Colaboración: Cuba, como siempre, a su manera
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Por Sergio Berrocal
Vuelvo a abrir la prensa oficial cubana digital, tan colorida de rojo, tan británica ella, todo en su sitio, sin un titular que desafine, salvo cuando hay un comunicado del Ministerio de Relaciones Exteriores o si avisan sobre el tráfico por La Habana, que por lo visto se pone insoportable.
Todo, todito todo sigue igual. Desde que Fidel Castro falleció, 25 de noviembre de 2016, todo sigue igual, todo es como de costumbre, a mi manera, a su manera, a la manera de los editores. Canciones de Claude François, de Frank Sinatra, de Julio Iglesias. Todo sigue igual, amigos cubanos que desde La Habana me preguntáis que qué veo yo a ocho mil kilómetros de distancia, aunque deben de ser más porque con la inflación…
De vez en cuando, en un titular de Granma o de Juventud Rebelde, percibo la silueta espantosamente fea, inflada, como una estatua fallida del colombiano Fernando Botero, que entra en el puerto de La Habana. Y los titulares son felices, los tipos de las letras se regodean. Un millón de turistas, yanquis la mayoría, en 2018. En los titulares hay como el gozo del padre que ve entrar a su hijo de la escuela con un sobresaliente. A mí me da pena, porque sé lo que el turismo está haciendo en los países más débiles de Europa.
En España, hay ciudades donde mucha gente, no toda desde luego, ya casi no puede vivir por falta de viviendas, porque las que ellos alquilaban a precio de mercado han tenido que abandonarlas para que los propietarios se las brinden a los turistas por muchísimo más dinero.
Cómo añoro aquella Cuba donde entrar no era fácil. El solemne visado llegado de La Habana para recoger en el Consulado de París, las negociaciones del billete con una agencia pequeña y casi invisible de la rue du 4 Septembre, donde un lituano te daba o no te daba el billete. Había un respeto por Cuba, no se iba como se quería ni siquiera se podía entrar como a uno le diese la gana.
Mi primer viaje, 1985, Miles de trámites, aunque viajabas como periodistas, o quizá por eso mismo. El avión de Cubana o un Ilyuchin ruso para el desguace despegaba sosegadamente desde Orly, cargado de ilusión. La mayoría de los pasajeros eran jóvenes europeos que habían oído hablar de la Revolución cubana quizá por los libros del escritor René Dumont, gran especialista del tercer mundo, tipo serio, nada folclórico. Para él la Revolución cubana era algo tan difícil como respetable. Nunca se mostró demasiado triunfalista, sobre todo cuando vio aquellos camiones rusos sin volquete que para descargar la caña, la de la Zafra gloriosa, tenían que volcarse literalmente, ponerse patas arriba, porque los constructores rusos, que no tenían nada que ver con la caña de azúcar, no sabían que hacía falta un volquete para descargar.
Pero los que estábamos metidos ya en la aventura del avión, con azafatas, nunca me cansaré de decirlo, que parecían haberse tomado un día de descanso en un cabaret de La Habana, y que nos alegraban la vida con comida cada cinco minutos. Los guitarreros llevaban la bebida.
Llegada a Gander, porque había que hacer escala lejos de Estados Unidos, y ese aeropuerto pertenece a Canadá, los simpáticos canadienses que para alegrar la fiesta soltaban sus coches patrullas alrededor del avión recién aterrizado, como en una ceremonia de indios con plumas. Y esperaban que nos dijeran que había que ir a la terminal porque algo andaba mal o fatal en el avión. Y te pasabas el tiempo bebiendo cerveza norteamericana, de comer no recuerdo, para pasar las duras horas de la noche. De vez en cuando, alguien se despistaba y atravesaba una puerta prohibida por un cartelito y que conducía directamente a Canadá.
Llegada al entrañable aeropuerto de José Martí en la noche caribeña, que nada tiene que ver con la europea. Y te ponías frente a las taquillas de control de policía, con bastante temor porque en París, antes de salir, te habían aleccionado sobre los comunistas cubanos. Y cuando entregabas el pasaporte, te atendía una muchacha, quizá no tan bonita como las azafatas del avión. Y te llevabas la sorpresa de una sonrisa de la agente de seguridad y tú se la devolvías tímidamente, porque era tu primer viaje a ese mundo que desde París o desde Washington se antojaba como un lugar deliciosamente peligroso. Traíamos el recuerdo de las películas sobre la guerra fría entre el Este y el Oeste con sus monumentales rubias que te fascinaban para llevarte a la traición. Solo tipos como James Bond aguantaban. A mí nunca me dieron la ocasión.
