Colaboración: Habana 85, Jack Lemmon llora
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Por Sergio Berrocal
Eran los años de antaño y un muchacho muy poquita cosa como dicen esas señoras a las que la vida ha bendecido con todas las bellezas del paraíso de los cristianos y del paraíso de los griegos, donde Leda, la infame Leda, será siempre mi favorita, cantaba "Capri, c’est fini" , algo así como que Capri, la isla de Ulises, se había acabado.
Hervé Villard se hizo un hombrecito cantando ese estribillo sobre una decepción amorosa, como todos, nadie escribe ni canta para decir que es muy feliz y que todo va como la seda de la concubina del último emperador de China. Nadie menos los imbéciles, que cada día ganan más espacio en el mundo desquiciado que nos ha tocado.
Descubrimos la isla italiana, o una parecida, todas ellas joyas de todos los sueños, donde grandes tenores del cine italiano como Vittorio de Sica contaban miles de bonitas historias de amor.
Luego alguien dijo "Avanti!" en otra isla tan bella y también italiana, Ischia, y se abrió la puerta de una habitación perdida en un hotel de maravillas diarias con una película que en otros países tuvo el absurdo título de "¿Qué ocurrió entre mi padre y tu madre?" ("Avanti!"). Billy, ¿le recuerdan?, sí, Billy Wilder escribió una de las más bellas comedias del cine mundial, con una pareja que todavía hace soñar a los que el cine nos enseñó que lo maravilloso está escrito en la pantalla, el tremebundo Jack Lemmon y la deliciosa Juliet Mills.
Si no han visto nunca esta película, búsquenla, encuéntrenla, y entonces creerán en el amor, el que ya no existe el que ahora está pegado con el esparadrapo del sexo mal entendido y del feminismo de Salem.
La película la vimos en 1972. Trece años después, yo desayunaba al lado de Jack Lemmon, muy seriecito con su familia, en la cafetería del Hotel Capri de La Habana, que por un tiempo desapareció en la indiferencia. Y aunque ahora vuelve a prestar servicios a los nostálgicos creo que ya no será igual.
No estoy seguro de que volveré a sentarme en la misma cafetería junto a Jack Lemmon que, como yo, pertenece al pasado más glorioso de La Habana, con un actor norteamericano como él, al que el Departamento de Estado norteamericano había prohibido seguramente que viajara a la isla comunista de Cuba. Pero era un hombre muy influyente y tenía amigos como el Presidente Ronald Reagan. Y sobre todo un gran prestigio. Y no solamente desayunó en el Capri como cualquier invitado del Festival Internacional de Cine Latinoamericano, con el que los cubanos querían sacar a flote a un cine latino que hoy goza de un prestigio mundial que quizá deba algo o mucho a esa fiesta cinematográfica anual.
Y hubo mucho más. No sé si él se lo esperaba pero fue grandiosamente espectacular. En el escenario del Carlos Marx, teatro prestigioso pero cuyo nombre debía oler para un yanqui al infierno de Dante, vimos a Jack Lemmon recibir un homenaje que seguramente nadie había tenido la ocurrencia de prepararle en Estados Unidos. Un Jack Lemmon más que emocionado, con lágrimas en los ojos que el público premiaba con los aplausos más animosos y sinceros que resonaron en aquel lugar. No creo que los olvidara nunca.
Ya sé, volvemos a la añoranza. Pero, ¿qué más nos queda que llorar aquellos tiempos –hace ya más de treinta años—que nadie volverá a ver, ni en película?
Vuelve a funcionar el Capri, el hotel habanero de mis primeros descubrimientos de un país que entonces era un enigma para los europeos, que desde París o Londres, lo veíamos desfilar por los noticieros con un Fidel Castro al frente que nos hizo pensar que existía otra manera de vivir menos absurda que la que nosotros conocíamos.
Nota bene. La nostalgia es ese mecanismo de defensa que tenemos los que hemos vivido, y los periodistas son esos hombres y mujeres que casi nunca se jubilan ricos pero que acumulan a lo largo de los años un tesoro de experiencias, mejores y peores, risas y lágrimas, pero al fin y al cabo vivencias que nadie ha podido conocer como ellos. Porque pasarse la vida contando cosas que ocurrieron, batallitas del abuelito si quieren ustedes, es un privilegio de señores, bueno no, de dioses.
Privilegio bien ganado de todos esos Ulises y Penélope que mientras duró el viaje que les llevó por aguas límpidas unas veces y otras fangosas de dolor acumularon todos esos relatos que un día contaron y otros, a veces, callaron porque no todo el mundo está preparado para oír o tiene derecho a que les cuenten algunas cosas.
¿Dijo usted nostalgia? Pues sí, señor. Las más bellas de las nostalgias, las que se construyen a veces con una charla formal, otras con un relato que te rompe el alma y de vez en cuando con un trago que parece limpiarte de todo pecado de orgullo durante un tiempo.
Luego, un día se presenta Doña Nostalgia y entonces sabes que le perteneces. Que fue el amor de tu vida y sigue siendo el milagro de la inmortalidad.
