Colaboración: Gritos y murmullos
- por © NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal
Llega un momento, nunca se sabe cuándo será, porque estás convencido de que eso no te va a pasar a ti, que te hartas de escribir, de contar cosas, cosas que has vivido muchas veces y otras que te han contado. Llega un momento en que estás hasta la coronilla de querer ser siempre lamentablemente espiritual, de hacerte el intelectual chistoso cabreado eternamente consigo mismo que un día pensó que llegaría a ser un gurú de la escritura.
El tiempo fue dando tumbos hasta que, tal vez ni te lo esperabas, llegó un día en que ya no eras simplemente el reportero que le hubiese gustado imitar a Ernest Hemingway, cuando Hemingway no se tomaba todavía en serio, y empezaron a caerte encima responsabilidades. Ya no era a ti a quien corregían o a quien le pegaban una bronca. Ahora eras tú el que corregía y el que tenía que violentarse para cabrearse con un reportero que había intentado imitarte desde que entró en la Redacción.
Fue a partir de entonces cuando añoraste aquellos tiempos de aprendizaje de reportero en un París de años chistosos aunque los parisienses tuviesen su habitual mal carácter, un París que, eso sí, te había amado desde que llegaste a cambio de nada. Como siempre te habían amado las mujeres, por nada.
Hasta que llegó la puñetera, cabrona añoranza, que es como una mujer despechada que quiere vengarse de haberte prestado su juventud y de haberla hecho pedazos no por tu culpa puñetera sino porque ella no sabía lo que quería. Hasta que te acostumbraste a poner buena cara, con tanta convicción que nunca sabías ya cuándo estabas de representación. Lo mismo te hubiese dado bailar con Marlene Dietrich solos en el Ritz que dedicarte a contar almejas en una playa de Dubai, suponiendo que haya playas en ese país, claro. Y que tengan almejas aunque sean de plástico.
Esa puta añoranza que mientras ponías buena cara y mejor pluma para satisfacer a los redactores jefes del otro lado del mundo con tus historietas parisienses te recordaba que deberías de estar informando en cualquiera de esos lugares de Europa comunista donde la Unión Soviética imponía su mano dura. Y en lugar de eso hablabas de la princesita árabe, pero de la mejor familia, que habías conseguido entrevistar en exclusiva. Menos mal que a su novio le ahorcaron unos días después en Bagdad y tu reportaje exclusivo se fue al carajo. Ni se quiso acostar contigo para recompensarte. A lo más que consintió fue a tomar un té, cuando tú ya estabas acostumbrado al régimen güisqui-Perrier.
Aunque no es seguro que te hubiese gustado más estar destinado en Indochina tratando de encontrar un teletipo que funcionase en Saigón y que transmitiese tus geniales impresiones de un país que llevaba treinta o cuarenta años en guerra.
Después de pensarlo tras tres güisquis con Perrier y medio kilo de bellotas recién llegadas a París desde Andalucía por correo especial, caíste en que era mejor contar la historia de aquella otra muchacha preciosa que en esa misma borrachera te había asegurado que salía de la cama del Presidente.
Esto, eso y aquello es el periodismo, amigo mío. Cada cual tiene su sitio y el tuyo era el de hacedor de reportajes "de interés humano", como te lo hubiesen enseñado en la escuela de periodismo si hubieses pasado alguna vez por una de ellas.
Es cuando te das cuenta de que para ser reportero, para contar cosas, hay que querer a la gente de que hablas. ¿Por qué crees sino que Hemingway se metió en la faena de bailar en el Ritz con Marlene Dietrich desnuda bajo su abrigo de visón? Para acercarse a su sujeto, para comprenderlo de lo más cerca posible, porque la comprensión tiene un amplio espectro.
Una noche que tuviste que ser hospitalizado con las sirenas a toda pastilla, esas sirenas que tanto te aterrorizaban, una enfermera joven, un tanto desaliñada pero bonita como la verdad dicha en voz baja, te tiró en un camastro y se te echó encima. Horrorizado la sentiste hurgar en la parte mediana de tu pantalón y tirar de algo que reconociste como tu pobre y minúsculo sexo. Cuando le hincó una sonda urinaria y empezaste a mear por primera vez en una eternidad, la amaste como nunca habías amado a nadie.
Ella tenía que escribir crónicas no tú, farsante mal pagado.
La tarde que te echaron del hospital en un carrito muy mono guiado por un maorí de dos metros, ella estaba en la puerta. Se te echó al cuello y durante un buen rato, sentada a horcajadas, te estuvo contando su vida como en una confesión que un día sorprendiste en la Capilla Sixtina, con ligero olor a Chanel de la primera época, cuando todavía no se había inventado el 5.
Aquella misma noche le dijiste al Redactor Jefe que querías ir a Vietnam y que, de todos modos, renunciabas a seguir embotando el cerebro de la gente con tus historietas de gente famosa-graciosa-que-tiene-una-vida-de-miedo.
Aquella misma noche, o quizá fuese a la mañana siguiente, empezaste a ser periodista.
