Colaboracion: El árbol caído de La Habana
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Por Sergio Berrocal
Los europeos somos así. Aplaudimos de perfil, sin emplear todas las palmas de la mano. Nos entusiasmamos más por una bailarina que por una nación. Y como un día dijo alguien que éramos la reserva del mundo o alguna cursilería parecida, seguimos mirando a los demás por encima del hombro.
No sabemos amar más que la miseria que nos señalas las asociaciones caritativas internacionales y no miramos, o con asquito, lo que ocurre a nuestro alrededor, en nuestras propias ciudades: paro por las nubes, sueldos de risa, prepotencia de los más poderosos y media pinta de anís para los que se callan.
No sabemos admirar. Supimos pero ya no. Cuando un huracán, antes en las películas cultas les llamábamos tifones, se adentra por islas sin consideración de las más elementales reglas sociales, miramos al frente. No se nos ocurre que Cuba ha sido la primera pisoteada por el huracán de turno, o apenas, después de todo… Miramos al frente, a la rica Florida, donde millones de personas pueden auto evacuarse, largarse a otro lado en espera de que pase la tormenta. Ni se nos ocurre pensar que en Cuba, la primera visitada por el bicho de larga cola que arrasa todo lo que encuentra los ricos apenas se oyen llorar porque hay muy pocos ricos. Hay mucho pobre, con cincuenta años de embargo de los amigos de los Estados Unidos que apenas dejan vivir mal y a prisa que se nos va la guagua, mucha necesidad y muchas ganas de resistir, como han resistido siempre a todas las invasiones que les han caído por mar y aire.
Pero eso, los europeos acomodados con televisores de muchas pulgadas para no perdernos nada del espectáculo de las techumbres que hace volar el huracán en la Cuba milenaria, apenas si dejamos de masticar, aunque las desgracias no se reflejen tanto en la pantalla como cuando le toca la china a Florida.
La gente de Cuba ha aprendido en cincuenta años de lucha por un ideal, por una vida, la suya, a resistir, a cerrar los puños, a cachondearse del mal y del bien.
En ningún lugar del mundo hubiesen podido tomarse las imágenes que circulan por el mundo sobre la invasión de las aguas por las calles de La Habana. Algunos cubanos se bañaban, contemplaban el espectáculo desde una playa improvisada. Otro año, hace no sé cuántos, en el Malecón, faltó poco para que se inundara y la gente del barrio organizó una piscina, con cachondeo para reventar.
Sí, miren ustedes, Cuba es una cosa y Florida otra. Los cubanos conservan los viejos Cadillac y todos los modelos de museo de la industria que fue poderosa automovilística norteamericana. En Florida, cuando se dice que el huracán va a llegar, las carreteras se ponen como durante la salida de un fin de semana feliz. En Cuba hay que esperar los camiones oficiales, porque los cubanos no son tan ricos, qué se le va a hacer. Quizá por eso no tengan más remedio que jugar al héroe con el cinismo y el desparpajo que solo suena bien en la música.
Unos días antes del desastre meteorológico, además con el cachondeo de que llevaba nombre de mujer, Irma, como aquella otra “Irma la douce” que Shirley MacLaine, mal ataviada en prostituta de París, interpretaba al lado de un desternillante Jack Lemon disfrazado de guardia municipal de una capital de la Francia que ya no existe, porque, hijos míos, ya no nos queda ni ese París para refugiarse de todo y de nada que tan bien vendieron los guionistas de “Casablanca”.
Unos días antes del desastre, resulta que iban a presentar en La Habana una ópera sobre el Che Guevara. No faltaba mucho para que el maldito Irma, o la maldita Irma, que vaya usted a saber, se llevara carteles y hasta entradas.
Pero, miren ustedes, queridos lectores, los cubanos son así de chulos. Un italiano escribe un libreto y el más regio teatro de La Habana (había escrito París…) se abre de par en par, como los muslos generosos, para recordar la vida y milagro del Che Guevara. Ya luego, a la salida, quizá hablemos de ese huracán que cualquier día de estos va a darnos el coñazo, vecino, que lo dice la gente de la meteorología de Miami, que ellos no se equivocan.
