Colaboración: Ultimo tango en La Habana

por © NOTICINE.com
Fantasía cubana
Por Sergio Berrocal   

Las dos muchachas blancas en sus vestidos blancos en una blanca noche de blanca sabana brasileña bailaban y bailaban, sin ritmo ni concierto, sin música ni palangana. Bellas como una muselina recién salida de su caja virginal, se miraban a los ojos mientras Count Basie las acompañaba en silencio, por fin, por misericordia divina, porque un alma negra nunca deja de bailar. Se miraban a sus ojos verdes, verdes como el trigo verde, y se decían cosas bonitas e irrepetibles y en voz baja, musitando un amor de adolescentes del que nadie se percataba.

Cecil B. de Mille estaba hasta las narices. Desde un árbol a dos mil pies sobre el nivel del mar de los Sargazos, le habían traído desde Hollywood únicamente para que gritase ¡¡Corten!!" cuando le diese su real gana.

El Paseo del Prado, de donde los maniseros habían huido por amor al pellejo bien conservado, lucía de millones de luces llenas de bonitos vatios que ya habrían querido para sí los apagones de otros tiempos en La Habana.

El resto de la ciudad ya no existía. Todas las energías cósmicas se habían concentrado allí, en aquel centro bullangero donde esta noche de verano tropical reinaba el orden. La nave nodriza de los Invasores lo vigilaba todo a treinta metros solamente. En su scooter espacial, Diana, la bella jefa de las huestes invasoras, degustaba plácidamente los treinta y dos ratones que guajiros cubanos le habían regalado para que les dejara admirar su rostro sin las escarchas de los dragones. Bella era Diana, decía la gente. Y ella traga que te traga ratones exquisitos lavados con Chanel 5.

Un enano con gruesas gafas compradas en el mercadillo de la Rampa –él, el muy maldito decía que no, que llegaban directamente de una boutique de París—estaba debajo del árbol donde Cecil B. de Mille rodaba y dirigía aquel gallinero de bellas de las más bellas traídas por aviones con pisos y baños turcos desde el otro lado del mundo.

Las muchachas no tenían jet lag pero a algunas les costaba acostumbrarse a las perfusiones de mojito.

Música, música loca, nada que ver con la que hacía refregarse lánguidamente a las bailarinas de la sabana brasileña, empezaba a animar el Paseo del Prado, acordonado por las fuerzas del Bienestar social  que lucían preciosísimas fajas azules de las Hermanitas de la Cruz.

Fuera del grupito de las modelos vehiculadas gracias al señor de los cielos que había puesto a su disposición su flota de Airbus gigantescos que normalmente utilizaba para transportar la cocaína con la que atontaba a los adinerados y más pobres habitantes del mundo mundial, señoras cubanas miraban adustamente aquel derroche de colores, luces, lujo y tacones altos.

Amas de casa que aquella tarde no habían conseguido los costosos tomates que a ellas les gustaba reflexionaban con la seriedad de quien no entiende. Y miraban y remiraban a aquellas cocotes de ideas cortas y trajes largos y apelmazados de mil colores maravillosos que sólo se veían en los jardines orientales de la Alhambra en viaje turístico regalado por una emisora de Miami.

Las modelos, bailarinas o como diablos se llamaran, empezaban a deslizarse por el mármol habanero conscientes de que estaban realizando el show del siglo, vamos que ni el Papa argentino. El enanito que las manejaba como quería les había advertido alto y claro que aquello era un reality show –lo decía relamiéndose con acento germano-polaco--, que sería escrutado en las pantallas menores del mundo entero.

"¡Niñas, al salón!", prorrumpió una voz por un grueso micrófono de la época diocesana de la Unión Soviética, cuando las muchachas sin vergüenzas mayores desfilaban con grandes lazos en el pelo y petos impecables sobre unas piernas de robustas campesinas del Cáucaso.

Fue entonces cuando surgió el primer aviso. Eran las cinco de la tarde, en otro mundo o en otro planeta, y hasta las 17 hora local, o 16h00 gmt, y los toros iban a salir del chiquero.

Federico García Lorca ya había llorado por su amigo el torero que tan mala tarde había tenido, que un morlaco desaforado y sin alma le había empitonado hasta la muerte. Ignacio Sánchez Mejías que se llamaba aquel mozo de traje de luces roto.

Desde la nave nodriza que no quitaba un ojo al Paseo del Prado, Diana la reptil vigilaba con sus ojos verdes y su lengua de lagarto de la islas Vírgenes. Todo iba bien por el momento.

Y fue en ese preciso momento, cuando se encendía el sol en el ruedo, cuando una voz rebelde gritó: "¡Que toquen la Quinta Sinfonía!".

Una señora que había conseguido avanzar hasta la improvisada pasarela porfió: "¡Las cuatro estaciones de Vivaldi!".

Otra voz intervino como un gong final: "¡Déjense de monserga. Que toquen La Cumparsita!.

La primera oleada de modelos chics se lanzó a la pasarela mientras una imprevista orquesta compuesta por gitanos rebeldes de Emir Kusturica procedentes de Sierra Maestra interpretaba "Carmen" en medio del jolgorio general.

Las trotonas con trajes de mil colorines preciosos de la muerte avanzaban en tromba, más rápido que la música, porque ya no sabían si tenían que trotar al ritmo de Carmen o de la Quinta Sinfonía, que aquello era un lío, mi señora.

Iban "cabalgando con la prisa del jinete que tiene una cita en Damasco", que hubiera dicho el escritor mexicano Fernando del Paso.

El enanito estaba paralizado por el orden tan desordenado y no sabía qué decir. Mientras Diana en su nave nodriza engullía deliciosos ratones de mil colores, él se conformaba de cartuchitos de maní que un improvisado manisero le mandaba por avión a cobro revertido.

Sacha Distel, recién traído del más allá por capricho divino, se quejaba con sonrisa de dientes blancos de que menuda noche aquella.

"¡Corten!", aulló Cecil.

Y todo se calló.

La noche surgió.

Y todo se fue al carajo.

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