Colaboración: Adoro
- por © NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal
Adoro amanecer con un mensaje que me llega de uno de esos mundos lejanos, quién sabe a cuántas horas de amor de este rincón del universo donde la Luna se recoge para ir a dormir con Júpiter (allá ellos) y donde termino contemplando con cierto asco el Mediterráneo que en esta parte del mundo se ha transformado en siniestra autopista para subsaharianos y otros desgraciados que llegan casi a nado de las arenas del desierto creyendo que Europa era lo que les contaban sus abuelitos que, pobrecitos míos, creían en las bondades del hombre blanco.
Adoro esas palabras vía uno de esos circuitos de mensajería mundiales que tan amablemente, con la bondad y el desinterés que les caracteriza, han puesto a nuestro alcance los amigos norteamericanos. Qué bondadosos, y yo que siempre creí que todos pertenecían o pertenecerían un día a la CIA. Pobre europeo mío que no confías en la bondad.
Adoro que esa mujer a la que admiro desde hace cuarenta años, con la que creo que dejamos a seca la licorería de un restaurante de Gramado, en Brasil, que en la lejanía me parece adornada de todos los requisitos para haber sido hospedaje de los anjos brasileños que un día me regalaron en Brasilia.
Adoro que Lourdes me escriba contándome lo que piensa de mi manera de haber escrito un réquiem por el tifón de Cuba que pasó sin miramientos por La Habana dejando todavía con más problemas a algunos amigos que todavía tengo allí. Otros, lo confieso, me han repudiado, porque creen que yo creo no sé qué. O simplemente porque no comulgo con ellos.
Ay, Lourdes, cuánto me has hecho soñar. Nada más que por eso mereces acompañarme en estos delirios míos que me asaltan al amanecer de este preludio de África donde vivo sin querer vivir en mí.
Siempre te conocí casada con un cineasta de talento que también admiré, Gabriel, pero al que no pude amar como a ti. Los dos constituyeron o constituyen, que ya me he perdido, una pareja a la que el cine mexicano debe mucho. Pero la memoria de la gente es corta y el olvido largo.
Probablemente no lo sabes, Lourdes Elizarrarás, que te veo en fotos robadas con aires de protagonista de una de esas telenovelas mexicanas que tanto bien me hacen al alma, porque son tan infantiles como yo y hablan de la bondad y de la maldad como se contaba Caperucita.
Seguramente ignoras cuántos cuartos de hora felices e inocentes te debo, allá en Gramado, en el jardín-patio-como quieras llamarlo del Hotel Nacional de La Habana, cuando ejercías tu doble labor de esposa y de cineasta.
Adoro que te hayas acordado de mí, que me hayas mandado dieciséis palabras que aunque tanta gente leería allá en Langley u otro lugar, que uno ya no está puesto en estas cosas, conservo como ese primer beso del que nadie se acuerda, al menos yo no.
Adoro que en la calle una desconocida, en general extranjera, me sonría con la soltura de la inocencia elegante, simplemente porque en ese momento tenía ganas de sonreís. Y me encanta devolverle el favor que queda tirado en la arena de la playa y que el mar se llevará con otras miles de ilusiones.
Detesto cuando no me dejen que llore por un árbol muerto y hasta me puedan agredir con el pensamiento.
Y hubo tantos árboles caídos en el París de los años sesenta, setenta y ochenta cuando unos cuantos creíamos que los dioses, entonces había dioses, nos habían escogido para conducir rebaños.
Detesto que uno de ellos, más especial que los otros y por ello más querido, me ignore a estas altura de la vida, cuando él y yo vamos a tener que preparar nuestro maletín de viaje.
Adoro esos jazmines que en la media tarde africana me ofrecen una sonrisa blanca y sin pedir más que un chorreón de agua, aunque a veces vaya teñido del güisqui que ese día no pasaba.
Adoro a aquella chiquilla que mi primer invierno en París, 1957, me acogió en su vida y en su corazón durante cuatro meses y dos días pese a mis mocasines agujereados por la nieve.
