Colaboración: Cuando pasan las gaviotas
- por © NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal
De pronto, una madrugada llena de auroras boreales que ensayaban el vals del Emperador, le dijeron que todo lo que había creído durante tantos años era falso, que todo cuanto había escrito, intentado rodar, tratado de que quedase alguna traza no se correspondía con nada. Que era como un "Cantando bajo la lluvia", con sus alegrías forzadas mientras cae el agua que rompe trajes y arruga el entendimiento. Un ejercicio de estilo. Que se había equivocado. Hasta Gene Kelly se había equivocado de plató.
Era época de rectificaciones. Lo mismo que en aquellas películas en las que al buen comunista, también viejo comunista, que ha dado la vida al Partido, le piden que rectifique. Que reconozca sus errores monstruosos.
Que el Potemkin era un sueño, que el cochecito que se despeñaba por las escaleras interminables era algo que no existía más que en su corrosiva mente de rectificador de los rectificados.
Que había llegado el momento de cumplir con la patria, la que te lo había dado todo sin que tú le dieras más que tu voluntad.
Ahora sentía, como un desagradable dolor, lo que había aprendido leyendo "Crónica desde las entrañas" del cubano Manuel Juan Somoza, un libro construido con desgarradoras verdades de las que se podía aprender mucho, aunque tuvieses que perder el alma de todas tus ilusiones.
Porque visto con la pluma de Somoza, la Revolución cubana, aquella por la que tanto te habías ilusionado, a la que pueblos enteros se habían agarrado desesperadamente como a una tabla de salvación, en medio de la llovizna de una Europa cada día más rezagada. Se había olvidado el espíritu fundador de todas las democracias de 1789 y ya nadie entendía nada.
Nunca he podido ver La Habana en blanco y negro y eso que casi todas las fotos cubanas que me rodean no tienen color, lo más un sepia de compromiso. Veo a amigos entrañables de otros tiempos, creo que Somoza diría que es de una época difícil, dura, que nosotros, los europeos, atravesábamos en los mejores hoteles, Nacional, silvuplé, o por lo menos un Capri pinturero. Y cuando ibas a ver una película para la que miles de habaneros se habían hecho todas las colas del mundo, todo el mundo sonreía. A veces, me dicen, hasta con una mijilla de necesidad de meterse algo entre pecho y espalda. Y las fotos siempre salían en blanco y negro. Nunca en color. También es verdad que son las más bellas.
Cuando vea a Manolo tengo que preguntárselo. ¿Por qué nunca he podido fotografiar a mis amigos cubanos en colores chillones de estos de los nuevos teléfonos portátiles que tienen un objetivo fotográfico extravagante y que no hace mayonesa porque probablemente nadie lo ha intentado.
Pensó en cambiar, para que todo siguiese igual, que era lo que a él le gustaba, y se acordó de la nunca bastante alabada película que Luchino Visconti había convertido en un himno a la gloria de la vida a la que todos nos empeñamos en mantener igualita a lo que soñamos, "Il gatopardo". Pero aquellos fastos en el salón de todos los sueños que tan sueños son se habían acabado. Visconti se había marchado. Ya no estaban los labios estrechos de Claudia Cardinale que decían más que los pulposos labios de Anita Ekberg, aunque fuesen dos mundos, dos épocas, dos formas de existir o creer que se estaba viviendo.
Estás a punto de ablación del dedo índice, ese que tantas cosas significó con un simple gesto y que había falseado hasta la Última Cena. A punto de lobotomía severa por vía intravenosa en espera de que la pastillita mágica, sí hombre, esa que tomas cuando te parece que va a aparecer el cartelito de FIN sin que tú hayas terminado tu propia película.
Pero Jesús lo sabía, conocía perfectamente la traición, se lo habían dicho, era como un guión de cine que nadie quiso rectificar a tiempo para evitar que le crucificaran. "No cantará hoy el gallo antes que hayas negado tres veces que me conoces". En aquel huerto de los olivos, tan cinematográfico, en el que siempre soñaste echar una cabezada, en aquel huerto también conocido como Getsemaní, allí le encontraron los malditos romanos cuando Judas, ay Judas de mi corazón, ¿por qué fuiste tan perro, compadre? le entregó a los romanos, al besarlo con pretendido respeto.
Pudo ser el beso de la mujer araña, el de Marilyn que nunca dio en el cumpleaños felizmente alcoholizado del presidente John F, Kennedy, que tan buen actor hubiese sido. Y nadie pensó en ponerlo en una película del Oeste junto al viejo Ronald Reagan.
Has optado, después de Getsemaní, por tomarte el Orfidal con Perrier, para respetar tu concepción del suicidio and guisqui. Cesemos de tirarnos las injurias a la cabeza y las maldiciones a los corazones.