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Llega un momento, nunca se sabe cuándo será, porque estás convencido de que eso no te va a pasar a ti, que te hartas de escribir, de contar cosas, cosas que has vivido muchas veces y otras que te han contado. Llega un momento en que estás hasta la coronilla de querer ser siempre lamentablemente espiritual, de hacerte el intelectual chistoso cabreado eternamente consigo mismo que un día pensó que llegaría a ser un gurú de la escritura.
El tiempo fue dando tumbos hasta que, tal vez ni te lo esperabas, llegó un día en que ya no eras simplemente el reportero que le hubiese gustado imitar a Ernest Hemingway, cuando Hemingway no se tomaba todavía en serio, y empezaron a caerte encima responsabilidades. Ya no era a ti a quien corregían o a quien le pegaban una bronca. Ahora eras tú el que corregía y el que tenía que violentarse para cabrearse con un reportero que había intentado imitarte desde que entró en la Redacción.
Fue a partir de entonces cuando añoraste aquellos tiempos de aprendizaje de reportero en un París de años chistosos aunque los parisienses tuviesen su habitual mal carácter, un París que, eso sí, te había amado desde que llegaste a cambio de nada. Como siempre te habían amado las mujeres, por nada.
Hasta que llegó la puñetera, cabrona añoranza, que es como una mujer despechada que quiere vengarse de haberte prestado su juventud y de haberla hecho pedazos no por tu culpa puñetera sino porque ella no sabía lo que quería. Hasta que te acostumbraste a poner buena cara, con tanta convicción que nunca sabías ya cuándo estabas de representación. Lo mismo te hubiese dado bailar con Marlene Dietrich solos en el Ritz que dedicarte a contar almejas en una playa de Dubai, suponiendo que haya playas en ese país, claro. Y que tengan almejas aunque sean de plástico.
Esa puta añoranza que mientras ponías buena cara y mejor pluma para satisfacer a los redactores jefes del otro lado del mundo con tus historietas parisienses te recordaba que deberías de estar informando en cualquiera de esos lugares de Europa comunista donde la Unión Soviética imponía su mano dura. Y en lugar de eso hablabas de la princesita árabe, pero de la mejor familia, que habías conseguido entrevistar en exclusiva. Menos mal que a su novio le ahorcaron unos días después en Bagdad y tu reportaje exclusivo se fue al carajo. Ni se quiso acostar contigo para recompensarte. A lo más que consintió fue a tomar un té, cuando tú ya estabas acostumbrado al régimen güisqui-Perrier.
Aunque no es seguro que te hubiese gustado más estar destinado en Indochina tratando de encontrar un teletipo que funcionase en Saigón y que transmitiese tus geniales impresiones de un país que llevaba treinta o cuarenta años en guerra.
Después de pensarlo tras tres güisquis con Perrier y medio kilo de bellotas recién llegadas a París desde Andalucía por correo especial, caíste en que era mejor contar la historia de aquella otra muchacha preciosa que en esa misma borrachera te había asegurado que salía de la cama del Presidente.
Esto, eso y aquello es el periodismo, amigo mío. Cada cual tiene su sitio y el tuyo era el de hacedor de reportajes "de interés humano", como te lo hubiesen enseñado en la escuela de periodismo si hubieses pasado alguna vez por una de ellas.
Es cuando te das cuenta de que para ser reportero, para contar cosas, hay que querer a la gente de que hablas. ¿Por qué crees sino que Hemingway se metió en la faena de bailar en el Ritz con Marlene Dietrich desnuda bajo su abrigo de visón? Para acercarse a su sujeto, para comprenderlo de lo más cerca posible, porque la comprensión tiene un amplio espectro.
Una noche que tuviste que ser hospitalizado con las sirenas a toda pastilla, esas sirenas que tanto te aterrorizaban, una enfermera joven, un tanto desaliñada pero bonita como la verdad dicha en voz baja, te tiró en un camastro y se te echó encima. Horrorizado la sentiste hurgar en la parte mediana de tu pantalón y tirar de algo que reconociste como tu pobre y minúsculo sexo. Cuando le hincó una sonda urinaria y empezaste a mear por primera vez en una eternidad, la amaste como nunca habías amado a nadie.
Ella tenía que escribir crónicas no tú, farsante mal pagado.
La tarde que te echaron del hospital en un carrito muy mono guiado por un maorí de dos metros, ella estaba en la puerta. Se te echó al cuello y durante un buen rato, sentada a horcajadas, te estuvo contando su vida como en una confesión que un día sorprendiste en la Capilla Sixtina, con ligero olor a Chanel de la primera época, cuando todavía no se había inventado el 5.
Aquella misma noche le dijiste al Redactor Jefe que querías ir a Vietnam y que, de todos modos, renunciabas a seguir embotando el cerebro de la gente con tus historietas de gente famosa-graciosa-que-tiene-una-vida-de-miedo.
Aquella misma noche, o quizá fuese a la mañana siguiente, empezaste a ser periodista.
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