Colaboración: Eterno reto para el cine latino
- por © NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal
Me da una inmensa rabia, me siento totalmente desarmado. Ya sé que es pueril decir cosas así para hablar del cine latinoamericano, pero estoy harto de paños calientes, de falsas esperanzas, de tremendismos esperanzadores.
Y para no echarme a llorar no me queda más remedio que recordar aquellos festivales de La Habana, en honor al nuevo cine latinoamericano, cuando vivíamos (a partir de 1985) el entusiasmo un poco infantil en conferencias de prensa abarrotadas, en proyecciones donde no cabía ni la cabeza de un alfiler, en charlas animadas, al borde del puñetazo en cualquier lugar pero más frecuentemente en los jardines del Nacional, donde se organizaban inmensas discusiones con la gente que ese año presentaba películas y con otros que hubiesen querido presentarlas.
Leo un comentario que vale más que la pena de Gustavo Arcos Fernández-Britto sobre el Festival del Nuevo cine latinoamericano que acaba de terminar en La Habana: “Distanciado de su espíritu fundacional, el Festival ha dejado de ser la fiesta que integraba a todo un país, que llevaba películas a ciudades y comunidades, que hacía vibrar, emocionar o sufrir a millones de personas. Hoy solo ofrece programas para unas pocas salas de la capital…”.
En los 80 era todo entusiasmo. Ya sé que hay muchos que me tratan de exagerado, de ilusionista, pero cuando en 1993 se proyectó en el Festival de La Habana “Fresa y chocolate” (ya está ahí de nuevo Berrocal con su Fresa y chocolate…, dirán aquellos) fue una explosión en la que La Habana estalló como un grito de liberación. La película, sobre la amistad entre un homosexual, de los que antes iban a parar a centros especiales en Cuba, y un joven y entusiasta comunista militante, rodada por Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío con el total acuerdo de Fidel Castro y en contra de los vejestorios del comité central de Partido Comunista Cubano, fue un hito que nadie olvidará si tiene buena memoria. La primera vez que un filme cubano era seleccionado para los Oscars de 1994.
Casi nada, hermanos.
Lo he contado mil veces pero lo hago una vez más más para acallar las risitas que veo en la rabia de algunos que están mirando lo que escribo. Alfredo Guevara me dijo al día siguiente de la multitudinaria proyección triunfal en el Karl Marx que esa película que tanto revuelo causaba y que tuvo consecuencias en la vida social cubana, la había autorizado Fidel Castro. Yo nunca hago nada sin que él lo apruebe, fue la esencia de su afirmación.
Han pasado muchos años. Ni Fidel Castro ni Alfredo Guevara son ya de este mundo y el cine latinoamericano se ha atascado.
Se ha acabado el entusiasmo. La locura de un estreno donde Alfredo Guevara era aplaudido hasta rabiar por dos mil personas de pie y gritando su entusiasmo, incluyendo los periodistas extranjeros presentes, que aquel año eran unos pocos.
No hay cine sin entusiasmo, sin locura, sin sinrazón. El cine es la más grandiosa revolución pacífica que puede cometerse. Porque, además, no somos nórdicos.
Dejémonos de pavadas, de sueños trasnochados, de triunfalismos con las lágrimas cayendo por ojos que todavía conservan los sueños pero pocos medios de realizarlos. Treinta y ocho años después, casi el tiempo de una revolución, el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana no consigue que las películas hechas por latinoamericanos se impongan en el mundo, a menos que Hollywood ande por medio.
Dejémonos de soñar. Los Birri cumplieron su misión, la de atraer a los latinoamericanos al cine latinoamericano, pero eso es todo.
Ha acabado el Festival de La Habana, el que tenía por misión impulsar el cine de todo un continente, sin más perspectivas que los cineastas latinos busquen amparo en otras tierras que no sean las suyas si quieren llegar a figurar en el mundo entero.
La película “latinoamericana”, de padre, de la que más se habla más en este fin de año es “La forma del agua”, del mexicano Guillermo del Toro, rodada con el padrinazgo de Hollywood.
Quien crea que el cine latinoamericano puede andar solo, por su cuenta, como soñaron los que lo inventaron, de Fernando Birri a Alfredo Guevara, se equivocan. Cuba lleva más de medio siglo intentando ser independiente y lo ha conseguido pero su producción nunca será suficientemente fuerte, suficientemente respaldada para que le den un cupo de salas en el mundo que copa totalmente Estados Unidos.
México fundó unos estudios suntuosos, Churubusco. Y ahí se quedó el sueño internacionalista.
El cine de Latinoamérica depende totalmente de Estados Unidos porque desde la II Guerra Mundial (1945) ellos tienen preferencias en todas las salas del mundo y a la hora de abrir las carteleras favorecen, lógicamente, a sus propias producciones. O a realizaciones que ellos consideran casi suyas, como la que parece ser una de las mejores películas de 2017, la de Guillermo del Toro.
El comentarista cubano Gustavo Arcos Fernández-Britto subraya la paradoja de que en el último Festival de Cine de La Habana el brillo de Cuba haya sido poco pese a que coincide con uno de los años de cosecha más abundante, con una docena de largometrajes y cientos de cortos y documentales.
Cuba era la capital del cine latinoamericano. Ayudó a mucha gente a cumplir su sueño de cineasta, con su escuela de cine y sobre todo con el ICAIC, el Instituto de Cine que tanto hizo por el auge del cine.
Los principales impulsores de ese entusiasmo están muertos y enterrados. Toca vivir con otros tiempos. Quizá tiempos de cólera, sin Macondo que encontrar, más bien con el coronel que no tiene quién le escriba.