Ya al segundo viaje, con chulería, le pedías a la agente del control que te estampase en tu pasaporte el sello de llegada a Cuba. Para que se supiese.
Al día siguiente, con las legañas del vuelo todavía puestas, te echabas a la calle y encontrabas gente maravillosa, que te hablaba (en París nadie hablaba a un desconocido en la calle aunque fuese para venderle el Concorde), que te acompañaba aunque, eso sí, a veces para venderte puros o el maravilloso PPG que tantas libidinosas erecciones fallidas curó –me contaron, yo no…- y descubrías en la plaza de la Catedral montañas de libros, a veces raros.
Y niños maravillosos, con sus uniformes de pioneros, que también sonreían, aunque tú prefirieses la sonrisa de las madres.
Ah, es cierto, Manolo Somoza, me dijiste que te contara cómo veía yo a Cuba en 2018 desde mi isla africana, en el fin de Europa. Pues, ya te digo, prefiero Gander a la bulla de los no sé cuántos millones de turistas que la última vez me empujaban en la recepción del Hotel Nacional, como si estuviesen en una pensión de Alabama.
Ya sé, Manolo, dicen que todos esos millones que van a dejarse los turistas será una gran riqueza para Cuba. Seguramente lo será para Cuba y para los cubanos meseros y otros. Porque los demás lo único que conseguirán es tomar la Coca Cola más cara, tener que pedir reserva en cualquier bar y cabrearse como lo hacemos tan lindamente al otro lado del mundo.
Pues sí, mi querido compañero Manolo Somoza, prefiero que Granma siga con su portada de póker y que no me cambien Cuba más de la cuenta. Ya ves, cosas de un viejo que nunca tocó la guitarra ni corto caña de azúcar pero que amó la Cuba de Fidel.
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Vuelvo a abrir la prensa oficial cubana digital, tan colorida de rojo, tan británica ella, todo en su sitio, sin un titular que desafine, salvo cuando hay un comunicado del Ministerio de Relaciones Exteriores o si avisan sobre el tráfico por La Habana, que por lo visto se pone insoportable.
Todo, todito todo sigue igual. Desde que Fidel Castro falleció, 25 de noviembre de 2016, todo sigue igual, todo es como de costumbre, a mi manera, a su manera, a la manera de los editores. Canciones de Claude François, de Frank Sinatra, de Julio Iglesias. Todo sigue igual, amigos cubanos que desde La Habana me preguntáis que qué veo yo a ocho mil kilómetros de distancia, aunque deben de ser más porque con la inflación…
De vez en cuando, en un titular de Granma o de Juventud Rebelde, percibo la silueta espantosamente fea, inflada, como una estatua fallida del colombiano Fernando Botero, que entra en el puerto de La Habana. Y los titulares son felices, los tipos de las letras se regodean. Un millón de turistas, yanquis la mayoría, en 2018. En los titulares hay como el gozo del padre que ve entrar a su hijo de la escuela con un sobresaliente. A mí me da pena, porque sé lo que el turismo está haciendo en los países más débiles de Europa.
En España, hay ciudades donde mucha gente, no toda desde luego, ya casi no puede vivir por falta de viviendas, porque las que ellos alquilaban a precio de mercado han tenido que abandonarlas para que los propietarios se las brinden a los turistas por muchísimo más dinero.
Cómo añoro aquella Cuba donde entrar no era fácil. El solemne visado llegado de La Habana para recoger en el Consulado de París, las negociaciones del billete con una agencia pequeña y casi invisible de la rue du 4 Septembre, donde un lituano te daba o no te daba el billete. Había un respeto por Cuba, no se iba como se quería ni siquiera se podía entrar como a uno le diese la gana.
