Colaboración: Cuba y los extraterrestres
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Por Sergio Berrocal
No sé por qué, leyendo cosas sobre los proyectos que unos y otros tienen para La Habana se me ha venido a la cabeza la formidable película de Luis García Berlanga "Bienvenido Mister Marshall", en la que todo un pueblo, libre y soberano rinde pleitesía a los norteamericanos para sacarles unos cuantos dólares, que en 1953, año de la acción, eran muchas pesetas.
Aquí no es el caso, por supuesto. Dicen los periódicos que van a construir en uno de los más bellos lugares de La Habana, El Vedado, un gigantesco hotel de 42 pisos y 565 habitaciones. El más alto de la capital. Y según informaciones que circulan por Internet, hay vecinos del Vedado que están encantados y otros menos y que argumentan diciendo: "¡Oiga, que esto no es Dubái!".
Pero desde que Barack Obama estuvo en La Habana con cara de pocas risas, ya restauraron un inmenso y super lujoso hotel, el Manzana Kenpinski que estaba al abandono desde hacía muchos años. Ahora reluce por todos sus costados y pasar una noche allí cuesta, por lo que dicen, lo que no está escrito. Alojamiento reservado pues para los norteamericanos de los que ya han llegado a montones desde que se abrió la veda. Los otros visitantes, especialmente los europeos, tendremos que buscar los hoteles más baratitos.
Un hotel en el que yo nunca podré morder (lo digo por lo de la manzana…) y me temo que para cuando se me ocurra ir otra vez tendré que pedir asilo a un amigo porque hasta mis favoritos, el Nacional y el Capri, se habrán lanzado probablemente a la carrera de los precios.
El caso es que me acordaba de la vieja pero extraordinaria película de Berlanga, aunque los cubanos tienen demasiado orgullo para seguir el mismo camino que los habitantes de Villar del Rio, el pueblo inventado por el cineasta español, donde se espera la llegada de los norteamericanos y su magnificencia.
Ya en los años cuarenta, las tropas norteamericanas, aunque con dos años de retraso sobre el comienzo de la II Guerra Mundial, que duró de 1939 hasta 1945, ayudaron a destruir parte de Europa para echar al sátrapa de Adolf Hitler. Y cuando hubo acabado la matanza, Washington lanzó el generoso plan de ayuda titulado Plan Marshall.
Luis Berlanga, que además de moralista era un realista intenso, convence a sus habitantes de que les van a llover dólares por todas partes. El resto de la película seguro que ya lo han visto.
Lo único que me consuela es que La Habana de la que yo me he beneficiado durante unos años –al comienzo no te dejaban llegar directamente y tenías que dar un rodeo por la ciudad canadiense de Gander. ¡Cuantos bellos recuerdos de aquellos policías canadienses tan cariñosos ellos, que rodeaban gozosamente el avión nada más aterrizar haciendo sonar todas sus sirenas. Creo que en el fondo les caíamos simpáticos! ¡Qué sensación de poder al ver movilizada a la fuerza pública, aunque, lo confieso, me hubiese hecho más ilusión vernos rodeados por los guapos de la Policía Montada de Canadá, con sus caballos tan inteligentes y sus uniformes rojos que quitaban el sentido! Una auténtica película musical.
Pero todos esos turistas nuevos, en sus trasatlánticos que parecen gigantescos y horrendos rascacielos flotantes, no me quitarán el placer de haber dormido en la habitación en la que Frank Sinatra lo hizo cuando los gangsters de los Lucky Lucianos y otras prendas andaban por La Habana como Pedro por su casa. Esperemos que no vuelvan y que el Salón Rojo no se convierta de nuevo en una sala de casino. (Así me contaron, e incluso me enseñaron los enseres de esos lugares que el ICAIC había guardado para sus películas).
Confieso que nunca me creí lo que aquel día me dijo el recepcionista del Capri, que me daba la habitación de Sinatra. Ni siquiera estuvo allí, pero a mí me hizo una ilusión feroz. Gracias, caballero, si se le ocurre leerme.
Y por mucho que aumente el precio del clásico y delicioso arroz con frijoles de "La Bodeguita de en medio", nunca podrá saberles a los nuevos igual que nos sabía a nosotros, los enamorados de Cuba que entre película y película del Festival del Nuevo Cine Latinoamericano viajábamos por la gastronomía cubana.
Y por mucho que traten de desarreglarlo dándole otro caché, ninguno de esos turistas maleducados pero adinerados, al César lo que es del César, podrán ver como nosotros vimos, con sus luces y sus sombras el Hotel Habana Libre, lugar donde se fraguaron momentos grandiosos de la Revolución. Ni tampoco podrán disfrutar de aquella concertista clásica que una mañana acompañó mi desayuno, y el de algunos clientes más, con un auténtico concierto solo para dioses. Cosas que solo pasaban en La Habana.
