Colaboración: Adiós, Señor Presidente

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Lula da Silva

Por Sergio Berrocal   

He despertado envuelto en una manta de tristeza. Hay días así. A Bukowski le ourrían otras cosas y cada loco con su tema. Sabes que tienes que saltar a la piscina, con frio o calor, y esperar el mejor momento para pegar una suave patada al fondo y volver a la superficie, donde te esperan las geishas del humor recobrado, los besos nunca dados, nunca recibidos. Pero se habrán alejado los malos consejeros de Hemingway y podrás seguir escribiendo.

Siniestra mañana en la que ya todos los comentaristas dicen que Lula ya no tiene nada que hacer, que seguirá en la cárcel lejos de las urnas, que nunca más tratará de devolver la sonrisa a los pobres de su inmenso y gran país de la nostalgia y de la alegría con los ojos empañados de las legañas de la esperanza.

Roberto Carlos cantaba en el inmenso estadio del Maracaná. El Papa Juan Pablo II en lo alto de una especie de pirámide de cartón y madera trataba de seguir el ritmo con su pobre cuerpo roto por el Parkinson.

En las tribunas, católicos y vírgenes de religión, judíos y cristianos sin Virgen vibrábamos. Minutos de fe y de emoción. Era en 1997. Lula todavía no daba mucho que hablar.

Lula probablemente no será presidente por tercera vez y los brasileños, que llevan mil años contemplando pasivamente la tiranía que les encarcela en la pobreza tendrán que seguir adelante, como puedan. Claro que no son malas noticias para todo el mundo. Los todopoderosos, aquellos que en tiempos de la pujanza del caucho, del café y otras riquezas, llamaban los coroneles, abrirán el champán que todavía les quedaba de cuando sus antepasados inauguraron en Manaus la suntuosa Ópera, para recreo de las damas y orgullo de sus maridos. Era un final de año, del año 1896 o algo parecido. Las riquezas abundaban, sobraban con el caucho que se vendía en el mundo entero. Todos ricos, poderosos, bellas damas que se vestían en los mejores modistas de París y se desnudaban en Manaus.

Hasta que un inglés, nunca falta un inglés en una traición, se llevó una planta de caucho a Oriente, robada, como han hecho durante siglos, y allí plantó la nueva industria del caucho y las plantaciones brasileñas fueron al pairo, como un buque perdido en el rio Amazonas.

No sé ni por qué le cuento el cuento de Manaus para decirle adiós a Lula.

El poderío de los coroneles sigue vigente en Brasil. Unos pocos mandan y los demás a joderse o a rezarle a Jesús, ese tipo que está presente en todos los lugares donde hay por lo menos un pobre, y si es un pobre de misericordia hay que añadir los santones y los santos menores.

Jesús no ha podido con los tramposos jueces que han confinado en una celda, por amplia que sea, a Luiz Inácio Lula da Silva, antiguo tornero en Sao Paulo, líder del PT, organización izquierdista que en Brasil pinta tanto como yo, y dos veces presidente de Brasil. Todo un personaje.

Durante mis tres años de corresponsalía en Brasilia, esa ciudad que otro presidente, Juscelino Kubitchek, mandó construir entre serpientes y árboles muertos en la sabana de Goias, para que, se decía para sí, los malditos políticos se alejasen de la voluptuosa Rio de Janeiro, donde otro presidente, que lo había sido cuatro veces así como así, Getulio Dornelles Vargas, se suicidó en su despacho oficial el 24 de agosto de 1954, en el Palacio de Catete, una impresionante y sencilla construcción que luego se convirtió en un museo, en uno de los más bellos barrios de Rio de Janeiro. Y donde pasé el terror de mis entretelas.

Lula, el obrero que hablaba mal, que tenía, ya quizá sus carcelarios lo hayan rectificado en su cárcel, un frenillo en la lengua, fue Presidente de Brasil, uno de los países potencialmente más poderosos del mundo, desde el 1 de enero de 2003 al 31 diciembre de 2010. Dos presidencias que los observadores que siguieron día a día su trayectoria calificaron de exitosa para los pobres, que además de más comida, sobre todo esos niños que a veces no tenían nada que desayunar, se sintieron en seguridad.

Pero los antiguos coroneles se la habían guardado. No les había hecho ni pizca de gracia que se instalaran en el aéreo Palacio presidencial de Planalto durante tanto tiempo. Y todo porque se habían descuidado y creían que ese muerto de hambre nunca tendrían talento para alcanzar los votos necesarios.

Confieso que a algunos periodistas que cuando ya había perdido una vez la posibilidad de ser primer mandatario andábamos con él por la Cámara y otros lugares de mala fama de Brasilia nos pasaba igual que a los coroneles. No se nos ocurría que aquel hombrecillo bajito, con trajes mal cortados y su particular manera de hablar pudiera quitarle la presidencia al brillantísimo Fernando Henrique Cardoso, guapo para reventar –las jóvenes periodista de Brasilia suspiraban por él y alguna se lo llevó a una playa secreta y perdida en la enorme geografía brasileña, de donde hubo que sacarlo en helicóptero alguna vez--, profesor de la Sorbona y poseedor de una gran cultura.

Cuando Lula se reunía de vez en cuando con los periodistas extranjeros para comer alguna de las delicias sacadas del Amazonas, siempre se mostraba sumamente optimista. Es cierto que servíamos un vino chileno de lo mejor. Pero al final, cuando él nos hablaba de sus proyectos para cuando fuera presidente, sonreíamos cortésmente y movíamos la cabeza.

Nos pasaba como a los ricos. No veíamos al tornero manejar un país tan complejo como Brasil.

Ahora, según las últimas informaciones, parece que Lula se ha resignado a no dar más esperanzas y que se presentará en su lugar alguien de su partido.

Adiós, Lula, adiós.

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