Colaboración: Any Cabrera, en el Cielo y en la Tierra

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Any Cabrera
Por Sergio Berrocal    

Sobrevivías las veintitantas horas diarias con el alma encogida, acurrucada, entre la laringe y la glotis, sin poder tragártela y acabar de una vez con la angustia del veterano, porque cuando se está en el limbo del recién parido ni sufres ni padeces. Día tras día, noche larga tras noche sin sueño, te recitabas los despachos que habían pasado delante de tus ojos, las palabras de tal personaje que se consideraba a sí mismo como alguien importante, la impresión de que se te escapaba algo. A once mil kilómetros de tu base natural (París) y a casi mil de la que en Río de Janeiro tenías en otros compañeros. En un país inmenso, complejo, todavía más cuando acabas de llegar y el brasileño, que no portugués, por Dios, todavía se te resiste como una mocita coqueta. Finalmente acabarás en el portuñol, puerto sin retorno.

Any Cabrera, oriunda de El Salvador, periodista convencida de que su profesión era tan útil como la de un médico, se murió estúpidamente, dicen que de un ataque al corazón, a los 60 años de edad, allá en su piso de México. Es preferible. El cementerio de Brasilia nunca me gustó.

En tiempos de información ultrarrápida, la noticia me ha llegado con un mes de retraso. Y en el fondo me alegro porque así he conservado a Any viva un poquito más.

Me hubiese gustado ver la espantosa esquela mortuoria en el Carnet, la página más leída del diario francés Le Monde, donde para ser alguien en Francia tienes que figurar por lo menos dos veces en tu vida, cuando naces y cuando te largas. Es muy distinguido. Pero dudo que a ella le hubiese gustado.

Porque Any conocía las miserias de la guerra más que los salones de embajada con el cóctel de las cinco en punto de la tarde.

Any fue reportera de guerra, no en esas civilizadas confrontaciones con ejércitos ricos y con reglas, porque hay reglas hasta en la estupidez de un enfrentamiento armado. A ella le tocó la guerra espantosa y civil de El Salvador, que dejó miles de muertos y miles de horrores, incluyendo a los indispensables desaparecidos.

Había vivido todo lo malo que se puede vivir cuando estás en Centroamérica entre la democracia disfrazada de salvajismo estatal, como esa otra guerra eterna y renovada, subterránea, de Guatemala, y los otros, santos por un rato y diablos toda la vida, sobre todo cuando se asientan en el poder que ha costado cientos de vidas.

En los fines de semana tranquilos, solíamos reunirnos en mi casa de Lago Sul y Any era la primera en llegar.

Parapetados detrás de un güisqui helado, siempre había más de uno, comentábamos nuestras cosas, lo que sería la semana siguiente.

En los últimos tiempos Lula da Silva, exsindicalista, antiguo tornero en una fábrica de Sao Paulo, copaba todas las conversaciones. Ninguno de nosotros, ni después de dos copas, hubiese apostado por el líder del Partido dos Trabalhadores para ser Presidente. Y lo fue dos veces consecutivas, Menudos analistas políticos estábamos hechos…

Cada uno de nosotros trabajaba para un medio extranjero. Teóricamente jugábamos en equipos diferentes pero nadie trataba de meterte un gol o sacarte una tarjeta amarilla y menos aún una roja. Ante todo éramos amigos, que se habían encontrado en aquella sabana lejos de todos y habíamos aprendido a respetarnos.

En Brasilia, ciudad que enamora nada más que aterriza tu avión, aprendimos que vivíamos y teníamos que entender un mundo que no conocíamos donde solo andaban, vagaban y trotaban por las calles-autopistas traperos que con sus mulillas desvencijadas les ayudaban a ganarse la vida. Los otros, nosotros, íbamos en coche.

Aquellos pobres eran, imagino que todavía lo son, hijos de la región más tristemente miserable de Brasil, el Nordeste, y negociaban su supervivencia con las toneladas de papeles y cartones que vomitaban las diferentes oficinas oficiales. Gracias a Dios que Brasilia era la capital, la del poder. Y ellos se conformaban.

En aquellos ratos de tranquilidad tratábamos de hacer acopio de paciencia para lo que podía venir y ni contábamos los violentos y desagradables mosquitos que saltaban a nuestro alrededor, entre la piscina y los árboles frutales, y que todos, toditos ellos, llevaban el mensaje del dengue, que podía ser mortal.

Ahora, Europa se prepara para los Juegos Olímpicos de Río y uno de sus mayores enemigos será un mosquito inoculador de un virus nuevo.

Nosotros solo teníamos a los bichitos que transportaban el dengue rompe hígados. Algo era algo.

Any observaba, comentaba nuestras digresiones y sonreía. Sólo se ponía seria cuando había que lanzarle una pregunta impertinente al ministro de turno que trataba de colonizarnos.

Durante los tres años que estuvimos juntos en Brasilia –nuestros despachos estaban en el mismo edificio y nos pasábamos el día consultándonos—Any apenas una vez o dos aludió a la guerra feroz aquella de su tierra en la que ella había visto muerto a Monseñor Romero, tiroteado sin el menor temor a Dios durante una misa.

