Crítica: "Coco", apuesta arriesgada pero ganadora
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Por Sergio Huidobro
En la hora de las palabras fuertes y las afirmaciones categóricas, gana el primero que llegue al timeline y escriba –o grite- con mayúsculas que "Coco" es la obra maestra de Pixar, su piedra de toque en cuanto a su identidad creativa o a los riesgos que toma. Quizá lo sea, quizá no; sus méritos están a la vista y sus tropiezos son relativos, fácilmente disculpables. En todo caso, obra cumbre o no, "Coco" es muchas otras cosas que ameritan un debate más amplio y menos exaltado.
Pixar lanzó una moneda más al aire: exhibir su polémico proyecto sobre el Día de Muertos por primera vez, una semana antes que el resto de México y un mes antes que el resto del mundo, en el Festival de Morelia, frente a una de sus audiencias más celosas de la tradición mortuoria: la michoacana. Con el lago de Pátzcuaro y las ofrendas del Mictlán a no tantos kilómetros de distancia, Lee Unkrich y Adrián Molina presentaron su creatura, una insólita excursión de Woody y Nemo en los territorios del cine chicano.
Nada más lejano que aquella discusión bizantina sobre la legitimidad de un emporio corporativo como Pixar para patentar personajes extraídos sin mediación del imaginario popular: alebrijes, xoloescuincles, diseños de papel picado, etc. Como pieza de arte popular e industrial al mismo tiempo, "Coco" es el reto más valiente, arriesgado y satisfactorio de diálogo bicultural que un gran estudio se ha impuesto a sí mismo. Que su lanzamiento coincida con la administración de Donald Trump es un mérito involuntario, pero nada despreciable.
A nivel argumental, "Coco" funciona como un pastiche hábil y sin costuras de los temas y conflictos recurrentes en Pixar desde hace un cuarto de siglo: un individuo común —casi siempre niños, pero a veces juguetes, ratones, automóviles o robots— atraviesa un umbral hacia un mundo escondido que implica, al mismo tiempo, un cruce en el umbral de la madurez emocional y la superación de algún miedo, frecuentemente ligado a la ausencia de una figura paterna por un lado y, digamos, la movilidad social como leit motiv. El estudio cofundado por Steve Jobs ha modelado los marcos emocionales de unas tres generaciones (todas millenial) con este mismo relato, y "Coco" está lejos de ser excepción, pero ¿para qué dejarían de hacer algo que hacen mejor que nadie?
Para equilibrar balanzas, "Coco" quiebra varios de los tabúes del estudio. Sus protagonistas no son blancos ni caucásicos, un personaje muere a cuadro y sin metáforas, el tema del abandono paterno-filial y el quiebre de núcleos familias aparece con palabras claras, sin sobreentendidos, elipsis ni canciones metafóricas. Todo ello, por primera vez.
Aunque el modelo de co-dirección, con películas encabezadas por duplas o tríos creativos, ha sido desde "Toy Story 2" (1999) un modelo más funcional y con mejores resultados que el de directores solitarios, Pixar eleva la apuesta con su primera dirección bi-naciona, pues aunque el veterano de casa Adrián Molina sea legalmente estadounidense, su entendimiento natal de la cultura mexicana alrededor del Día de Muertos salva a la cinta de todo rastro de imitación burda u homenaje americanizado en exceso.? "Coco" es estimulante, arriesgada y valiente en su intento por acercar a los públicos infantiles de todo el mundo a la psicología cultural de la muerte en México: una empresa que puso en aprietos constantes a Octavio Paz, pero que el estudio californiano despacha con una ráfaga de pirotecnia verbal, gags adecuados, imaginería desbordada y altas dosis de sentimentalismo bien canalizado. Es difícil decir que "Coco" triunfe a todos los niveles, pero cuando lo hace, se eleva al primer olimpo de sus creadores, y se anota aciertos de alta madurez y sofisticación.
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En la hora de las palabras fuertes y las afirmaciones categóricas, gana el primero que llegue al timeline y escriba –o grite- con mayúsculas que "Coco" es la obra maestra de Pixar, su piedra de toque en cuanto a su identidad creativa o a los riesgos que toma. Quizá lo sea, quizá no; sus méritos están a la vista y sus tropiezos son relativos, fácilmente disculpables. En todo caso, obra cumbre o no, "Coco" es muchas otras cosas que ameritan un debate más amplio y menos exaltado.
Pixar lanzó una moneda más al aire: exhibir su polémico proyecto sobre el Día de Muertos por primera vez, una semana antes que el resto de México y un mes antes que el resto del mundo, en el Festival de Morelia, frente a una de sus audiencias más celosas de la tradición mortuoria: la michoacana. Con el lago de Pátzcuaro y las ofrendas del Mictlán a no tantos kilómetros de distancia, Lee Unkrich y Adrián Molina presentaron su creatura, una insólita excursión de Woody y Nemo en los territorios del cine chicano.
Nada más lejano que aquella discusión bizantina sobre la legitimidad de un emporio corporativo como Pixar para patentar personajes extraídos sin mediación del imaginario popular: alebrijes, xoloescuincles, diseños de papel picado, etc. Como pieza de arte popular e industrial al mismo tiempo, "Coco" es el reto más valiente, arriesgado y satisfactorio de diálogo bicultural que un gran estudio se ha impuesto a sí mismo. Que su lanzamiento coincida con la administración de Donald Trump es un mérito involuntario, pero nada despreciable.
A nivel argumental, "Coco" funciona como un pastiche hábil y sin costuras de los temas y conflictos recurrentes en Pixar desde hace un cuarto de siglo: un individuo común —casi siempre niños, pero a veces juguetes, ratones, automóviles o robots— atraviesa un umbral hacia un mundo escondido que implica, al mismo tiempo, un cruce en el umbral de la madurez emocional y la superación de algún miedo, frecuentemente ligado a la ausencia de una figura paterna por un lado y, digamos, la movilidad social como leit motiv. El estudio cofundado por Steve Jobs ha modelado los marcos emocionales de unas tres generaciones (todas millenial) con este mismo relato, y "Coco" está lejos de ser excepción, pero ¿para qué dejarían de hacer algo que hacen mejor que nadie?
Para equilibrar balanzas, "Coco" quiebra varios de los tabúes del estudio. Sus protagonistas no son blancos ni caucásicos, un personaje muere a cuadro y sin metáforas, el tema del abandono paterno-filial y el quiebre de núcleos familias aparece con palabras claras, sin sobreentendidos, elipsis ni canciones metafóricas. Todo ello, por primera vez.
Aunque el modelo de co-dirección, con películas encabezadas por duplas o tríos creativos, ha sido desde "Toy Story 2" (1999) un modelo más funcional y con mejores resultados que el de directores solitarios, Pixar eleva la apuesta con su primera dirección bi-naciona, pues aunque el veterano de casa Adrián Molina sea legalmente estadounidense, su entendimiento natal de la cultura mexicana alrededor del Día de Muertos salva a la cinta de todo rastro de imitación burda u homenaje americanizado en exceso.? "Coco" es estimulante, arriesgada y valiente en su intento por acercar a los públicos infantiles de todo el mundo a la psicología cultural de la muerte en México: una empresa que puso en aprietos constantes a Octavio Paz, pero que el estudio californiano despacha con una ráfaga de pirotecnia verbal, gags adecuados, imaginería desbordada y altas dosis de sentimentalismo bien canalizado. Es difícil decir que "Coco" triunfe a todos los niveles, pero cuando lo hace, se eleva al primer olimpo de sus creadores, y se anota aciertos de alta madurez y sofisticación.
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