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Adoro amanecer con un mensaje que me llega de uno de esos mundos lejanos, quién sabe a cuántas horas de amor de este rincón del universo donde la Luna se recoge para ir a dormir con Júpiter (allá ellos) y donde termino contemplando con cierto asco el Mediterráneo que en esta parte del mundo se ha transformado en siniestra autopista para subsaharianos y otros desgraciados que llegan casi a nado de las arenas del desierto creyendo que Europa era lo que les contaban sus abuelitos que, pobrecitos míos, creían en las bondades del hombre blanco.
Adoro esas palabras vía uno de esos circuitos de mensajería mundiales que tan amablemente, con la bondad y el desinterés que les caracteriza, han puesto a nuestro alcance los amigos norteamericanos. Qué bondadosos, y yo que siempre creí que todos pertenecían o pertenecerían un día a la CIA. Pobre europeo mío que no confías en la bondad.
Adoro que esa mujer a la que admiro desde hace cuarenta años, con la que creo que dejamos a seca la licorería de un restaurante de Gramado, en Brasil, que en la lejanía me parece adornada de todos los requisitos para haber sido hospedaje de los anjos brasileños que un día me regalaron en Brasilia.
Adoro que Lourdes me escriba contándome lo que piensa de mi manera de haber escrito un réquiem por el tifón de Cuba que pasó sin miramientos por La Habana dejando todavía con más problemas a algunos amigos que todavía tengo allí. Otros, lo confieso, me han repudiado, porque creen que yo creo no sé qué. O simplemente porque no comulgo con ellos.
Ay, Lourdes, cuánto me has hecho soñar. Nada más que por eso mereces acompañarme en estos delirios míos que me asaltan al amanecer de este preludio de África donde vivo sin querer vivir en mí.
Siempre te conocí casada con un cineasta de talento que también admiré, Gabriel, pero al que no pude amar como a ti. Los dos constituyeron o constituyen, que ya me he perdido, una pareja a la que el cine mexicano debe mucho. Pero la memoria de la gente es corta y el olvido largo.
Probablemente no lo sabes, Lourdes Elizarrarás, que te veo en fotos robadas con aires de protagonista de una de esas telenovelas mexicanas que tanto bien me hacen al alma, porque son tan infantiles como yo y hablan de la bondad y de la maldad como se contaba Caperucita.
Seguramente ignoras cuántos cuartos de hora felices e inocentes te debo, allá en Gramado, en el jardín-patio-como quieras llamarlo del Hotel Nacional de La Habana, cuando ejercías tu doble labor de esposa y de cineasta.
Adoro que te hayas acordado de mí, que me hayas mandado dieciséis palabras que aunque tanta gente leería allá en Langley u otro lugar, que uno ya no está puesto en estas cosas, conservo como ese primer beso del que nadie se acuerda, al menos yo no.
Adoro que en la calle una desconocida, en general extranjera, me sonría con la soltura de la inocencia elegante, simplemente porque en ese momento tenía ganas de sonreís. Y me encanta devolverle el favor que queda tirado en la arena de la playa y que el mar se llevará con otras miles de ilusiones.
Detesto cuando no me dejen que llore por un árbol muerto y hasta me puedan agredir con el pensamiento.
Y hubo tantos árboles caídos en el París de los años sesenta, setenta y ochenta cuando unos cuantos creíamos que los dioses, entonces había dioses, nos habían escogido para conducir rebaños.
Detesto que uno de ellos, más especial que los otros y por ello más querido, me ignore a estas altura de la vida, cuando él y yo vamos a tener que preparar nuestro maletín de viaje.
Adoro esos jazmines que en la media tarde africana me ofrecen una sonrisa blanca y sin pedir más que un chorreón de agua, aunque a veces vaya teñido del güisqui que ese día no pasaba.
Adoro a aquella chiquilla que mi primer invierno en París, 1957, me acogió en su vida y en su corazón durante cuatro meses y dos días pese a mis mocasines agujereados por la nieve.
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