Colaboración: Adiós, mojito, adiós

por © NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal   

Les habían puesto los mojitos en unos vasos con una decoración tan cursi que la pobre Carmen Miranda habría terminado por estrellárselos en la cabeza. Pero qué más daba. Los bebían como si en ello les fuera la vida, como si Rick, sí, aquel eterno perdedor de Casablanca, que los perdedores hemos convertido en santo, estuviese a punto de ser fusilado por la Gestapo con su último smoking, el que le había fabricado el sastre judío de la rue du Sentier dos días antes de que los nazis invadiesen París.

Ella y él trataban de apurar el ron en la selva majareta del barman cubano borracho de imbecilidad. Lo chupaban con ansia, con el deseo de aturdirse lo antes posible, ante de que la yerba buena seca que el maldito había puesto les ahogase. El ron empezó a fluir, rápido, eficaz, pero no lo suficientemente. Los dos seguían hablando con sonrisas encogidas  y alguna lagrimilla que la luz más que discreta, como si no hubiesen pagado el recibo entero, disimulaba. Por fin, el Habana Club (sin uve, por favor) se decidía a darles gusto.

Sintieron los primeros gritos del silencio con la misma ansiedad con que siempre habían hecho el amor, cuando decían que se amaban, cuando se perdieron de vista. Esta noche se veían después de varios años tan lejos que no llegaban a acordarse. Y fingían risas, risotadas, en medio de una conversación en que escupían todas sus angustias, los millones de miedos que les apretaban el estómago y que el ron empezaba a mostrarse un poco generoso.

Pero no tenía nada que ver con aquella última vez en La Habana, acurrucados en la noche de los jardines del Hotel Nacional, cuando se creían solos en el mundo y pensaban que el mundo sería lo que ellos quisieran y no lo que le diese la puñetera gana a un desconocido que estaba, según la leyenda, dirigiendo los destinos de los humanos como si de un caprichoso Neptuno se hubiese tratado. A ella le hubiese encantado ser Leda, y dejarse violar, entre el ruido apagado del mar y las luces lejanas de las sirenas que Ulises había mandado para vigilar a los enamorados.

Siguieron bebiendo con la esperanza de que la terrible conciencia se callara, que no hubiese más recuerdos, más penas. Rezaban porque una vez más se produjese el milagro de la inconsciencia, que cayeran rotos, desmemoriados, como si no se conociesen, como si no tuviesen aquella larga historia de amor y desesperación. Esperaban el milagro de la transformación del ron en liberación.

El cretino del barman que decía ser de Santa Clara seguía riéndose de ellos con aquellos mojitos a la Carmen Miranda. Y probablemente el analfabeto labial no supiese siquiera quien era aquella mujer extravagante y bella.

Estaban separados solamente por un mantel blanco pero cada uno de ellos podía haberse hallado a miles de kilómetros del otro.

Seguían hablando, tratando de oír sus angustias en el estruendo del restaurante a la moda de aquella ciudad absurda. Las sonrisas servían solo para hacerse la ilusión de que se comunicaban, que se decían cosas.

Pero el maldito barman lo había estropeado todo. La yerbabuena estaba achicharrada, como si quisiera advertirles, como aquellas rosas amarillas que le mandó la última vez, o tal vez la penúltima, y que llegaron chamuscadas por el calor de La Habana.

Los dos intentaban comunicarse, no separarse una vez más sin ni siquiera una ilusión o una mentira.

Cuando ya en la calle se preparaban para decirse adiós, ella se agarró a él como si no quisiese admitir que aquella era la última vez, la de nunca jamás. Ella apretó contra él su cuerpo envuelto en una gasa casi transparente. Como si todos los obstáculos hubiesen desaparecido y volviesen a estar libres y desnudos escuchando el rumor del calor que llegaba al fondo de la cama.

Ahora, en aquel bar de Montevideo cerrado por un camarero con smoking blanco, se abrazaban como si supieran que el día no volvería a aparecer. Casi sin darse cuenta hicieron el amor de pie contra el ventanal del bar cerrado donde seguramente alguna vez estuvo Mario Benedetti. Aquel tipo extraordinario que decía que creía en Dios cuando miraba las piernas de su mujer.

Siguieron apretándose, callados, calladitos porque sabían que era la última vez, y que no habría mojito redentor. Hemingway había sido un farsante.

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