Mi primer viaje, 1985, Miles de trámites, aunque viajabas como periodistas, o quizá por eso mismo. El avión de Cubana o un Ilyuchin ruso para el desguace despegaba sosegadamente desde Orly, cargado de ilusión. La mayoría de los pasajeros eran jóvenes europeos que habían oído hablar de la Revolución cubana quizá por los libros del escritor René Dumont, gran especialista del tercer mundo, tipo serio, nada folclórico. Para él la Revolución cubana era algo tan difícil como respetable. Nunca se mostró demasiado triunfalista, sobre todo cuando vio aquellos camiones rusos sin volquete que para descargar la caña, la de la Zafra gloriosa, tenían que volcarse literalmente, ponerse patas arriba, porque los constructores rusos, que no tenían nada que ver con la caña de azúcar, no sabían que hacía falta un volquete para descargar.
Pero los que estábamos metidos ya en la aventura del avión, con azafatas, nunca me cansaré de decirlo, que parecían haberse tomado un día de descanso en un cabaret de La Habana, y que nos alegraban la vida con comida cada cinco minutos. Los guitarreros llevaban la bebida.
Llegada a Gander, porque había que hacer escala lejos de Estados Unidos, y ese aeropuerto pertenece a Canadá, los simpáticos canadienses que para alegrar la fiesta soltaban sus coches patrullas alrededor del avión recién aterrizado, como en una ceremonia de indios con plumas. Y esperaban que nos dijeran que había que ir a la terminal porque algo andaba mal o fatal en el avión. Y te pasabas el tiempo bebiendo cerveza norteamericana, de comer no recuerdo, para pasar las duras horas de la noche. De vez en cuando, alguien se despistaba y atravesaba una puerta prohibida por un cartelito y que conducía directamente a Canadá.
Llegada al entrañable aeropuerto de José Martí en la noche caribeña, que nada tiene que ver con la europea. Y te ponías frente a las taquillas de control de policía, con bastante temor porque en París, antes de salir, te habían aleccionado sobre los comunistas cubanos. Y cuando entregabas el pasaporte, te atendía una muchacha, quizá no tan bonita como las azafatas del avión. Y te llevabas la sorpresa de una sonrisa de la agente de seguridad y tú se la devolvías tímidamente, porque era tu primer viaje a ese mundo que desde París o desde Washington se antojaba como un lugar deliciosamente peligroso. Traíamos el recuerdo de las películas sobre la guerra fría entre el Este y el Oeste con sus monumentales rubias que te fascinaban para llevarte a la traición. Solo tipos como James Bond aguantaban. A mí nunca me dieron la ocasión.
Ya al segundo viaje, con chulería, le pedías a la agente del control que te estampase en tu pasaporte el sello de llegada a Cuba. Para que se supiese.
Al día siguiente, con las legañas del vuelo todavía puestas, te echabas a la calle y encontrabas gente maravillosa, que te hablaba (en París nadie hablaba a un desconocido en la calle aunque fuese para venderle el Concorde), que te acompañaba aunque, eso sí, a veces para venderte puros o el maravilloso PPG que tantas libidinosas erecciones fallidas curó –me contaron, yo no…- y descubrías en la plaza de la Catedral montañas de libros, a veces raros.
Y niños maravillosos, con sus uniformes de pioneros, que también sonreían, aunque tú prefirieses la sonrisa de las madres.
Ah, es cierto, Manolo Somoza, me dijiste que te contara cómo veía yo a Cuba en 2018 desde mi isla africana, en el fin de Europa. Pues, ya te digo, prefiero Gander a la bulla de los no sé cuántos millones de turistas que la última vez me empujaban en la recepción del Hotel Nacional, como si estuviesen en una pensión de Alabama.
Ya sé, Manolo, dicen que todos esos millones que van a dejarse los turistas será una gran riqueza para Cuba. Seguramente lo será para Cuba y para los cubanos meseros y otros. Porque los demás lo único que conseguirán es tomar la Coca Cola más cara, tener que pedir reserva en cualquier bar y cabrearse como lo hacemos tan lindamente al otro lado del mundo.
Pues sí, mi querido compañero Manolo Somoza, prefiero que Granma siga con su portada de póker y que no me cambien Cuba más de la cuenta. Ya ves, cosas de un viejo que nunca tocó la guitarra ni corto caña de azúcar pero que amó la Cuba de Fidel.
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