Me leo la prensa digital cubana y es una gozada. Los reportajes de la revista ONCUBA sobre las inundaciones son inyecciones de valentía, como para que un tifón de nada nos meta miedo, vamos, oiga.
Luego te vas a Granma y todo es llamamientos a derrochar heroísmo al por mayor, que todo va a ir bien, que ya está todo preparado para que el turismo ese que tan bien le va a cuba vuelva.
Oiga, hermano, el escribiente suscribiente éste no es tan imbécil como puede aparentar en sus momentos bajos. En Europa hemos sabido de lo que es propaganda política y hemos aprendido a no creer la prensa oficial. Pero también les digo que yo tengo amigos que viven desde que nacieron en La Habana y estoy convencido de que lo piensan cuando dicen que darían la vida por este país único en el mundo.
Y, ¿cómo no voy a emocionarme oyendo lo que me dice mi amiga del Vedado, que llora cuando evoca los árboles perdidos en el tiempo que el maldito huracán ha doblegado y tirado a la calzada?
Los cubanos, los que yo conozco, aman ese país porque han tenido que ayudar, y mucho, a construirlo. Es cierto que otros se han marchado, cientos de miles, en busca de una vida menos penosa al otro lado del mar. Pero ellos siguen ilusionándose y volviendo a pintar la fachada con la pintura que difícilmente encuentran en los mercados más o menos negros. Porque, oigan, el Premio Nobel de la Paz Barack Obama, que fue presidente de Estados Unidos, firmó la paz con Cuba antes de marcharse a inflarse de ganar dinero con sus memorias y otras conferencias mundiales.
Los cubanos se quedaron donde estaban, eso sí con una bandera norteamericana más. Pero con todas las dificultades del embargo económico que Obama olvidó quitar.
Y llegará otro huracán, y pasará otro tifón, y otro y otro, y ellos seguirán resistiendo. Y nosotros, señores y señoras del mundo “rico” (¡ay qué risa!) seguiremos viendo el tifón pasar, pero sobre todo cuando llegue a Estados Unidos, que es donde tienen casas bonitas…
Los europeos somos así. Aplaudimos de perfil, sin emplear todas las palmas de la mano. Nos entusiasmamos más por una bailarina que por una nación. Y como un día dijo alguien que éramos la reserva del mundo o alguna cursilería parecida, seguimos mirando a los demás por encima del hombro.
No sabemos amar más que la miseria que nos señalas las asociaciones caritativas internacionales y no miramos, o con asquito, lo que ocurre a nuestro alrededor, en nuestras propias ciudades: paro por las nubes, sueldos de risa, prepotencia de los más poderosos y media pinta de anís para los que se callan.
No sabemos admirar. Supimos pero ya no. Cuando un huracán, antes en las películas cultas les llamábamos tifones, se adentra por islas sin consideración de las más elementales reglas sociales, miramos al frente. No se nos ocurre que Cuba ha sido la primera pisoteada por el huracán de turno, o apenas, después de todo… Miramos al frente, a la rica Florida, donde millones de personas pueden auto evacuarse, largarse a otro lado en espera de que pase la tormenta. Ni se nos ocurre pensar que en Cuba, la primera visitada por el bicho de larga cola que arrasa todo lo que encuentra los ricos apenas se oyen llorar porque hay muy pocos ricos. Hay mucho pobre, con cincuenta años de embargo de los amigos de los Estados Unidos que apenas dejan vivir mal y a prisa que se nos va la guagua, mucha necesidad y muchas ganas de resistir, como han resistido siempre a todas las invasiones que les han caído por mar y aire.
Pero eso, los europeos acomodados con televisores de muchas pulgadas para no perdernos nada del espectáculo de las techumbres que hace volar el huracán en la Cuba milenaria, apenas si dejamos de masticar, aunque las desgracias no se reflejen tanto en la pantalla como cuando le toca la china a Florida.
La gente de Cuba ha aprendido en cincuenta años de lucha por un ideal, por una vida, la suya, a resistir, a cerrar los puños, a cachondearse del mal y del bien.