Aquello, se diría ella, había ocurrido en otra vida, en los ochenta y ahora estábamos tan panchos en un jardín tropical tomándonos unas ricas viandas y bebiendo mientras el compañero de la agencia italiana ANSA, argentino guitarrero y cantaor de tangos en sus horas libres, Humberto Giannini, nos enamoraba con sus improvisaciones.

Any, que trabajaba para la agencia norteamericana Associated Press (AP), solía mecerse en la inopia que creábamos con otros compañeros, el más asiduo creo que era el de la agencia de prensa portuguesa Lusa, Alfredo Prado, que terminaría por dejar la angustia de la noticia para abrir un suculento restaurante.

También estaba Walter Sotomayor, todoterreno de la información y veterano de Brasilia y de Brasil, dos frentes informativos que conocía como nadie. Y el guapetón de Aldo, creo que de la agencia EFE, que las traía a todas locas.

Con Any, mujer secreta pese a su locuacidad, solíamos dejar de lado las cosas "importantes" y hablábamos más bien de las más infinitas frivolidades a las que como periodistas teníamos acceso en la capital de Brasil, donde de lunes a viernes vivían, amaban, se enamoraban y peroraban y dictaban leyes y órdenes de vida senadores y diputados de un país que hoy tiene doscientos millones de habitantes.

Era nuestra fórmula para evacuar los problemas de una semana de información, casi siempre con crisis en curso o por llegar. En Brasilia siempre ocurría algo, como decían los altavoces de las Galeries Lafayette, en París.

Eso sí, el viernes, políticos, secretarias de políticos y primas hermanas de políticos, se precipitaban al simpático aeropuerto para tomar un avión rumbo a Sao Paulo o a Río de Janeiro y curarse hasta el lunes de la aparente calma de los cementerios que reinaba en Brasilia.

Estábamos rozando los años dos mil pero todavía se contaba el chiste de que el mejor hospital de Brasilia era el primer vuelo para Sal Paulo, la ciudad de todos los milagros económicos, de todas las raterías.

Vivía casi más con Any que con mi propia esposa. Desde la mañana en que salíamos para la primera conferencia de prensa, en general en Itamaraty, sede del ministerio de Relaciones Exteriores. Hasta que uno y otro echábamos el cierre de la noche –cuando los políticos se iban a casa- trepábamos por el damero político y económico y luego, cuando ya el sol se acababa, enviábamos nuestras notas.

Consultaba a Any a menudo porque aunque era joven estaba muy bregada y siempre solía darte los mejores consejos. A veces era ella la que me llamaba en busca de un dato. La atrocidad de El Salvador –aquello fue más que una guerra según nuestros cánones occidentales— había hecho probablemente de ella una mujer sensata, muy reflexiva, de una tranquilidad a prueba de tiros. Aunque tal vez le viniese de siempre.

En enero de 1999 los mercados se vinieron abajo y Brasil tuvo que devaluar previo recurso al Fondo Monetario Internacional que dictó una de sus malévolas e indigeribles recetas amargas a base de recortes inmisericordes en temas tan esenciales como la sanidad.

Para los corresponsales extranjeros en Brasilia, la crisis del real, hasta ese momento la moneda más estable de toda América Latina, se tradujo en un trabajo insensato que consistía en explicar el cómo y el porqué, manejando cifras macroeconómicas que a todos nos sonaban a chino.

Al cabo de una semana sin apenas dormir, tratando siempre de que el ministro de Hacienda, Pedro Malan, nos diese claves para explicar lo inexplicable, todos estábamos agotados.

Terminé la crisis en un hospital cinco estrellas de Brasilia, sin tiempo para seguir el consejo paulista. Otro compañero, un belga, el único que entendía algo, decidió que ya estaba bien y se fue con su novia, una preciosa brasileña de Salvador, a vivir una vida más tranquila lejos de los mercados.

No recuerdo que Any se inmutara más de lo necesario. Siguió escribiendo con su flema casi británica, tomando de vez en cuando un trago en el Lago Sul con todos nosotros. Y poco más. Y si había escapado a una de las guerras más cruentas del continente, ¿por qué diablos no iba a sobrevivir a aquellos avatares financieros?

Estoy seguro que no entendía, o se reía por los bajines, como le gustaba hacer, de aquellos dos hombres tan frágiles.

De ella nos queda su cachonda sonrisa, modesta y un tanto tímida. Sonreía cuando lo necesitábamos. Que era casi siempre.

Luego, casi al mismo tiempo, ella fue llamada a México, donde se convertiría en editora en la AP, y yo seguí para París.

Se marchó de Brasilia sin enterarnos de que durante años habíamos tenido con nosotros a una muchacha modesta, excelente periodista pero que también había sido catedrática de periodismo antes de que la guerra sucia de El Salvador la llamara a las filas de la información que no entiende de teoría y sí de mucha práctica.

Y nunca se le ocurrió darnos lecciones.

Adiós, Any. Nos vemos.

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