Fotos en blanco y negro. España está llena de ellas, recuerdos de un pasado no tan viejo, de una guerra civil donde los débiles siempre pierden. Todos familiares. Mis padres, él con su elegante uniforme de gabardina en medio del calor de Ceuta, ciudad española al otro lado del río Gibraltar, en tierras de Marruecos. Ella con su eterno vestido negro. Eran penosamente tristes los españoles de los años de 1940 y pico. Tuvo que surgir Julio Romero de Torres para pintar con estallidos de colorete las más bellas mujeres andaluzas, de Andalucía la que fue. La chiquita piconera, de ojos enturbiados en el amor o en la candela de la indecisión o tal vez de la necesidad.
Dios mío, qué gran señor de la pintura, como salido de un Renacimiento que hubiese tenido su cuna en el sur profundo del mundo mal llamado civilizado, donde se extingue Europa.
A Romero de Torres no había quien lo fotografiase en blanco y negro.
Ahora, en este momento, cuando dicen que se abre una nueva vida para los cubanos, que todos los dioses de todas las religiones, monoteístas o no, así lo quieran, me gustaría que Romero de Torres, el cordobés, hasta se le puede perdonar, hubiese pintado a la mujer cubana.
Le quedaba una preocupación. ¿La muerte se pinta de color o se viste de negro? En los ojos ardientes, encendidos hasta la ignición, hasta el orgasmo pensado, meditado, emborrizado en medias largas cogidas a los muslos con unos ligueros de ensueño, también había muerte. Aburrimiento de muerte porque no todo es placer, sobre todo cuando un señor con pinceles en las manos te va poniendo en un cuadro cachito a cachito.
Hay muerte en la vida más deseada. Una tarde, cuando cayó la noche sobre el Caribe y el olor a mar llegaba hasta los jardines del Nacional, vi aquella alegría de morir en los ojos sin párpados de un negro renegro que me hablaba con una sonrisa a lo Carmen Miranda.
Pero ni aquella tarde-noche ni otras noches ya hechas y derechas volvieron a volar las cigüeñas. Apenas unas gaviotas famélicas, aburridas. Ni siquiera las gaviotas hacen un desfile de la gloria. Todo es aburrido, tedioso.
Sigue nuestras últimas noticias por TWITTER.
De pronto, una madrugada llena de auroras boreales que ensayaban el vals del Emperador, le dijeron que todo lo que había creído durante tantos años era falso, que todo cuanto había escrito, intentado rodar, tratado de que quedase alguna traza no se correspondía con nada. Que era como un "Cantando bajo la lluvia", con sus alegrías forzadas mientras cae el agua que rompe trajes y arruga el entendimiento. Un ejercicio de estilo. Que se había equivocado. Hasta Gene Kelly se había equivocado de plató.
Era época de rectificaciones. Lo mismo que en aquellas películas en las que al buen comunista, también viejo comunista, que ha dado la vida al Partido, le piden que rectifique. Que reconozca sus errores monstruosos.
Que el Potemkin era un sueño, que el cochecito que se despeñaba por las escaleras interminables era algo que no existía más que en su corrosiva mente de rectificador de los rectificados.
Que había llegado el momento de cumplir con la patria, la que te lo había dado todo sin que tú le dieras más que tu voluntad.
Ahora sentía, como un desagradable dolor, lo que había aprendido leyendo "Crónica desde las entrañas" del cubano Manuel Juan Somoza, un libro construido con desgarradoras verdades de las que se podía aprender mucho, aunque tuvieses que perder el alma de todas tus ilusiones.
Porque visto con la pluma de Somoza, la Revolución cubana, aquella por la que tanto te habías ilusionado, a la que pueblos enteros se habían agarrado desesperadamente como a una tabla de salvación, en medio de la llovizna de una Europa cada día más rezagada. Se había olvidado el espíritu fundador de todas las democracias de 1789 y ya nadie entendía nada.
Nunca he podido ver La Habana en blanco y negro y eso que casi todas las fotos cubanas que me rodean no tienen color, lo más un sepia de compromiso. Veo a amigos entrañables de otros tiempos, creo que Somoza diría que es de una época difícil, dura, que nosotros, los europeos, atravesábamos en los mejores hoteles, Nacional, silvuplé, o por lo menos un Capri pinturero. Y cuando ibas a ver una película para la que miles de habaneros se habían hecho todas las colas del mundo, todo el mundo sonreía. A veces, me dicen, hasta con una mijilla de necesidad de meterse algo entre pecho y espalda. Y las fotos siempre salían en blanco y negro. Nunca en color. También es verdad que son las más bellas.
