Colaboración: Dos uniformes verde olivo

por © NOTICINE.com
Fidel Castro
Por Sergio Berrocal    

Esta milonguera madrugada de primavera, la cámara invisible de nuestra vida me ha sorprendido consultando el diario cubano Granma, donde Fidel Castro sigue presente, más o menos como sigue presente para mí otro uniforme verde olivo que decidió mi vida.

Estar yo en este mundo se lo debo de refilón al generalísimo y dictador Francisco Franco y no es que el general se arrojase a ningún río revuelto para sacarme de un torbellino. Mi progenitor era uno de sus fieles entre los más fieles, uno de aquellos militares de alto rango que le arropaban y permitió que ese general bajito y rechoncho, que probablemente todavía no soñaba con inaugurar pantanos, se coronase como Su Excelencia el Generalísimo Jefe del Estado Español.

De mi escasa experiencia de setenta años de vida y cincuenta de periodismo una de las pocas cosas que he aprendido con cierta seguridad es que para no ser vapuleado por psiquiatras con complejo de Edipo lo mejor es nacer con un padre identificable, por muy pobre que sea, aunque si es rico y poderoso mejor que mejor.

Mi madre ejercía su profesión de “trae críos al mundo” (oficialmente comadrona o profesora de partos) en aquella ciudad cuartel del norte de África y presidio antiguo donde provocaba el consabido revuelo cuando los uniformes se encuentran con faldas.

Y cada vez que pisaba la calle tenía los mismos moscardones a su alrededor. Mi futuro padre formaba parte de esos militares repeinados y guapetones que después de haber hecho la Guerra Civil se ocupaban de mantener la presencia española en Marruecos. (Estoy seguro que bailaba el tango como un porteño).

Claro que él formaba parte de los pocos moscardones que paseaba con coche oficial, banderín del Estado Mayor y fusta de mando. Cuando estuve en condiciones de entender toda aquella tramoya, en la que se me antoja que sólo faltaban los helicópteros de “Apocalipse Now”, es decir hace muy poco, me explicaron que el coronel y mi madre se habían enamorado con la violencia primeriza que hace olvidarlo todo.

La primera vez que me presentaron oficialmente al coronel yo ya tenía suficientes pocos años para haber entendido en la escuela de monjas en la que me preservaban de todo contagio social que tener sólo un apellido, y sobre todo el de la madre, en un país tan rico como España donde se tienen dos, era una tara y una vergüenza inconmensurables.

Muchísimos años después, en el nordeste brasileño, donde yo trataba de encontrar argumentos contundentes para explicar a mis lectores por qué los ricos son tan ricos y los pobres tan pobres en un país de inmensas riquezas, me compré todos los virginales manteles que daban su magro sustento a unas artesanas que los vendía en una antigua cárcel reconvertida en mercado.

Era un recuerdo de una comida con el Coronel en el fulgor de la fila de cubiertos que rodeaban mi plato de porcelana de Limoges. La ventajilla de aquella aventura es que todavía me domina la pasión por las vajillas fabricadas en esa ciudad de Francia y que no soporto un tenedor o un cuchillo que no lleve el punzón que lo autentifique como plata de ley.

Cuando hube vencido mi deslumbramiento por el hilo terso de los manteles y por el sol de los cubiertos descubrí los primeros milímetros de una guerrera verde oscuro con botones dorados. Por encima asomaban unas facciones de galán de cuando Ronald Reagan jugaba a los vaqueros en el lejano Hollywood. Y, sobre todo, unos ojos de verde acero que atravesaban lo que debía de ser mi alma, en todo caso muy adentro de mi pecho de hijo bastardo.

Infinidad de años después estaba yo comiendo inmensos y deliciosos langostinos en el Palacio de la Revolución, sito en La Habana, cuando una fila de privilegiados me condujo a una especie de reservado. Pasito a paso, entre plantas tropicales que a veces embelesaban con su fragancia y que servían de biombo, me acerqué a otro uniforme verde, verde olivo según la denominación oficial. Por encima del último botón de una impecable guerrera veraniega asomaba una tupida barba, con la elegancia suprema del aparente descuido, que daba paso a otros ojos acerados que me escrutaron con la misma mirada cariñosa y resignada con que un día se me habían clavado hasta el fondo del cerebro los de un Cristo del siglo XVI perdido en una iglesia polvorienta de Bretaña.

Me olvidé de los langostinos y del ron Havana Club que me quebraban el paladar. Fidel Castro estaba diciendo algo y aunque era consciente de que aquellas palabras eran importantes para la memoria de un periodista mi cerebro no tenía cabida más que para los ojos, tan parecidos a aquellos otros que una eternidad atrás, por encima de manteles virginales y platos de Limoges, parecían echarme en cara mi existencia.

Pero seguro que mi padre el Coronel, que más tarde se convirtió en Jefe del Espionaje, en cónsul en África y no sé cuántas cosas más, nunca hubiese podido imaginar que aquel hijo nacido de un espermatozoide loco por culpa del Generalísimo de todos los Ejércitos iba a enamorarse de otro militar encontrado en el Caribe.

Es probable que alguien me reproche hablar de todo esto, porque ya lo hablé en más de una ocasión. Pero, díganme, con la mano en el corazón, si ustedes lo hubiesen vivido, ¿no les gustaría contarlo una y otra vez? Vivir es perjudicial para la salud mental, salvo cuando aceptas lo que has vivido.

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