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Me da una inmensa rabia, me siento totalmente desarmado. Ya sé que es pueril decir cosas así para hablar del cine latinoamericano, pero estoy harto de paños calientes, de falsas esperanzas, de tremendismos esperanzadores.
Y para no echarme a llorar no me queda más remedio que recordar aquellos festivales de La Habana, en honor al nuevo cine latinoamericano, cuando vivíamos (a partir de 1985) el entusiasmo un poco infantil en conferencias de prensa abarrotadas, en proyecciones donde no cabía ni la cabeza de un alfiler, en charlas animadas, al borde del puñetazo en cualquier lugar pero más frecuentemente en los jardines del Nacional, donde se organizaban inmensas discusiones con la gente que ese año presentaba películas y con otros que hubiesen querido presentarlas.
Leo un comentario que vale más que la pena de Gustavo Arcos Fernández-Britto sobre el Festival del Nuevo cine latinoamericano que acaba de terminar en La Habana: “Distanciado de su espíritu fundacional, el Festival ha dejado de ser la fiesta que integraba a todo un país, que llevaba películas a ciudades y comunidades, que hacía vibrar, emocionar o sufrir a millones de personas. Hoy solo ofrece programas para unas pocas salas de la capital…”.
En los 80 era todo entusiasmo. Ya sé que hay muchos que me tratan de exagerado, de ilusionista, pero cuando en 1993 se proyectó en el Festival de La Habana “Fresa y chocolate” (ya está ahí de nuevo Berrocal con su Fresa y chocolate…, dirán aquellos) fue una explosión en la que La Habana estalló como un grito de liberación. La película, sobre la amistad entre un homosexual, de los que antes iban a parar a centros especiales en Cuba, y un joven y entusiasta comunista militante, rodada por Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío con el total acuerdo de Fidel Castro y en contra de los vejestorios del comité central de Partido Comunista Cubano, fue un hito que nadie olvidará si tiene buena memoria. La primera vez que un filme cubano era seleccionado para los Oscars de 1994.
Casi nada, hermanos.
Lo he contado mil veces pero lo hago una vez más más para acallar las risitas que veo en la rabia de algunos que están mirando lo que escribo. Alfredo Guevara me dijo al día siguiente de la multitudinaria proyección triunfal en el Karl Marx que esa película que tanto revuelo causaba y que tuvo consecuencias en la vida social cubana, la había autorizado Fidel Castro. Yo nunca hago nada sin que él lo apruebe, fue la esencia de su afirmación.
Han pasado muchos años. Ni Fidel Castro ni Alfredo Guevara son ya de este mundo y el cine latinoamericano se ha atascado.
Se ha acabado el entusiasmo. La locura de un estreno donde Alfredo Guevara era aplaudido hasta rabiar por dos mil personas de pie y gritando su entusiasmo, incluyendo los periodistas extranjeros presentes, que aquel año eran unos pocos.
No hay cine sin entusiasmo, sin locura, sin sinrazón. El cine es la más grandiosa revolución pacífica que puede cometerse. Porque, además, no somos nórdicos.
Dejémonos de pavadas, de sueños trasnochados, de triunfalismos con las lágrimas cayendo por ojos que todavía conservan los sueños pero pocos medios de realizarlos. Treinta y ocho años después, casi el tiempo de una revolución, el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana no consigue que las películas hechas por latinoamericanos se impongan en el mundo, a menos que Hollywood ande por medio.
Dejémonos de soñar. Los Birri cumplieron su misión, la de atraer a los latinoamericanos al cine latinoamericano, pero eso es todo.
Ha acabado el Festival de La Habana, el que tenía por misión impulsar el cine de todo un continente, sin más perspectivas que los cineastas latinos busquen amparo en otras tierras que no sean las suyas si quieren llegar a figurar en el mundo entero.
La película “latinoamericana”, de padre, de la que más se habla más en este fin de año es “La forma del agua”, del mexicano Guillermo del Toro, rodada con el padrinazgo de Hollywood.
Quien crea que el cine latinoamericano puede andar solo, por su cuenta, como soñaron los que lo inventaron, de Fernando Birri a Alfredo Guevara, se equivocan. Cuba lleva más de medio siglo intentando ser independiente y lo ha conseguido pero su producción nunca será suficientemente fuerte, suficientemente respaldada para que le den un cupo de salas en el mundo que copa totalmente Estados Unidos.
México fundó unos estudios suntuosos, Churubusco. Y ahí se quedó el sueño internacionalista.
El cine de Latinoamérica depende totalmente de Estados Unidos porque desde la II Guerra Mundial (1945) ellos tienen preferencias en todas las salas del mundo y a la hora de abrir las carteleras favorecen, lógicamente, a sus propias producciones. O a realizaciones que ellos consideran casi suyas, como la que parece ser una de las mejores películas de 2017, la de Guillermo del Toro.
El comentarista cubano Gustavo Arcos Fernández-Britto subraya la paradoja de que en el último Festival de Cine de La Habana el brillo de Cuba haya sido poco pese a que coincide con uno de los años de cosecha más abundante, con una docena de largometrajes y cientos de cortos y documentales.
Cuba era la capital del cine latinoamericano. Ayudó a mucha gente a cumplir su sueño de cineasta, con su escuela de cine y sobre todo con el ICAIC, el Instituto de Cine que tanto hizo por el auge del cine.
Los principales impulsores de ese entusiasmo están muertos y enterrados. Toca vivir con otros tiempos. Quizá tiempos de cólera, sin Macondo que encontrar, más bien con el coronel que no tiene quién le escriba.
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