelva a tocarme un bolero…

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