Colaboración: Cuba, zafra sin Stefania Sandrelli
- por © NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal
El irreverente desenfado de los europeos que no andamos tan mal como lo decimos a veces choca con otras realidades, cercanas en la historia pero lejos en la geografía. Entonces recuerdas cómo corrías por aquella ciudad italiana sin luces, cómo llegabas a la trattoria y veías a Stefania Sandrelli, a la que tanto habías amado, a la que tanto todos habíamos amado tanto. Ella te sonreía como ninguna otra mujer te sonreiría jamás. Era la sonrisa, triste, pero la sonrisa de la piedad, la que tienen las vírgenes que están de guardia al lado del Jesús el Nazareno que en su iglesia, de Roma, de París o de La Habana, espera que llegue la Semana Santa para el desgarrador sacrificio, una vez más.
Esto eran mis años setenta contados con la ligereza de quien no ha tenido nunca que coger una bandera ni alentar ninguna revolución porque en ello te iba la vida.
Se me ha ocurrido preguntar a algunos cubanos que fueron los años setenta para ellos, allá en Cuba, donde ya han transcurrido más de cincuenta años desde que Fidel Castro y sus barbudos derrocaron al sargento Batista y el horizonte sigue siendo brumoso.
Porque es cierto que Cuba está conociendo algo inédito. Hasta un millón de turistas, sobre todo norteamericanos, se han revolcado ya en sus playas desde que en marzo de 2016 el entonces presidente Barack Obama visitó La Habana y decretó una especie de paz de bravos, aunque el embargo siguió vigente.
Uno de los cubanos que no vio con buenos ojos aquella visita, que sin duda despertó ilusiones en muchos, fue Fidel Castro, quien se despachó a gusto y con su habitual franqueza en las reflexiones que publicaba en la prensa: “No necesitamos que el Imperio nos regale nada. Nuestros esfuerzos serán legales y pacíficos, porque es nuestro compromiso con la paz y la fraternidad de todos los seres humanos que vivimos en este planeta”.
Pero el turismo hace subir los precios y los cubanos no son más ricos y tienen que seguir apañándoselas con el mismo ingenio que desde hace medio siglo.
He preguntado aunque ya intuía la respuesta. No, los años 70 en Cuba no fueron tan gloriosos como los que vivimos en Europa y que yo describía teniendo como mascarón de proa a la deliciosa Stefania Sandrelli.
Vivian Núñez, una periodista cubana, a la que nunca se le va la sonrisa de la boca, recuerda: “En los 70 del pasado siglo yo estaba en mis “glamourosos” quince. Los había celebrado en el patio de mi casa, gracias al empeño de mi padre que no tuvo esa fiesta en su época y se cambió de ropa –como es habitual en la tradición latina- muchas más veces que yo. Era difícil entonces –y lo sigue siendo- conseguir los dulces y las bebidas, pero no sé cómo mi padre lo logró y mi fiesta de quince se convirtió en cita obligada para familia, amigos y hasta desconocidos, en momentos en que era complicado –lo sigue siendo- organizar un encuentro de ese tipo.
“Limón limonero” era la canción que más se escuchaba y “Los Bravo” y “Fórmula V” los grupos de moda. Algunos atrevidos, con los discos forrados en papel periódico para que no se vieran las carátulas, transportaban a “The Beatles” y a “The Rolling Stones” que estaban prohibidos en la radio y la tv “por ser música del enemigo” (cantaban en inglés, daba lo mismo si eran de las islas británicas).
En los 70 del pasado siglo la zafra de los diez millones de toneladas de azúcar –que iba a sacar a Cuba del subdesarrollo- no fue; mis abrigos de invierno eran camisetas de manga larga que se utilizaban para trabajar en el campo pintadas de distintos colores con tintes que, cuando sudabas, te coloreaban la piel; a mediados de la década entré en la Universidad de La Habana y vi por primera vez “Ciudadano Kane” y “A pleno sol”; de Alain Delon nos enamoramos todas, aunque a mí Yves Montand me atraía especialmente –siempre me han gustado los feos”.
Ahí es donde está la diferencia. Cuba dependía del azúcar, y las zafras, la recogida de la caña de azúcar, eran vitales para la economía.
Manolo Somoza, periodista cubano, recuerda esa realidad. Él ya era mayorcito, un hombre hecho y derecho, suficientes años para juzgar ese momento histórico para Cuba en un libro, “Crónica desde las entrañas”, indispensable para quien quiera saber realmente qué fueron aquellos años de lucha por una ilusión.