Cuando vea a Manolo tengo que preguntárselo. ¿Por qué nunca he podido fotografiar a mis amigos cubanos en colores chillones de estos de los nuevos teléfonos portátiles que tienen un objetivo fotográfico extravagante y que no hace mayonesa porque probablemente nadie lo ha intentado.
Pensó en cambiar, para que todo siguiese igual, que era lo que a él le gustaba, y se acordó de la nunca bastante alabada película que Luchino Visconti había convertido en un himno a la gloria de la vida a la que todos nos empeñamos en mantener igualita a lo que soñamos, "Il gatopardo". Pero aquellos fastos en el salón de todos los sueños que tan sueños son se habían acabado. Visconti se había marchado. Ya no estaban los labios estrechos de Claudia Cardinale que decían más que los pulposos labios de Anita Ekberg, aunque fuesen dos mundos, dos épocas, dos formas de existir o creer que se estaba viviendo.
Estás a punto de ablación del dedo índice, ese que tantas cosas significó con un simple gesto y que había falseado hasta la Última Cena. A punto de lobotomía severa por vía intravenosa en espera de que la pastillita mágica, sí hombre, esa que tomas cuando te parece que va a aparecer el cartelito de FIN sin que tú hayas terminado tu propia película.
Pero Jesús lo sabía, conocía perfectamente la traición, se lo habían dicho, era como un guión de cine que nadie quiso rectificar a tiempo para evitar que le crucificaran. "No cantará hoy el gallo antes que hayas negado tres veces que me conoces". En aquel huerto de los olivos, tan cinematográfico, en el que siempre soñaste echar una cabezada, en aquel huerto también conocido como Getsemaní, allí le encontraron los malditos romanos cuando Judas, ay Judas de mi corazón, ¿por qué fuiste tan perro, compadre? le entregó a los romanos, al besarlo con pretendido respeto.
Pudo ser el beso de la mujer araña, el de Marilyn que nunca dio en el cumpleaños felizmente alcoholizado del presidente John F, Kennedy, que tan buen actor hubiese sido. Y nadie pensó en ponerlo en una película del Oeste junto al viejo Ronald Reagan.
Has optado, después de Getsemaní, por tomarte el Orfidal con Perrier, para respetar tu concepción del suicidio and guisqui. Cesemos de tirarnos las injurias a la cabeza y las maldiciones a los corazones.
Fotos en blanco y negro. España está llena de ellas, recuerdos de un pasado no tan viejo, de una guerra civil donde los débiles siempre pierden. Todos familiares. Mis padres, él con su elegante uniforme de gabardina en medio del calor de Ceuta, ciudad española al otro lado del río Gibraltar, en tierras de Marruecos. Ella con su eterno vestido negro. Eran penosamente tristes los españoles de los años de 1940 y pico. Tuvo que surgir Julio Romero de Torres para pintar con estallidos de colorete las más bellas mujeres andaluzas, de Andalucía la que fue. La chiquita piconera, de ojos enturbiados en el amor o en la candela de la indecisión o tal vez de la necesidad.
Dios mío, qué gran señor de la pintura, como salido de un Renacimiento que hubiese tenido su cuna en el sur profundo del mundo mal llamado civilizado, donde se extingue Europa.
A Romero de Torres no había quien lo fotografiase en blanco y negro.
Ahora, en este momento, cuando dicen que se abre una nueva vida para los cubanos, que todos los dioses de todas las religiones, monoteístas o no, así lo quieran, me gustaría que Romero de Torres, el cordobés, hasta se le puede perdonar, hubiese pintado a la mujer cubana.
Le quedaba una preocupación. ¿La muerte se pinta de color o se viste de negro? En los ojos ardientes, encendidos hasta la ignición, hasta el orgasmo pensado, meditado, emborrizado en medias largas cogidas a los muslos con unos ligueros de ensueño, también había muerte. Aburrimiento de muerte porque no todo es placer, sobre todo cuando un señor con pinceles en las manos te va poniendo en un cuadro cachito a cachito.
Hay muerte en la vida más deseada. Una tarde, cuando cayó la noche sobre el Caribe y el olor a mar llegaba hasta los jardines del Nacional, vi aquella alegría de morir en los ojos sin párpados de un negro renegro que me hablaba con una sonrisa a lo Carmen Miranda.
Pero ni aquella tarde-noche ni otras noches ya hechas y derechas volvieron a volar las cigüeñas. Apenas unas gaviotas famélicas, aburridas. Ni siquiera las gaviotas hacen un desfile de la gloria. Todo es aburrido, tedioso.
Sigue nuestras últimas noticias por TWITTER.