En ningún lugar del mundo hubiesen podido tomarse las imágenes que circulan por el mundo sobre la invasión de las aguas por las calles de La Habana. Algunos cubanos se bañaban, contemplaban el espectáculo desde una playa improvisada. Otro año, hace no sé cuántos, en el Malecón, faltó poco para que se inundara y la gente del barrio organizó una piscina, con cachondeo para reventar.
Sí, miren ustedes, Cuba es una cosa y Florida otra. Los cubanos conservan los viejos Cadillac y todos los modelos de museo de la industria que fue poderosa automovilística norteamericana. En Florida, cuando se dice que el huracán va a llegar, las carreteras se ponen como durante la salida de un fin de semana feliz. En Cuba hay que esperar los camiones oficiales, porque los cubanos no son tan ricos, qué se le va a hacer. Quizá por eso no tengan más remedio que jugar al héroe con el cinismo y el desparpajo que solo suena bien en la música.
Unos días antes del desastre meteorológico, además con el cachondeo de que llevaba nombre de mujer, Irma, como aquella otra “Irma la douce” que Shirley MacLaine, mal ataviada en prostituta de París, interpretaba al lado de un desternillante Jack Lemon disfrazado de guardia municipal de una capital de la Francia que ya no existe, porque, hijos míos, ya no nos queda ni ese París para refugiarse de todo y de nada que tan bien vendieron los guionistas de “Casablanca”.
Unos días antes del desastre, resulta que iban a presentar en La Habana una ópera sobre el Che Guevara. No faltaba mucho para que el maldito Irma, o la maldita Irma, que vaya usted a saber, se llevara carteles y hasta entradas.
Pero, miren ustedes, queridos lectores, los cubanos son así de chulos. Un italiano escribe un libreto y el más regio teatro de La Habana (había escrito París…) se abre de par en par, como los muslos generosos, para recordar la vida y milagro del Che Guevara. Ya luego, a la salida, quizá hablemos de ese huracán que cualquier día de estos va a darnos el coñazo, vecino, que lo dice la gente de la meteorología de Miami, que ellos no se equivocan.
Me leo la prensa digital cubana y es una gozada. Los reportajes de la revista ONCUBA sobre las inundaciones son inyecciones de valentía, como para que un tifón de nada nos meta miedo, vamos, oiga.
Luego te vas a Granma y todo es llamamientos a derrochar heroísmo al por mayor, que todo va a ir bien, que ya está todo preparado para que el turismo ese que tan bien le va a cuba vuelva.
Oiga, hermano, el escribiente suscribiente éste no es tan imbécil como puede aparentar en sus momentos bajos. En Europa hemos sabido de lo que es propaganda política y hemos aprendido a no creer la prensa oficial. Pero también les digo que yo tengo amigos que viven desde que nacieron en La Habana y estoy convencido de que lo piensan cuando dicen que darían la vida por este país único en el mundo.
Y, ¿cómo no voy a emocionarme oyendo lo que me dice mi amiga del Vedado, que llora cuando evoca los árboles perdidos en el tiempo que el maldito huracán ha doblegado y tirado a la calzada?
Los cubanos, los que yo conozco, aman ese país porque han tenido que ayudar, y mucho, a construirlo. Es cierto que otros se han marchado, cientos de miles, en busca de una vida menos penosa al otro lado del mar. Pero ellos siguen ilusionándose y volviendo a pintar la fachada con la pintura que difícilmente encuentran en los mercados más o menos negros. Porque, oigan, el Premio Nobel de la Paz Barack Obama, que fue presidente de Estados Unidos, firmó la paz con Cuba antes de marcharse a inflarse de ganar dinero con sus memorias y otras conferencias mundiales.
Los cubanos se quedaron donde estaban, eso sí con una bandera norteamericana más. Pero con todas las dificultades del embargo económico que Obama olvidó quitar.
Y llegará otro huracán, y pasará otro tifón, y otro y otro, y ellos seguirán resistiendo. Y nosotros, señores y señoras del mundo “rico” (¡ay qué risa!) seguiremos viendo el tifón pasar, pero sobre todo cuando llegue a Estados Unidos, que es donde tienen casas bonitas…