Colaboración: "Yo"
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Por Sergio Berrocal
Hace poco tiempo, una lectora me dio una alegría que yo ya no me esperaba. Me dijo con la rudeza llena de ternura de las mujeres que no se asustan de nada, ni de nadie y menos de los prejuicios imbéciles, que leyendo un libro mío había estado a punto de que se le rompiera la goma de su braga. Quizá la gomita se rompiera de la risa, pero es un lindo piropo.
Yo. Más o menos lo que le pasó a Cenicienta cuando vio al apuesto y rico príncipe, del que se enamoró instantáneamente, como una cucharada de chocolate en un vaso de leche. Cenicienta perdió un zapato en su huida de la realidad. Lo perdió, y era de cristal de Bohème, de tanto correr para alejarse más rápidamente de la tentación.
Yo. Ocurre hoy, cuando ya ni Walt Disney está en Hollywood para emocionarnos, que alguien, quizá en ese mismo Hollywood que inventó el nuevo femenino de un grupito e actrices, está destruyendo el amor. Por todos los medios se trata de que hombres y mujeres sean enemigos jurados, inexcusablemente incompatible.
Mientras brutos que deberían de haber sido guillotinados hace tiempo matan a esposas o novias o hijos, la trama contra los hombres normales y corrientes se hace más espesa.
Yo. Hay más divorcios que bodas, más disgustos que gustos. Todo se va al carajo en una nube que ni las pezuñas de los caballos de los jinetes del Apocalipsis pudieron dejar. Un asco.
Pero sigo hablando con el yo mayestático que algunos me reprochan y que a mí me sabe a gloria con Chardonnay una tarde de agosto bajo una parra en la Toscana de mi cine casero. Cuando empecé en periodismo nos enseñaron las famosas cinco uves dobles de los manuales norteamericanos, con lo que no había que olvidarse de decir quién era el muerto, dónde había muerto y otras chorradas. Y nos enseñaron sobre todo en las agencias de prensa a la discreción. Las informaciones se firmaban con las iniciales de cada cual. Tuvieron que pasar años para que tuviésemos derecho a decir como Cantinflas “¡Soy yo!”.
Hay que partir del principio de que la profesión de gente que escribe para contar cosas, algunos los llaman periodistas, aunque periodista en el fondo sea otro oficio, está llena de soberbios, engreídos, orgullos, ególatras patentados. Y tuve un sabio periodista que desechaba sistemáticamente a los redactores se presentaban como muy modositos, como si no tuvieran ese Ego que determina el genio.
Total, que yo escribo porque yo soy el mejor. Y pare usted de contar.
Cuando uno cuenta algo, aunque sea cómo un bombero salva al gato de la vecina, cuento de película norteamericana para norteamericanos, que los pobrecitos míos, ya se sabe…, el Yo engrandece y da más sabor a lo contado porque ponemos por delante como prueba de veracidad a nosotros mismos. Manzanero no cantó “Esta tarde llovió y no estabas tú”, sino “Esta tarde VI llover y no estabas tú”.
El yo garantiza la autenticidad de lo que se cuenta, porque es muy fácil decir que en Turulandia hubo 367 muertos según la Agencia de Negritud Solvente.
Pero es cierto que ha habido algunos casos magníficos.
Un periodista de la Agencia France-Presse en La Habana había ido al aeropuerto, lo que en aquellos años era toda una hazaña, para averiguar la salida de un avión que hacía temblar, no se si de gusto o de miedo, a las Cancillerías. Como era un viejo reportero se las arregló para subir a una terraza, lo cual estaba totalmente prohibido, pero qué gracia hubiese tenido si todo el mundo hubiese podido hacer lo mismo. Y cuando vio partir el avión lo comunicó a París, tras lo cual se bajó de la terraza y llegó a la oficina de la AFP donde le esperaban cables furibundos preguntando, instando, a que diese la fuente, es decir que dijera quién le había dicho que el avión había despegado realmente. Entonces él, se sentó ante el teletipo y contestó friamente: YO.
En otra ocasión, en Washington DC, que más que nunca era el Imperio hacia Dios para algunos países latinoamericanos muy propensos a los dictadores y a arreglar los diferendos sociales con las armas que tan generosamente le vendía Estados Unidos, teníamos un enviado especial para una reunión en la que países de América Latina iban a firmar compras de armas.
Recibimos en la AFP París un urgente diciendo que Paratip, país de América Central pobre como las ratas, acababa de firmar con EEUU una compra de armamento por valor de 1200 millones de dólares, una cifra absolutamente fabulosa para esa nación.
En el Desk nos quedamos paralizados pensando que quizá se había equivocado con la cifra, pero como nuestro enviado especial era al mismo tiempo un alto personaje en nuestra Redacción de París, lo pensamos un poco antes de preguntarle si estaba loco, cosa que le hubiésemos transmitido sin pensarlo de haber sido otro el expedidor del despacho.
Cuando pudimos cazarlo al teléfono le preguntamos la fuente y él empezó a vacilar diciendo que era “una fuente muy bien informada” y de ahí no se bajaba.
Al cabo de un forcejeo en el que el enviado especial comprendió que no cederíamos, soltó por fin la verdad. ¿La fuente? YO, dijo.
El cuento es que mientras esperaba el anuncio por parte del ministro correspondiente, el periodista había descubierto en una mesita el contrato de aquella venta que dejaría sin pan a los habitantes de aquella república centroamericana.
Entonces caímos en que aquel periodista insigne era un tímido y le costaba trabajo el yo mayestático.