En el fondo me alegro de no poder pisar de nuevo un salón del Nacional donde en tiempos de restricciones nos ponían pan negro como yo no había visto nunca, con un pollo asado sencillito pero delicioso. Ellos, "los otros", los nuevos ricos, pedirán sin duda hamburguesas grasientas y lo pondrán todo hecho un asco.
Lo que me da más pena es lo que pueda sucederle a ese lugar mágico llamado Coppelia. ¿Habrá que seguir haciendo cola para conseguir un helado de fresa y otro de chocolate y sentarse en una mesita redonda donde con suerte pueden aparecen los emblemáticos personajes de "Fresa y chocolate"? Pero, ¿qué sabrán los extraterrestres yanquis de esa película que en 1993 marcó un antes y un después en la vida de mucha gente en Cuba, en particular de los homosexuales? No saben cómo me arrepiento no haber aceptado aquel té que me ofreció a las tres de la tarde y con más de treinta grados Celsius a la sombra un jovencito varón, guapo como el personaje del filme. (Entre nosotros, pero no lo repitan, nunca me arrepentiré bastante).
Ellos, los otros, mis sucesores, aceptarán una Coca-Cola, ni siquiera una revolucionaria Tropicola porque imagino que ya no existen.
Y, desde luego, no irán al Teatro Carlos Marx, no para rendir pleitesía al padre del comunismo, que nunca se sabe con esa especie extraña, y tampoco se encontrarán allí, en el mismísimo escenario, a uno de sus compatriotas, el gran actor Jack Lemon llorando de emoción por el homenaje atronador que se le estaban brindando en un país socialista a él, capitalista y estadounidense, amigo del presidente Ronald Reagan según se comentaba.
Ni les llegarán los ecos de los chistes políticos de Washington que dicen se contaron durante toda una noche de charloteo él y Fidel Castro. Creo que era en 1985. Y yo acababa de descubrir el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano.
Todas esas cosas, y algunas más, quedarán exclusivamente para nosotros; será nuestra ventaja por no tener tantos dólares disponibles ni llegar en esos aparatosos buques que parecen a punto de tragarse el puerto de La Habana. Los barcos más grandes que yo había visto alguna vez allí eran cargueros rusos. Otros tiempos, sin duda.
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No sé por qué, leyendo cosas sobre los proyectos que unos y otros tienen para La Habana se me ha venido a la cabeza la formidable película de Luis García Berlanga "Bienvenido Mister Marshall", en la que todo un pueblo, libre y soberano rinde pleitesía a los norteamericanos para sacarles unos cuantos dólares, que en 1953, año de la acción, eran muchas pesetas.
Aquí no es el caso, por supuesto. Dicen los periódicos que van a construir en uno de los más bellos lugares de La Habana, El Vedado, un gigantesco hotel de 42 pisos y 565 habitaciones. El más alto de la capital. Y según informaciones que circulan por Internet, hay vecinos del Vedado que están encantados y otros menos y que argumentan diciendo: "¡Oiga, que esto no es Dubái!".
Pero desde que Barack Obama estuvo en La Habana con cara de pocas risas, ya restauraron un inmenso y super lujoso hotel, el Manzana Kenpinski que estaba al abandono desde hacía muchos años. Ahora reluce por todos sus costados y pasar una noche allí cuesta, por lo que dicen, lo que no está escrito. Alojamiento reservado pues para los norteamericanos de los que ya han llegado a montones desde que se abrió la veda. Los otros visitantes, especialmente los europeos, tendremos que buscar los hoteles más baratitos.
Un hotel en el que yo nunca podré morder (lo digo por lo de la manzana…) y me temo que para cuando se me ocurra ir otra vez tendré que pedir asilo a un amigo porque hasta mis favoritos, el Nacional y el Capri, se habrán lanzado probablemente a la carrera de los precios.
El caso es que me acordaba de la vieja pero extraordinaria película de Berlanga, aunque los cubanos tienen demasiado orgullo para seguir el mismo camino que los habitantes de Villar del Rio, el pueblo inventado por el cineasta español, donde se espera la llegada de los norteamericanos y su magnificencia.
Ya en los años cuarenta, las tropas norteamericanas, aunque con dos años de retraso sobre el comienzo de la II Guerra Mundial, que duró de 1939 hasta 1945, ayudaron a destruir parte de Europa para echar al sátrapa de Adolf Hitler. Y cuando hubo acabado la matanza, Washington lanzó el generoso plan de ayuda titulado Plan Marshall.
