Colaboración: Jesús de Nazaret, revolucionario

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Jim Caviezel, como Jesucristo
Por Sergio Berrocal   

En este siglo XXI de luces apagadas, de mentes fundidas por el materialismo que todo lo puede y todo lo exige, donde los héroes sin hache crecen y se funden en la noche de la ambición desesperada, del Walt Street desmedido, una semana por año se nos recuerda que hubo un hombre que valió todos los héroes vacíos y baldíos de la iconografía mentirosa y desesperada de gente que busca y no encuentra.

Por todo el mundo cristiano, una semana por año resucita en figuras más o menos parecidas a la realidad de lo que fue. Y Jesús el Nazareno, al que Poncio Pilatos, el romano, crucificó con la despectiva etiqueta de "Jesús el Nazareno, dios de los judíos" (INRI), vuelve a triunfar y a vivir la cruz que convirtió hace ya más de veinte siglos en emblema de la fe en el mundo, en todos los mundos.

Mala cosa escribir cuando te has convencido de la inutilidad de casi todas las cosas. Estamos en Semana Santa y me da por preguntarme si Jesús hubiese dejado que le crucificaran a sabiendas de lo que ocurriría después. Pero la respuesta sería afirmativa, porque no hay leyenda sin muerte.

Soy muy atento lector del erudito francés Ernest Renan, filósofo, historiador, arqueólogo que en el siglo XIX compuso una biografía de Jesús de Nazaret, que se ha convertido con los años en la referencia ineludible del personaje histórico que mucha gente se empeña en considerar quimera. Pero ni siquiera este libro me ha dado la clave. El Jesús de Renan es alguien que parecía amar la vida y rechazar el dolor. No creo que fuera hijo de Dios, solo hijo de su madre. Ni me parece que mereciera la pena la espantosa crucifixión criminal a que la sometieron los romanos y que la Iglesia Católica explica como forma de expiar los pecados del mundo.

Mi Jesús es un tipo libre, un poco poeta y profeta a la vez, que va haciendo el bien por donde pasa, con palabras, con gestos que dicen milagrosos y que culminó su vida a los 33 años, la edad más bonita para un hombre, siendo apresado por los inefablemente brutos romanos que le consideraron con razón un peligroso revolucionario, una especie de Che Guevara, de Robin de los Bosques, dos mil años atrás. Y actuaron con él como hacían con toda la gente que les molestaba o ellos creían que podía molestarles: matarlo y de la forma más ignominiosa.

Su biógrafo es muy precavido cuando habla de su divinidad: "Respecto a sus curaciones se contaban mil historias singulares, en las que se daba rienda suelta a toda la credulidad de la época. Pero no hay que exagerar tales dificultades. Las perturbaciones que solían explicarse por la posesión de demonios eran con frecuencia muy poco importantes. En nuestros días, en Siria, se considera locos o poseídos por un demonio… a personas que son tan solo algo extravagantes. En este caso, una palabra dulce es, con frecuencia suficiente para expulsar el demonio… Quién sabe si su celebridad como exorcista no se propagó casi a sus espaldas. Las personas que residen en Oriente se sorprender a veces al encontrarse, al cabo de algún tiempo, en posesión de un gran renombre como médico, hechicero y descubridor de tesoros, sin que puedan darse exacta cuenta de los hechos que han motivado esas invenciones".

"En un sentido general –explica Renan—es justo, pues, decir que Jesús solo fue traumaturgo y exorcista a pesar suyo. Como siempre ocurre en las grandes carreras divinas, se sometía a los milagros que exigía la opinión, aunque no los hacía… Los milagros de Jesús fueron una violencia que le hizo su siglo, una concesión que le arrancó la necesidad de su época."

En otro capítulo, Ernest Renan explica: "La idea fundamental de Jesús desde el primer día fue el establecimiento del reino de Dios. Pero… ese reino de Dios, Jesús parece haberlo entendido en muy diversos sentidos. En algunos momentos se le tomaría por un jefe democrático que desea simplemente el reinado de los pobres y los desheredados. Otras veces, el reino de dios es el cumplimiento literal de las visiones apocalípticas relativas al Mesías…"

Lo esencial es que Jesús nunca fue un héroe de tebeo, una figura de escayola como la que le rodean en cualquier iglesia católica. Fue sencillamente ese héroe de carne y hueso que en su tiempo y en su tierra de judíos, palestinos y mil razas era aquel extraño hombre que se empeñaba en que las cosas fuesen mejor a su alrededor. Suficiente para infundir un espantoso temor, y hasta terror, a reyes y otros poderosos romanos que le vieron siempre no como un loco predicador, un utopista que iba de un lado para otro en tierras de Judea predicando la verdad, pidiendo el perdón, exigiendo la moralidad en un mundo de fariseos a los que una vez, y probablemente fue más de una, echó del templo a zurriagazos. Fue el primer jefe que quiso crear una humanidad más justa, el primero y único en el que la gente creyó, y por el que muchos dieron su vida.

Ese Jesús, que políticamente el historiador define así: "Lo que distingue, en efecto, a Jesús de los agitadores de su época y de los de todos los siglos es su perfecto idealismo. En ciertos aspectos, Jesús es un anarquista, porque no tiene ninguna idea del gobierno civil. Este gobierno le parece pura y simplemente un abuso. […].

En nuestro tiempo, Jesús habría tomado el lugar de esos héroes populares y mortales que recorrieron el mundo con una idea de la justicia y de la fraternidad que casi siempre les hizo terminar de mala manera.

Cuando Jesús el Nazareno es capturado por los romanos, que le han dejado predicar durante mucho tiempo, mientras no parecía peligroso, le tratan más o menos como las tropas bolivianas, azuzadas y dirigidas por elementos radicales de la CIA norteamericana trataron a Che Guevara. Es el momento en que sus proclamas electrizan a quienes les escuchan y consigue que la gente le siga, siga sus mandamientos, sus ideas. Y los romanos, como hoy los poderosos, saben de sobra que una idea es más peligrosa que mil flechas.

Es entonces cuando se deciden capturarlo, "juzgarlo" y ajusticiarlo, para que el pueblo lo vea como lo que era, un hombre de carne y hueso, mortal.

Y en el momento en que el último centurión, según la historia, le propina el lanzazo mortal, se enciende la leyenda, que dura y se extiende cada día más.

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