Final de trayecto: Cementerio
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Por Sergio Berrocal
Nunca más volveré a pelear por una película en el Festival de cine de Cannes. Nunca más volveré a sonreír con ternura con una vieja película latinoamericana, de las miles olvidadas, en la sala Chaplin de La Habana, que siempre he preferido a la del Carlos Marx, demasiado monumental, solemne y angustiosa.
Nunca más Fidel Castro enmendará la plana a los cineastas de América Latina en esa sala, donde Alfredo Guevara celebró el triunfo mundial de "Fresa y chocolate", la primera y definitiva película cubana contra la persecución que existía en Cuba contra los homosexuales.
Y algún día, algún “moderno”, algún listillo, porque es lo que tiene el capitalismo, mandará convertir el Carlos Marx en hotel de lujo. La lucha ha terminado, camarada, y Fidel ya no está para arengar a sus tropas de cineastas y pedirles que tengan mucho cuidado con ese cine tan fácil y tan nocivo que sale de Hollywood.
Nunca más de ese 1993 un jovencito afeitado con picardía y vestido con toda la elegancia que puede ofrecerse en una isla del Caribe y en un régimen que entonces los perseguía, un homosexual se me acercará para invitarme a tomar el té a las tres de la tarde, hora local con un calor de plomo.
Nunca más volveré a sentarme en el Hotel Nacional de La Habana frente a ese mar que fue de los balseros que partieron clandestinamente para Estados Unidos, llenos de ilusiones, las mismas que muchos de ellos perderían al desembarcar en un universo sin fe ni ley, así decía el estribillo del cantar de los cantares que acompañaba al lanzamiento de la célebre serie de TV norteamericana Dallas.
Nunca más volveré a reír con esos amigos que me hicieron soñar en el Capri de La Habana cuando nos bañábamos en el tejado del edificio desde donde la ciudad se perdía por el Malecón.
Nunca más me sentaré en el Vedado en el mismo banco que el Beatle John Lennon, entre árboles y sueños de un recién llegado al aeropuerto José Martí, el viejo, donde vi los primeros ojos verdes cubanos.
Nunca más pensaré que La Habana fue o pudo ser para mí una segunda vida, en aquellos tiempos en que el uniforme verde olivo parecía elegante.
Nunca más volveré a creer que a ocho o diez horas de París se escondía el comienzo de otra manera de vivir, otra manera de intentar ser feliz.
Porque nunca más pensaré que hay paraísos en el mundo, capitalistas o comunistas. No hay más que vida, donde no existen precisamente las reglas que observaban hasta el empacho los elegantes de los primeros combates de boxeo británicos.
Y cuando mañana empiece a salir el sol por el mar y las calles se animen con los ruidos del despertar nunca más pensaré que hoy puede ser otro día, porque no hay más que el que se vive en un instante. Todo lo demás son religiosas creencias en una vida mejor que todos los gurús y papas del mundo reparten en sus iglesias como peladillas en los bautizos franceses.
Y cuando alguien me pregunte si supiste que todo lo que creíste en un momento de tu vida sería mentira un día confesaré y haré penitencia como el buen católico que fui un día hasta que, como en La dolce vita, que ya tiene nada menos que cincuenta y ocho años de existencia, llegó la desilusión que nunca falta ni en la más perfecta de las vidas.
Y Marcello Mastroianni y Anita Ekberg seguirán viviendo en las cinematecas, el único refugio del cine inteligente que se prostituye más y más agudamente de lo que creen las feministas que no lo eran tanto. Pero el Cristo que Federico Fellini paseaba arrastrado por un helicóptero sobre el Vaticano se habrá marchado, huyendo de los ladrones fariseos del templo. Y las películas terminarán con el signo de necedad en lugar de aquel FIN que tantos suspiros reunió a lo largo de los tiempos.
(El título de este artículo podría haber sido de puro tremendismo, pero el autor, es decir yo, un servidor, afirma que es exactamente el anuncio que hacía el conductor de un tranvía de Lisboa cuando llegaba al final de su trayecto, un camposanto).
