Colaboración: Arroz con frijoles

por © NOTICINE.com
El malecón habanero
Por Sergio Berrocal    

Emociona, te lleva a otro mundo, un lugar donde hubo emociones, tal vez mucho llanto, un universo donde se guarda el culto al recuerdo. Donde parece no olvidarse, en una Cuba cada día más extraña, dividida entre quienes quieren correr hacia el futuro de gritos y furor y los que desde trincheras ya ajadas quizá pero reales se agarran con las dos manos al pasado que ellos creen presente-futuro.

Leo Fidel, Fidel, mil veces Fidel, Che, noventa y cuatro veces Che, Martí, mil veces Martí. Celia, el béisbol que no para de sonreír, en un país enemigo jurado del otro gigante que inventó ese juego como himno nacional. Jazz Vilá. Mella.

Recuerdos, recuerdos. Mira, chico, a nosotros, los europeos, no nos dejan tener recuerdos. Tenemos psiquiatras, más caros que la vida, que nos dicen que el pasado, los recuerdo es cosa malsana. Nos formatean el disco duro para que vivamos en un presente de mierda que huele a muerte. Sigue tú con tu pasado, mientras te dejen. Que no tardarán mucho.

Entiendo que desde un cierto desfile de mujeres bonitas, flexibles, ricas y nada disponibles más que para el esposo dólar, que arrancaron los recuerdos más sagrados en ese paseo mítico de La Habana, entiendo el dolor de los que quieren y no pueden. Y el de los que querrían quedarse atrás, donde existió la Revolución, con erre mayúscula.

Extraña Cuba a vista de pájaro de ocho o nueve mil kilómetros de océano, porque va aumentando la distancia con el tiempo que no logras parar, porque los jóvenes, los de las películas de Internet, los que no conocen más que de oídas lo que pasó, bueno, inolvidable para unos, indiferente o peor para otros, están hastiados. Quieren otra cosa.

Y entonces algunos saltan al mundo glorioso de los que manejan con aparente desconcierto el euro, el dólar. Ellos, sus padres y temen que sus hijos, están anclados en ese viejo peso que en mis tiempos, tiempos del cuplé del tango que nunca bailarás en la Plaza de la Revolución, por muy bonita que sea ella, por mucho que te sonría y te llame Mi amor. El viejo peso con sus subdivisiones que solo daba para comprar Granma y para un café inolvidable en un  minúsculo dedal de metal que el diablo se lo lleve.

Llueve en La Habana y el agua cae caliente, como en la ducha de aquel hotel cuando te quejaste de que en tu baño no había agua fría. Y sentiste subir por el tubo del teléfono una sonrisa mañanera, complaciente, con olor a café recién molido, voz sensual porque en Cuba nada es neutro, nada es por casualidad. “Señor, el agua caliente que usted tiene es el agua fría, lo que pasa es que el tiempo está un poco revuelto…”. Y antes de colgar la voz que te llegaba hasta el tuétano del último dedo del pie derecho te bendecía la mañana con una risa.

La misma risa de aquel comedor suntuoso del Nacional donde teníamos un pianista esmoquinado para nosotros dos, que entonces, era hace muchos años, restricciones, pan negro en los hoteles, chocolate que te pedía algún atrevido; sonaba un bolero, el mismo bolero de siempre, porque no hay boleros hay un bolero que se repite al infinito. Y mientras ella trataba con sus ojos llenos de olvido y resignación, pero que sonreían, trataba de convertir aquel pollo en un pato servido con la ceremonia del Maxin’s de la Rue Royale de París, donde el maître te hubiese clavado sus uñas de Frankestein con levita… Pero el pollo de convertía en una divinidad de manjar que ella, siempre ella, que nunca tuvo nombre, pero que usted siempre sabe que es ella, porque no hay otra, acompañaba con una sonrisa triunfadora.

Porque los cubanos siempre ganan, y no hablo de béisbol. Los muchachitos del norte, que ahora quieren tener un Donald Trump con un botón nuclear más gordo que el del presidente de Corea del Norte, no entienden que se pueda resistir más de cincuenta años sin bajar la cabeza, sin ponerse de rodillas y pedir perdón al amo blanco que ahora me deja subir en su autobús y mear en su meadero, por el amor del Arcángel San Gabriel, de la Virgen de la Caridad del Cobre, por todos los santos echados del paraíso. Ruega por nosotros, San Pancracio, con tu sexy uniforme de colorines.

Llueve en La Habana. Y siempre encuentran una sonrisa, incluso en aquellos tiempos del maní, del eterno arroz con frijoles que a ellos les salía por las orejas y a ti, extranjero incauto, te lo presentaban como el plato guisado directamente allá arriba, en el Olimpo, en aquel restaurante con paredes firmadas, probablemente para no tener que encalarlas. Y les decías a tus amigos cubanos, algunos no tan amigos, digamos que guardianes, guías de la moralidad que nunca existió, les decías que aquello era boccato di cardenale y no sé que soplapolleces más. Pobre incauto de visitante, de turista con ropa que en la calle te olían a Europa, a lo que ellos creían que era una vida mejor. Y la vida, querido niño cubano, sí, tú, el de uniforme de pionero, ¿se dice así?, nunca es buena. Vengo de un país en el que los niños no sonríen más que con la play estación esa y sus muñequitos grotescos, los juegos de guerra, y sus padres tontos, hartos de ambiciones y repletos de fracasos.

No, querido niño que andabas por entre aquellos árboles del Vedado, después de la lluvia caliente, aquí en el mundo que te pintan los yanquis no se respira mejor, no somos mejores ni más felices. Sobrevivimos en espera de que alguien entre a caballo o en camión con barba y un grito de esperanza en la boca. Y nos diga que todo va a comenzar. Que somos libres. Que ya se acabó el destino de los amos. Esperaremos el caballo de Zorro pero estamos seguros de que en su lugar aparecerán, siempre ocurre igual, los malditos catorce jinetes del Apocalipsis, con sus Kalachnikov llenas de furor y balas que matarán y matarán. Hasta la próxima entrega.

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