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Eran los años de antaño y un muchacho muy poquita cosa como dicen esas señoras a las que la vida ha bendecido con todas las bellezas del paraíso de los cristianos y del paraíso de los griegos, donde Leda, la infame Leda, será siempre mi favorita, cantaba "Capri, c’est fini" , algo así como que Capri, la isla de Ulises, se había acabado.
Hervé Villard se hizo un hombrecito cantando ese estribillo sobre una decepción amorosa, como todos, nadie escribe ni canta para decir que es muy feliz y que todo va como la seda de la concubina del último emperador de China. Nadie menos los imbéciles, que cada día ganan más espacio en el mundo desquiciado que nos ha tocado.
Descubrimos la isla italiana, o una parecida, todas ellas joyas de todos los sueños, donde grandes tenores del cine italiano como Vittorio de Sica contaban miles de bonitas historias de amor.
Luego alguien dijo "Avanti!" en otra isla tan bella y también italiana, Ischia, y se abrió la puerta de una habitación perdida en un hotel de maravillas diarias con una película que en otros países tuvo el absurdo título de "¿Qué ocurrió entre mi padre y tu madre?" ("Avanti!"). Billy, ¿le recuerdan?, sí, Billy Wilder escribió una de las más bellas comedias del cine mundial, con una pareja que todavía hace soñar a los que el cine nos enseñó que lo maravilloso está escrito en la pantalla, el tremebundo Jack Lemmon y la deliciosa Juliet Mills.
Si no han visto nunca esta película, búsquenla, encuéntrenla, y entonces creerán en el amor, el que ya no existe el que ahora está pegado con el esparadrapo del sexo mal entendido y del feminismo de Salem.
La película la vimos en 1972. Trece años después, yo desayunaba al lado de Jack Lemmon, muy seriecito con su familia, en la cafetería del Hotel Capri de La Habana, que por un tiempo desapareció en la indiferencia. Y aunque ahora vuelve a prestar servicios a los nostálgicos creo que ya no será igual.
No estoy seguro de que volveré a sentarme en la misma cafetería junto a Jack Lemmon que, como yo, pertenece al pasado más glorioso de La Habana, con un actor norteamericano como él, al que el Departamento de Estado norteamericano había prohibido seguramente que viajara a la isla comunista de Cuba. Pero era un hombre muy influyente y tenía amigos como el Presidente Ronald Reagan. Y sobre todo un gran prestigio. Y no solamente desayunó en el Capri como cualquier invitado del Festival Internacional de Cine Latinoamericano, con el que los cubanos querían sacar a flote a un cine latino que hoy goza de un prestigio mundial que quizá deba algo o mucho a esa fiesta cinematográfica anual.
Y hubo mucho más. No sé si él se lo esperaba pero fue grandiosamente espectacular. En el escenario del Carlos Marx, teatro prestigioso pero cuyo nombre debía oler para un yanqui al infierno de Dante, vimos a Jack Lemmon recibir un homenaje que seguramente nadie había tenido la ocurrencia de prepararle en Estados Unidos. Un Jack Lemmon más que emocionado, con lágrimas en los ojos que el público premiaba con los aplausos más animosos y sinceros que resonaron en aquel lugar. No creo que los olvidara nunca.
Ya sé, volvemos a la añoranza. Pero, ¿qué más nos queda que llorar aquellos tiempos –hace ya más de treinta años—que nadie volverá a ver, ni en película?
Vuelve a funcionar el Capri, el hotel habanero de mis primeros descubrimientos de un país que entonces era un enigma para los europeos, que desde París o Londres, lo veíamos desfilar por los noticieros con un Fidel Castro al frente que nos hizo pensar que existía otra manera de vivir menos absurda que la que nosotros conocíamos.
Nota bene. La nostalgia es ese mecanismo de defensa que tenemos los que hemos vivido, y los periodistas son esos hombres y mujeres que casi nunca se jubilan ricos pero que acumulan a lo largo de los años un tesoro de experiencias, mejores y peores, risas y lágrimas, pero al fin y al cabo vivencias que nadie ha podido conocer como ellos. Porque pasarse la vida contando cosas que ocurrieron, batallitas del abuelito si quieren ustedes, es un privilegio de señores, bueno no, de dioses.
Privilegio bien ganado de todos esos Ulises y Penélope que mientras duró el viaje que les llevó por aguas límpidas unas veces y otras fangosas de dolor acumularon todos esos relatos que un día contaron y otros, a veces, callaron porque no todo el mundo está preparado para oír o tiene derecho a que les cuenten algunas cosas.
¿Dijo usted nostalgia? Pues sí, señor. Las más bellas de las nostalgias, las que se construyen a veces con una charla formal, otras con un relato que te rompe el alma y de vez en cuando con un trago que parece limpiarte de todo pecado de orgullo durante un tiempo.
Luego, un día se presenta Doña Nostalgia y entonces sabes que le perteneces. Que fue el amor de tu vida y sigue siendo el milagro de la inmortalidad.
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