Colaboración: Camarero, un PPG con Tropicola

por © NOTICINE.com
Frank Sinatra en los años 50
Por Sergio Berrocal *

Desde 1986 he visitado cada vez que he podido La Habana para asistir al Festival del Nuevo Cine Latinoamericano y, entre el Chaplin y el Yara, he ido rumiando impresiones, primero con aquellos inolvidables jóvenes que querían que te llevaras de vuelta a casa unas misteriosas ampollas que te harían feliz. Creo que aquel medicamento era el PPG, o algo parecido. Luego me acompañaron en mis paseos las todavía más inolvidables jineteras.

La última vez que aterricé en Cuba (2011) ya no las vi alrededor del Nacional. Y las eché mucho de menos.

Estas notillas les parecerán baladíes pero les juro que son recuerdos que guardo en el fondo de lo más profundo de mi corazón de europeo frustrado.

Como aquella camarera del Hotel Capri –Jack Lemon desayunaba unas mesas más allá, después de que yo le viera llorar de emoción la noche anterior en el Karl Marx-, que parecía querer asesinarme porque, inocente de mí, le había pedido una Coca-Cola.

Estábamos lejos de Julio de 2015 y la señora camarera, a la que tampoco nunca olvidaré, me miró con ojos alterados por la indignación. “¡Aquí no servimos más que Tropicola, Señor!”.

Me impresionó tanto que me bebí aquel brebaje sin protestar. Incluso creo que le di las gracias.

Tiempos de mucho cariño.

La minúscula taza de café sabroso que te ofrecían en cualquier lugar, dándote en prima una sonrisa deslumbrante.

A mí me la brindaron en un supermercado, entonces modesto, que había frente al ICAIC. Cuando corrí allí otro año se había convertido en una cafetería sofisticada con exquisiteces y probablemente sin sonrisas desinteresadas.

Cómo hemos cambiado…

Ya sé, el progreso…

Hasta ha cambiado el Capri, mi primer hotel habanero en su época bohemia y donde me sentí como un dios porque un piadoso recepcionista tuvo la bondad de engañarme diciéndome que me habían dado, precisamente, que suerte tiene usted, compañero, la habitación que ocupaba en tiempos de la dictadura de Batista Frank Sinatra.

Me gustaría conocer el nombre de aquel encantador de serpientes porque aquella primera noche mía cubana dormí, aunque a ustedes les suene a cuento chino, en las mismas sábanas que el ídolo de todas las canciones de mi vida.

En las mismas sábanas que el hombre que me acompañó en los momentos más difíciles de mi juventud alargada en París.

Me sentí tan inocentemente feliz que me lo he creído hasta hace relativamente poco tiempo.

Decía que ha cambiado el Capri porque acabo de visitar sus nuevas habitaciones (vía Internet, desde luego) y seguro que no hace tantísimo calor como en la habitación que yo compartí con Sinatra.

Estaba yo tan entusiasmado, feliz y agradecido, que no me importó que el aire acondicionado jugara al escondite con la temperatura que se movía a mi alrededor y que el cuarto de baño dejara que desear.

Cómo hemos cambiado…

Ahora todo es también diferente en el Capri.

Las habitaciones son de hotel moderno internacional y aburrido pero seguro que ya ni tienen la cama de Sinatra, menos aún las sábanas que arrullaban sus sueños.

Y que arrulló los míos.

Y la azotea –la mejor vista de La Habana—sigue teniendo una piscina, pero la veo tan impecable que me da una cosilla…

Y seguro, y aquí no tengo la menor duda, que ya no sirven Tropicola y que nadie me va a reñir porque pida una lata de la Coca-Cola, el mensaje gustativo del Imperio, bueno del antiguo Imperio.

Dios mío, cómo hemos cambiado…

Y Jack Lemon tampoco andará por su cafetería con una sonrisa feliz.

He escrito tres o cuatro libritos sobre cosas de Cuba, “Fidel Castro y el cine”, “Cuba, Revolución y dólares” son dos de ellos. Y cuando digo libritos no es un resbalón de mi humildad sino simplemente porque soy de carreras cortas.

Aquí van algunas otras impresiones, algunas veces recuerdos, otras escenificaciones que para eso ama uno el cine que estás en todos los cielos, de aquellos tiempos, de aquel PPG con Tropicola.

El Todo Habana del cine estaba desparramado por los alrededores de la piscina del Hotel Nacional que lucía con tanto fulgor como si de un momento a otro se esperase el salto de Esther William y de sus sirenas.

Sólo faltaba Xavier Cugat con su chihuahua en el regazo dirigiendo aquella orquesta de violines que hizo célebre en el Hollywood de cuando los cielos azules de las películas tenían el mismo brochazo y los actores eran machos bravíos y las mujeres hembras de armas tomar.

Numerosos cineastas extranjeros y otros que nada tenían que ver con el cine andaban dándole costalazos a exquisitas botellas de ron Habana Club (Cambio la uve por la be porque me horripila la falta de sentido común) que ayudaban a pasar la frontera del gaznate con una impresionante cantidad de “rocas” heladas.

Nadie hubiese dicho que Cuba vivía un período casi de guerra y que a pocos kilómetros del Malecón habanero los guardacostas norteamericanos no quitaban los ojos de la tierra cubana.

Sin duda hubiesen quedado sorprendidos si hubieran visto a Fidel Castro departir amablemente con sus invitados. Era la primera vez que Luis le veía desde hacía un año y se le antojó que tenía los ojos tan cansados como los de un Cristo que había encontrado perdido en una carretera de Bretaña, allá por la lejana Francia.

Pero el personaje que más concitaba la atención era el gafudo Alfredo Guevara, el hombre más importante del cine nacional y amigo íntimo de Fidel Castro de cuando los tiempos difíciles. Refinado como el embajador de Cuba ante la UNESCO que fuera en París, luciendo en la solapa izquierda el distintivo de la prestigiosa Legión de Honor que el gobierno francés le había concedido, sonreía y hablaba con quienes le rodeaban como si estuviese confesándolos.

El día siguiente amaneció tan caluroso como todos los que se sucedían en aquel bendito invierno.

Desde la cama, Luis oyó las sirenas. Maria cortó el zumbido de la radio metiéndose la cabeza debajo de un almohadón.

No ocurría nada. No es que las tropas yanquis estuvieran a punto de desembarcar en La Habana o en cualquier otra parte de Cuba como ya lo habían intentado alguna que otra vez.

Era el Día de la Defensa Nacional y los cubanos que no podían hacer otra cosa se sometían a una serie de ejercicios militares para, según las autoridades, estar preparados ante cualquier eventualidad.

A Luis le hubiese gustado vivir aquella Revolución cono suya pero el cartesianismo le decía de vez en cuando que no, que estaba equivocado, que no lo conseguiría nunca. Que lo que sucedía en Cuba no lo entendían, efectivamente, más que los cubanos, y no todos.

Cuando decía que ya era hora de volver página y de comenzar una nueva etapa, algunos de sus amigos cubanos le miraban con sorna. Alex le había dicho enigmáticamente en cierta ocasión : « Para entender a Fidel hay que leerse El Príncipe y El Padrino… y conocer a los jesuitas ».

Nunca consiguió que le explicase cuáles eran las entrelíneas que a él seguramente se le habían escapado.

Porque Cuba era mucha Cuba.

(*): Periodista y escritor, Sergio Berrocal es sobre todo cronista del tiempo que se fue.

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