“La década de los 70 -le cuenta a ON MAGAZINE- fue muy dura, como casi todas- pero no lo sentimos, dedicada como estaba la mayoría de mi generación a levantar una nueva sociedad. La semana siempre tenía mucho más de siete días, se dormía poco y sin embargo sobraba vitalidad para repartir. No quedaba espacio pal´cine, que comenzaba a llenarse de cinematografía soviética en las pocas salas abiertas, seguía la operación Mangosta, montada por la CIA tras la debacle de Bahía de Cochinos –seguían entonces los sabotajes- y mucho más que cine lo que recuerdo de entonces es mucho, mucho trabajo y mucho estudio porque entonces retomé los libros, ingresé en la universidad, en Prensa Latina”.
Olympia, secretaria en una agencia de prensa extranjera en La Habana, tiene otros recuerdos, otras vivencias, cosa de la edad.
“En mi caso particular y en el de mis amiguitas cercanas, lo más importante era tener una libreta de canciones y, por supuesto, aprendérselas.
Recuerdo que en el festival de Varadero del 70 (11 años), los Mustang (¿te acuerdas?) estaban hospedados en el Habana Libre y a nosotras se nos ocurrió llamar al hotel para que nos comunicaran con la habitación de Santy, el cantante…
Y recuerdo también que amaba con locura a Tony Curtis. Todo lo demás, a esa edad mía, era tratar de que mi papá me dejara salir sola, sacar las asignaturas y flirtear con los muchachitos más bonitos de la escuela”.
La última reacción es la de otro periodista cubano, que ha vivido intensamente esos años setenta pero que los resume a su manera y con su propio estilo: “Tal y como el cuerpo en mi época estudiantil/se dividía en cabeza, tronco y extremidades, /la vida, a esta altura de la mía, se puede diseccionar en sueños, realizaciones y recuerdos.
Por esas tres etapas claramente identificables/Pasamos todos, en mayor o menor escala, /Con más o menos conciencia y resultados/Y con mayor certeza mientras nos acercamos a la última.
Desde la altura de la mía,/En la que se puede otear mejor lo dejado atrás/Y cuesta mucho trabajo avizorar lo que está por venir,/En especial por el mundo en el que se desarrolla,/Tanto en lo cercano como en lo global,/Cabe mejor recrearse en lo positivo de lo hecho/Que angustiarse por lo que se nos ha quedado /pendiente, trunco o malogrado,/para así enfrentar lo inevitable con la mejor sonrisa posible/y la relativa tranquilidad de haber hecho/lo mejor, lo posible, lo esperado… y quizás, un poquito más./ Con ese ánimo trato de darle a estas jornadas finales/el gusto de los sabores imaginados/el placer de las sensaciones intuidas/el delirio de las quimeras soñadas y/la satisfacción por buenos descendientes /Ahora que, como todos, vamos siendo más recuerdos que proyectos,/y habitamos cada vez mas –si acaso—/en la memoria de unos cuantos/(sean decenas, centenares o miles), /siento que es la hora de redoblar el paso/para que, llegue lo que llegue cuando llegue, me encuentre en la disposición de dar lo máximo, como siempre he vivido, y convertirme,/definitivamente,/en un buen recuerdo”.
Años setenta que Manuel Juan Somoza retrata en un corto párrafo en su “Crónica desde las entrañas”, que ahora que Cuba entra en un período nuevo, con un nuevo Presidente, se hace más imperioso leer: “Eran la viva estampa de lo que hace la caña de azúcar con los hombres que se empeñan en segarla. Reflejaban agotamiento en el rostro, en la espalda, en los pies, en los codos y hasta en cada cabello de las barbas puestas de moda desde 1959. Los que cortaban desde el pitazo de arrancada caminaban envueltos en una especie de túnicas despedazadas, llenas de sudor y mugre, que al comienzo de la zafra fueron camisa y pantalón. Los sombreros magullados, las caras cortadas por las hojas filosas, las manos convertidas en garrotes y las botas desfondadas. Caía la tarde y todos regresaban al campamento luego de una faena que puso en marcha la salida del sol, tuvo un paréntesis en el almuerzo llevado hasta la misma plantación y recomenzó sin pérdida de tiempo, Y así, día a día, en el inicio de otro mes”.