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Nunca más volveré a pelear por una película en el Festival de cine de Cannes. Nunca más volveré a sonreír con ternura con una vieja película latinoamericana, de las miles olvidadas, en la sala Chaplin de La Habana, que siempre he preferido a la del Carlos Marx, demasiado monumental, solemne y angustiosa.
Nunca más Fidel Castro enmendará la plana a los cineastas de América Latina en esa sala, donde Alfredo Guevara celebró el triunfo mundial de "Fresa y chocolate", la primera y definitiva película cubana contra la persecución que existía en Cuba contra los homosexuales.
Y algún día, algún “moderno”, algún listillo, porque es lo que tiene el capitalismo, mandará convertir el Carlos Marx en hotel de lujo. La lucha ha terminado, camarada, y Fidel ya no está para arengar a sus tropas de cineastas y pedirles que tengan mucho cuidado con ese cine tan fácil y tan nocivo que sale de Hollywood.
Nunca más de ese 1993 un jovencito afeitado con picardía y vestido con toda la elegancia que puede ofrecerse en una isla del Caribe y en un régimen que entonces los perseguía, un homosexual se me acercará para invitarme a tomar el té a las tres de la tarde, hora local con un calor de plomo.
Nunca más volveré a sentarme en el Hotel Nacional de La Habana frente a ese mar que fue de los balseros que partieron clandestinamente para Estados Unidos, llenos de ilusiones, las mismas que muchos de ellos perderían al desembarcar en un universo sin fe ni ley, así decía el estribillo del cantar de los cantares que acompañaba al lanzamiento de la célebre serie de TV norteamericana Dallas.
Nunca más volveré a reír con esos amigos que me hicieron soñar en el Capri de La Habana cuando nos bañábamos en el tejado del edificio desde donde la ciudad se perdía por el Malecón.
Nunca más me sentaré en el Vedado en el mismo banco que el Beatle John Lennon, entre árboles y sueños de un recién llegado al aeropuerto José Martí, el viejo, donde vi los primeros ojos verdes cubanos.
Nunca más pensaré que La Habana fue o pudo ser para mí una segunda vida, en aquellos tiempos en que el uniforme verde olivo parecía elegante.
Nunca más volveré a creer que a ocho o diez horas de París se escondía el comienzo de otra manera de vivir, otra manera de intentar ser feliz.
Porque nunca más pensaré que hay paraísos en el mundo, capitalistas o comunistas. No hay más que vida, donde no existen precisamente las reglas que observaban hasta el empacho los elegantes de los primeros combates de boxeo británicos.
Y cuando mañana empiece a salir el sol por el mar y las calles se animen con los ruidos del despertar nunca más pensaré que hoy puede ser otro día, porque no hay más que el que se vive en un instante. Todo lo demás son religiosas creencias en una vida mejor que todos los gurús y papas del mundo reparten en sus iglesias como peladillas en los bautizos franceses.
Y cuando alguien me pregunte si supiste que todo lo que creíste en un momento de tu vida sería mentira un día confesaré y haré penitencia como el buen católico que fui un día hasta que, como en La dolce vita, que ya tiene nada menos que cincuenta y ocho años de existencia, llegó la desilusión que nunca falta ni en la más perfecta de las vidas.
Y Marcello Mastroianni y Anita Ekberg seguirán viviendo en las cinematecas, el único refugio del cine inteligente que se prostituye más y más agudamente de lo que creen las feministas que no lo eran tanto. Pero el Cristo que Federico Fellini paseaba arrastrado por un helicóptero sobre el Vaticano se habrá marchado, huyendo de los ladrones fariseos del templo. Y las películas terminarán con el signo de necedad en lugar de aquel FIN que tantos suspiros reunió a lo largo de los tiempos.
(El título de este artículo podría haber sido de puro tremendismo, pero el autor, es decir yo, un servidor, afirma que es exactamente el anuncio que hacía el conductor de un tranvía de Lisboa cuando llegaba al final de su trayecto, un camposanto).
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