Luis Berlanga, que además de moralista era un realista intenso, convence a sus habitantes de que les van a llover dólares por todas partes. El resto de la película seguro que ya lo han visto.
Lo único que me consuela es que La Habana de la que yo me he beneficiado durante unos años –al comienzo no te dejaban llegar directamente y tenías que dar un rodeo por la ciudad canadiense de Gander. ¡Cuantos bellos recuerdos de aquellos policías canadienses tan cariñosos ellos, que rodeaban gozosamente el avión nada más aterrizar haciendo sonar todas sus sirenas. Creo que en el fondo les caíamos simpáticos! ¡Qué sensación de poder al ver movilizada a la fuerza pública, aunque, lo confieso, me hubiese hecho más ilusión vernos rodeados por los guapos de la Policía Montada de Canadá, con sus caballos tan inteligentes y sus uniformes rojos que quitaban el sentido! Una auténtica película musical.
Pero todos esos turistas nuevos, en sus trasatlánticos que parecen gigantescos y horrendos rascacielos flotantes, no me quitarán el placer de haber dormido en la habitación en la que Frank Sinatra lo hizo cuando los gangsters de los Lucky Lucianos y otras prendas andaban por La Habana como Pedro por su casa. Esperemos que no vuelvan y que el Salón Rojo no se convierta de nuevo en una sala de casino. (Así me contaron, e incluso me enseñaron los enseres de esos lugares que el ICAIC había guardado para sus películas).
Confieso que nunca me creí lo que aquel día me dijo el recepcionista del Capri, que me daba la habitación de Sinatra. Ni siquiera estuvo allí, pero a mí me hizo una ilusión feroz. Gracias, caballero, si se le ocurre leerme.
Y por mucho que aumente el precio del clásico y delicioso arroz con frijoles de "La Bodeguita de en medio", nunca podrá saberles a los nuevos igual que nos sabía a nosotros, los enamorados de Cuba que entre película y película del Festival del Nuevo Cine Latinoamericano viajábamos por la gastronomía cubana.
Y por mucho que traten de desarreglarlo dándole otro caché, ninguno de esos turistas maleducados pero adinerados, al César lo que es del César, podrán ver como nosotros vimos, con sus luces y sus sombras el Hotel Habana Libre, lugar donde se fraguaron momentos grandiosos de la Revolución. Ni tampoco podrán disfrutar de aquella concertista clásica que una mañana acompañó mi desayuno, y el de algunos clientes más, con un auténtico concierto solo para dioses. Cosas que solo pasaban en La Habana.
En el fondo me alegro de no poder pisar de nuevo un salón del Nacional donde en tiempos de restricciones nos ponían pan negro como yo no había visto nunca, con un pollo asado sencillito pero delicioso. Ellos, "los otros", los nuevos ricos, pedirán sin duda hamburguesas grasientas y lo pondrán todo hecho un asco.
Lo que me da más pena es lo que pueda sucederle a ese lugar mágico llamado Coppelia. ¿Habrá que seguir haciendo cola para conseguir un helado de fresa y otro de chocolate y sentarse en una mesita redonda donde con suerte pueden aparecen los emblemáticos personajes de "Fresa y chocolate"? Pero, ¿qué sabrán los extraterrestres yanquis de esa película que en 1993 marcó un antes y un después en la vida de mucha gente en Cuba, en particular de los homosexuales? No saben cómo me arrepiento no haber aceptado aquel té que me ofreció a las tres de la tarde y con más de treinta grados Celsius a la sombra un jovencito varón, guapo como el personaje del filme. (Entre nosotros, pero no lo repitan, nunca me arrepentiré bastante).
Ellos, los otros, mis sucesores, aceptarán una Coca-Cola, ni siquiera una revolucionaria Tropicola porque imagino que ya no existen.
Y, desde luego, no irán al Teatro Carlos Marx, no para rendir pleitesía al padre del comunismo, que nunca se sabe con esa especie extraña, y tampoco se encontrarán allí, en el mismísimo escenario, a uno de sus compatriotas, el gran actor Jack Lemon llorando de emoción por el homenaje atronador que se le estaban brindando en un país socialista a él, capitalista y estadounidense, amigo del presidente Ronald Reagan según se comentaba.
Ni les llegarán los ecos de los chistes políticos de Washington que dicen se contaron durante toda una noche de charloteo él y Fidel Castro. Creo que era en 1985. Y yo acababa de descubrir el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano.
Todas esas cosas, y algunas más, quedarán exclusivamente para nosotros; será nuestra ventaja por no tener tantos dólares disponibles ni llegar en esos aparatosos buques que parecen a punto de tragarse el puerto de La Habana. Los barcos más grandes que yo había visto alguna vez allí eran cargueros rusos. Otros tiempos, sin duda.
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