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Hace poco tiempo, una lectora me dio una alegría que yo ya no me esperaba. Me dijo con la rudeza llena de ternura de las mujeres que no se asustan de nada, ni de nadie y menos de los prejuicios imbéciles, que leyendo un libro mío había estado a punto de que se le rompiera la goma de su braga. Quizá la gomita se rompiera de la risa, pero es un lindo piropo.
Yo. Más o menos lo que le pasó a Cenicienta cuando vio al apuesto y rico príncipe, del que se enamoró instantáneamente, como una cucharada de chocolate en un vaso de leche. Cenicienta perdió un zapato en su huida de la realidad. Lo perdió, y era de cristal de Bohème, de tanto correr para alejarse más rápidamente de la tentación.
Yo. Ocurre hoy, cuando ya ni Walt Disney está en Hollywood para emocionarnos, que alguien, quizá en ese mismo Hollywood que inventó el nuevo femenino de un grupito e actrices, está destruyendo el amor. Por todos los medios se trata de que hombres y mujeres sean enemigos jurados, inexcusablemente incompatible.
Mientras brutos que deberían de haber sido guillotinados hace tiempo matan a esposas o novias o hijos, la trama contra los hombres normales y corrientes se hace más espesa.
Yo. Hay más divorcios que bodas, más disgustos que gustos. Todo se va al carajo en una nube que ni las pezuñas de los caballos de los jinetes del Apocalipsis pudieron dejar. Un asco.
Pero sigo hablando con el yo mayestático que algunos me reprochan y que a mí me sabe a gloria con Chardonnay una tarde de agosto bajo una parra en la Toscana de mi cine casero. Cuando empecé en periodismo nos enseñaron las famosas cinco uves dobles de los manuales norteamericanos, con lo que no había que olvidarse de decir quién era el muerto, dónde había muerto y otras chorradas. Y nos enseñaron sobre todo en las agencias de prensa a la discreción. Las informaciones se firmaban con las iniciales de cada cual. Tuvieron que pasar años para que tuviésemos derecho a decir como Cantinflas “¡Soy yo!”.
Hay que partir del principio de que la profesión de gente que escribe para contar cosas, algunos los llaman periodistas, aunque periodista en el fondo sea otro oficio, está llena de soberbios, engreídos, orgullos, ególatras patentados. Y tuve un sabio periodista que desechaba sistemáticamente a los redactores se presentaban como muy modositos, como si no tuvieran ese Ego que determina el genio.
Total, que yo escribo porque yo soy el mejor. Y pare usted de contar.
Cuando uno cuenta algo, aunque sea cómo un bombero salva al gato de la vecina, cuento de película norteamericana para norteamericanos, que los pobrecitos míos, ya se sabe…, el Yo engrandece y da más sabor a lo contado porque ponemos por delante como prueba de veracidad a nosotros mismos. Manzanero no cantó “Esta tarde llovió y no estabas tú”, sino “Esta tarde VI llover y no estabas tú”.
El yo garantiza la autenticidad de lo que se cuenta, porque es muy fácil decir que en Turulandia hubo 367 muertos según la Agencia de Negritud Solvente.
Pero es cierto que ha habido algunos casos magníficos.
Un periodista de la Agencia France-Presse en La Habana había ido al aeropuerto, lo que en aquellos años era toda una hazaña, para averiguar la salida de un avión que hacía temblar, no se si de gusto o de miedo, a las Cancillerías. Como era un viejo reportero se las arregló para subir a una terraza, lo cual estaba totalmente prohibido, pero qué gracia hubiese tenido si todo el mundo hubiese podido hacer lo mismo. Y cuando vio partir el avión lo comunicó a París, tras lo cual se bajó de la terraza y llegó a la oficina de la AFP donde le esperaban cables furibundos preguntando, instando, a que diese la fuente, es decir que dijera quién le había dicho que el avión había despegado realmente. Entonces él, se sentó ante el teletipo y contestó friamente: YO.
En otra ocasión, en Washington DC, que más que nunca era el Imperio hacia Dios para algunos países latinoamericanos muy propensos a los dictadores y a arreglar los diferendos sociales con las armas que tan generosamente le vendía Estados Unidos, teníamos un enviado especial para una reunión en la que países de América Latina iban a firmar compras de armas.
Recibimos en la AFP París un urgente diciendo que Paratip, país de América Central pobre como las ratas, acababa de firmar con EEUU una compra de armamento por valor de 1200 millones de dólares, una cifra absolutamente fabulosa para esa nación.
En el Desk nos quedamos paralizados pensando que quizá se había equivocado con la cifra, pero como nuestro enviado especial era al mismo tiempo un alto personaje en nuestra Redacción de París, lo pensamos un poco antes de preguntarle si estaba loco, cosa que le hubiésemos transmitido sin pensarlo de haber sido otro el expedidor del despacho.
Cuando pudimos cazarlo al teléfono le preguntamos la fuente y él empezó a vacilar diciendo que era “una fuente muy bien informada” y de ahí no se bajaba.
Al cabo de un forcejeo en el que el enviado especial comprendió que no cederíamos, soltó por fin la verdad. ¿La fuente? YO, dijo.
El cuento es que mientras esperaba el anuncio por parte del ministro correspondiente, el periodista había descubierto en una mesita el contrato de aquella venta que dejaría sin pan a los habitantes de aquella república centroamericana.
Entonces caímos en que aquel periodista insigne era un tímido y le costaba trabajo el yo mayestático.
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