Una prosa, una descripción, que me recuerda al Emile Zola de “Germinal”.
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El irreverente desenfado de los europeos que no andamos tan mal como lo decimos a veces choca con otras realidades, cercanas en la historia pero lejos en la geografía. Entonces recuerdas cómo corrías por aquella ciudad italiana sin luces, cómo llegabas a la trattoria y veías a Stefania Sandrelli, a la que tanto habías amado, a la que tanto todos habíamos amado tanto. Ella te sonreía como ninguna otra mujer te sonreiría jamás. Era la sonrisa, triste, pero la sonrisa de la piedad, la que tienen las vírgenes que están de guardia al lado del Jesús el Nazareno que en su iglesia, de Roma, de París o de La Habana, espera que llegue la Semana Santa para el desgarrador sacrificio, una vez más.
Esto eran mis años setenta contados con la ligereza de quien no ha tenido nunca que coger una bandera ni alentar ninguna revolución porque en ello te iba la vida.
Se me ha ocurrido preguntar a algunos cubanos que fueron los años setenta para ellos, allá en Cuba, donde ya han transcurrido más de cincuenta años desde que Fidel Castro y sus barbudos derrocaron al sargento Batista y el horizonte sigue siendo brumoso.
Porque es cierto que Cuba está conociendo algo inédito. Hasta un millón de turistas, sobre todo norteamericanos, se han revolcado ya en sus playas desde que en marzo de 2016 el entonces presidente Barack Obama visitó La Habana y decretó una especie de paz de bravos, aunque el embargo siguió vigente.
Uno de los cubanos que no vio con buenos ojos aquella visita, que sin duda despertó ilusiones en muchos, fue Fidel Castro, quien se despachó a gusto y con su habitual franqueza en las reflexiones que publicaba en la prensa: “No necesitamos que el Imperio nos regale nada. Nuestros esfuerzos serán legales y pacíficos, porque es nuestro compromiso con la paz y la fraternidad de todos los seres humanos que vivimos en este planeta”.
Pero el turismo hace subir los precios y los cubanos no son más ricos y tienen que seguir apañándoselas con el mismo ingenio que desde hace medio siglo.
He preguntado aunque ya intuía la respuesta. No, los años 70 en Cuba no fueron tan gloriosos como los que vivimos en Europa y que yo describía teniendo como mascarón de proa a la deliciosa Stefania Sandrelli.
Vivian Núñez, una periodista cubana, a la que nunca se le va la sonrisa de la boca, recuerda: “En los 70 del pasado siglo yo estaba en mis “glamourosos” quince. Los había celebrado en el patio de mi casa, gracias al empeño de mi padre que no tuvo esa fiesta en su época y se cambió de ropa –como es habitual en la tradición latina- muchas más veces que yo. Era difícil entonces –y lo sigue siendo- conseguir los dulces y las bebidas, pero no sé cómo mi padre lo logró y mi fiesta de quince se convirtió en cita obligada para familia, amigos y hasta desconocidos, en momentos en que era complicado –lo sigue siendo- organizar un encuentro de ese tipo.
“Limón limonero” era la canción que más se escuchaba y “Los Bravo” y “Fórmula V” los grupos de moda. Algunos atrevidos, con los discos forrados en papel periódico para que no se vieran las carátulas, transportaban a “The Beatles” y a “The Rolling Stones” que estaban prohibidos en la radio y la tv “por ser música del enemigo” (cantaban en inglés, daba lo mismo si eran de las islas británicas).
En los 70 del pasado siglo la zafra de los diez millones de toneladas de azúcar –que iba a sacar a Cuba del subdesarrollo- no fue; mis abrigos de invierno eran camisetas de manga larga que se utilizaban para trabajar en el campo pintadas de distintos colores con tintes que, cuando sudabas, te coloreaban la piel; a mediados de la década entré en la Universidad de La Habana y vi por primera vez “Ciudadano Kane” y “A pleno sol”; de Alain Delon nos enamoramos todas, aunque a mí Yves Montand me atraía especialmente –siempre me han gustado los feos”.
Ahí es donde está la diferencia. Cuba dependía del azúcar, y las zafras, la recogida de la caña de azúcar, eran vitales para la economía.
Manolo Somoza, periodista cubano, recuerda esa realidad. Él ya era mayorcito, un hombre hecho y derecho, suficientes años para juzgar ese momento histórico para Cuba en un libro, “Crónica desde las entrañas”, indispensable para quien quiera saber realmente qué fueron aquellos años de lucha por una ilusión.
