Colaboración: La promesa del alba

por © NOTICINE.com
"O pagador de promesas"
Por Sergio Berrocal   

El calor caía como espeso chocolate silencioso en la olla cuajada de mil flores amazónicas sin nombre que poblaban aquella plaza de Salvador de Bahía. Noche de brujas. Miles de personas sonreían sin más razón que estar vivos, en un lugar en que la vida podía ser maravillosa y espantosa para los que nada podían esperar. Brillaban las sonrisas y se movían los labios pero nada salía de las bocas, ni siquiera de aquellas bonitas de mujer con ojos rastreadores y risueños que te miraban sin verte. Vivían en un país que hoy tiene más de doscientos millones de criaturas, un continente donde se habla brasileño y no portugués.

Una nación enorme y compleja acostumbrada a existir en circuito cerrado. Cualquier cantante brasileño totalmente desconocido fuera de Brasil, vende millones de discos, sin necesidad de salir de sus fronteras. Cualquier película se nutre de su gente sin necesidad de putear más allá.

Aquella noche, en una sala con vistas a la plaza, se proyectaba "O pagador de promesas", de Anselmo Duarte, que ganó en 1962 la Palma de Oro en Cannes, con una crónica muy nordestina, en blanco y negro trágico como la vida misma en el nordeste de Brasil, donde en los años cincuenta y sesenta bandidos despiadados todavía corrían a caballo, machete en mano.

Otros, llamados políticos, con menos escrúpulos que los caballistas, perpetraban sus fechorías en la impunidad del relajo tropical.

En la otra parte estaban los adoradores de santos y dioses, de largos cuentos y de incontables milagros que se aferraban a la fe, a la que fuera, para sobrevivir en un clima de fuego, con agua escasa y cara y políticos que no se acordaban de aquellos campesinos sin tierras y sin ilusiones más que cuando se acercaban las fechas de las urnas y había que renovar la prebenda.

Hasta una ligadura de trompas podía prometer un candidato a la madre desesperada de familia numerosísima si conseguía que los suyos votaran como era debido.

El chocolate de la plaza lo estaba yo tomando en el año dos mil menos tres y todavía se contaban mil horrores de los que mandaban. Tiros mortíferos y rápidos por una copa de cachaza, el aguardiente que con la feijoada, maravilloso, plato a base de arroz y alubias negras, que los señoritos tomábamos en Rio, Sao Paulo y Brasilia, pero que los miserables, casi todos ya habían pasado la categoría de miserables, comían por necesidad con un mal tenedor en una"lanchoneta" baratica y sin pruritos turísticos.

En la capital de Ceará, o en el Estado cercano, o allí mismo, las muchachas más vistosas se vendían en un dancing adonde extranjeros desembarcados en vuelos directos desde Europa acudían buscando carne fresca, una novia por una noche, por unos días. Las más afortunadas conseguían incluso el casamiento y un pasaporte para el extranjero que fuese.

Eso era en las ciudades civilizadas, muy lejos de la cachaza del pobre. En aquel dancing de Salvador de Bahía que regentaba un portugués que en otra vida había sido cazador de langostas en las templadas aguas de Salvador. Fino el muchacho que había entendido las necesidades de los europeos sedientos de un amor diferente del que otras mujeres, más blancas y más aritméticas les ofrecían en una Europa o en unos Estados Unidos deshumanizados.

En la plaza, las chanclas ya chirriaban para entrar en la sala donde se desarrollaba uno de los dramas más conocidos de la filmografía brasileña, el cuento amargo de Zé, campesino nordestino que quiere cumplir una promesa que le hizo a un santo del Candomble, creencia paralela a la oficial y muy católica Iglesia.

En la película en blanco y negro, en medio de la solana constante que hace decir a los nordestinos que no necesitan mechero porque los cigarros se encienden con solo frotarlos en una pared, Zoé se empeña en pagar su promesa, arrastrando una pesada cruz en busca de no se sabe qué perdón de pecados cometidos en la insolvencia de la miseria clásica del nordeste.

El cura de la película se opone a que el hombre pueda cumplir, porque se la ha ofrecido a una religión maldita y disidente.

Mientras el aire acondicionado de la sala nos refrescaba, era fácil pensar en tanto pagador de promesas. En nosotros mismos que alguna mañana, o quizá una tarde como la de Salvador de Bahía, decidimos cumplir algo.

Muchas promesas también se habían murmurado y a veces cumplido en el dancing entre una nativa bella como la vida misma y un extranjero enamorado de tanta belleza amable. Algunas de aquellas muchachas habían podido escapar a la vida miserable, a veces con prostitución incluida por un poco de algo, y viajar a Europa con un anillo en el dedo.

Otras, las que menos suerte tuvieron, siguieron acercándose a los coches que pasaban por las avenidas derretidas de calor en busca de la promesa de unos reales para llevar a casa, donde a veces esperaban hermanos y hasta un padre de curiosa mentalidad.

Y las que pudieron tomar el avión para Europa con miles promesas hechas en el éxtasis desconocido por aquellos campesinos europeos seguramente tuvieron que pelear al otro lado del mar para que las promesas que a ellas les hicieron siguiesen cumpliéndose.

"Eu hoje só feliz e por causa de vôce canto" (Hoy soy feliz y por ti canto), decía la bella Ivete Sangalo, la reina de Bahía.

Pero creo que no cantaba para aquellas chiquillas que tenían que sacrificar la frescura de sus vidas más íntimas no para ser felices sino sencillamente para sobrevivir en aquella jungla de asfalto en la que habían nacido, a dos pasos de la selva más profunda.

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