“La década de los 70 -le cuenta a ON MAGAZINE- fue muy dura, como casi todas- pero no lo sentimos, dedicada como estaba la mayoría de mi generación a levantar una nueva sociedad. La semana siempre tenía mucho más de siete días, se dormía poco y sin embargo sobraba vitalidad para repartir. No quedaba espacio pal´cine, que comenzaba a llenarse de cinematografía soviética en las pocas salas abiertas, seguía la operación Mangosta, montada por la CIA tras la debacle de Bahía de Cochinos –seguían entonces los sabotajes- y mucho más que cine lo que recuerdo de entonces es mucho, mucho trabajo y mucho estudio porque entonces retomé los libros, ingresé en la universidad, en Prensa Latina”.
Olympia, secretaria en una agencia de prensa extranjera en La Habana, tiene otros recuerdos, otras vivencias, cosa de la edad.
“En mi caso particular y en el de mis amiguitas cercanas, lo más importante era tener una libreta de canciones y, por supuesto, aprendérselas.
Recuerdo que en el festival de Varadero del 70 (11 años), los Mustang (¿te acuerdas?) estaban hospedados en el Habana Libre y a nosotras se nos ocurrió llamar al hotel para que nos comunicaran con la habitación de Santy, el cantante…
Y recuerdo también que amaba con locura a Tony Curtis. Todo lo demás, a esa edad mía, era tratar de que mi papá me dejara salir sola, sacar las asignaturas y flirtear con los muchachitos más bonitos de la escuela”.
La última reacción es la de otro periodista cubano, que ha vivido intensamente esos años setenta pero que los resume a su manera y con su propio estilo: “Tal y como el cuerpo en mi época estudiantil/se dividía en cabeza, tronco y extremidades, /la vida, a esta altura de la mía, se puede diseccionar en sueños, realizaciones y recuerdos.
Por esas tres etapas claramente identificables/Pasamos todos, en mayor o menor escala, /Con más o menos conciencia y resultados/Y con mayor certeza mientras nos acercamos a la última.
Desde la altura de la mía,/En la que se puede otear mejor lo dejado atrás/Y cuesta mucho trabajo avizorar lo que está por venir,/En especial por el mundo en el que se desarrolla,/Tanto en lo cercano como en lo global,/Cabe mejor recrearse en lo positivo de lo hecho/Que angustiarse por lo que se nos ha quedado /pendiente, trunco o malogrado,/para así enfrentar lo inevitable con la mejor sonrisa posible/y la relativa tranquilidad de haber hecho/lo mejor, lo posible, lo esperado… y quizás, un poquito más./ Con ese ánimo trato de darle a estas jornadas finales/el gusto de los sabores imaginados/el placer de las sensaciones intuidas/el delirio de las quimeras soñadas y/la satisfacción por buenos descendientes /Ahora que, como todos, vamos siendo más recuerdos que proyectos,/y habitamos cada vez mas –si acaso—/en la memoria de unos cuantos/(sean decenas, centenares o miles), /siento que es la hora de redoblar el paso/para que, llegue lo que llegue cuando llegue, me encuentre en la disposición de dar lo máximo, como siempre he vivido, y convertirme,/definitivamente,/en un buen recuerdo”.
Años setenta que Manuel Juan Somoza retrata en un corto párrafo en su “Crónica desde las entrañas”, que ahora que Cuba entra en un período nuevo, con un nuevo Presidente, se hace más imperioso leer: “Eran la viva estampa de lo que hace la caña de azúcar con los hombres que se empeñan en segarla. Reflejaban agotamiento en el rostro, en la espalda, en los pies, en los codos y hasta en cada cabello de las barbas puestas de moda desde 1959. Los que cortaban desde el pitazo de arrancada caminaban envueltos en una especie de túnicas despedazadas, llenas de sudor y mugre, que al comienzo de la zafra fueron camisa y pantalón. Los sombreros magullados, las caras cortadas por las hojas filosas, las manos convertidas en garrotes y las botas desfondadas. Caía la tarde y todos regresaban al campamento luego de una faena que puso en marcha la salida del sol, tuvo un paréntesis en el almuerzo llevado hasta la misma plantación y recomenzó sin pérdida de tiempo, Y así, día a día, en el inicio de otro mes”.
Una prosa, una descripción, que me recuerda al Emile Zola de “Germinal”.
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