Colaboración: La cama de Sinatra en La Habana
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Por Sergio Berrocal
Ya no será igual. Ni siquiera estoy seguro de que la próxima vez que vaya al Hotel Capri de La Habana el recepcionista me alegre la noche mintiéndome que me han reservado la habitación preferida de Frank Sinatra. Ni el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano me parecerá el más apabullante del mundo. Ni escribiré una crónica ditirámbica como aquella que escribí aquellos días de diciembre, pese a mis entonces ideas de derecha anticomunista.
Una crónica que Fidel leyó, como leía todo lo que publicaban sobre Cuba las agencias de prensa internacionales.
Y tampoco me despertarán de madrugada desde la Redacción del diario Granma para pedirme, en la voz de un director, permiso para reproducir mi crónica, esa en la que yo me entusiasmaba con el festival y que había gustado y recomendado. Porque uno estaba acostumbrada al orden de gente haciendo cola para ver una película, callados, como en misa. Y me di de bruces con una deliciosa, alucinante y colectiva locura en la que los porteros de los cines, sobre todo el Yara, el Chaplin ya era más de señoritos, eran desbordados por una multitud, auténtica multitud, lo juro, que quería entrar o morir. Aunque no supieran la película que iban a ver.
Era el amor por el cine sin condiciones, en estado bruto. Con sonrisas a veces sin desayuno en la sesión matutina y con poca cena en la de la noche.
Eran tiempos de restricciones drásticas, de apagones infinitos, que daban incluso un plus a los snobs que visitábamos por primera vez Cuba.
Me asusté cuando el teléfono de mi habitación del Capri sonó de madrugada. Llegaba de París con la cabeza llena de advertencias sobre la policía castrista que, me advirtieron, me lo dijeron tres veces, filmaba en sus habitaciones a los extranjeros, que las jineteras, prostitutas de aquellos tiempos llenas de encanto y poco peseteras, estaban allí para pillarte y luego chantajearte.
Cuando sonó el teléfono creí que se me paraba el corazón. ¡Ya están ahí! Y recordé una película sobre la Resistencia francesa en la que el portero de noche tenía tiempo de llamar a la habitación del guapo resistente que dormía a pierna suelta y no sabía, pobrecito mío, que la Gestapo estaba subiendo a por él.
Pensé que yo no era ni resistente de nada ni guapo aún menos, aunque aquella misma mañana en la Rampa un joven de película de Luchino Visconti me había invitado a tomar el té con unos amigos.
Mientras buscaba el teléfono con la angustia de la mujer cuando su marido, Ray Milland, va a ponerle la corbata mortal y quedarse con toda la pasta, recordé que yo no era Grace Kelly, que aquello no era Londres.
Cuando el teléfono apareció y el señor del otro lado del hilo –oiga, no parecía que nadie estuviese grabando la conversación, era otra de las advertencias que me habían hecho en París—me explicó lo que quería ya no pude volver a dormirme.
Me di una ducha, tras comprobar que no había ninguna cámara en el cuarto de baño, y me eché a la calle. No había un alma y di marcha atrás y me refugié en el loby (en Francia le llamaban recepción, pero bueno) donde el recepcionista que me prometió una noche con Sinatra me dio los buenos días con cierto cachondeo.
El artículo mío, que tanto susto me había procurado, apareció aquella mañana con honores en el diario cubano con el título de “El Festival visto por un corresponsal visitante” y un recuadro. Era el 13 de diciembre de 1985.
Ya no será igual.
Primero fueron las niñas de Chanel desfilando por La Habana con el lujo de quien nunca ha corrido detrás de una libra de tomates. Luego Barak Obama llegó para fumar la pipa de la paz. Lo malo es que él no fuma. Y Fidel Castro observaba todo esto con cierto cachondeo moruno y luego daba su parecer en la prensa.
Pero lo que les cuento eran cuentos de hace como treinta años atrás.
Estábamos a martes 17 de diciembre de 1985 y Fidel Castro, de uniforme, sin cortarse, se había encaramado a la tribuna del Teatro Carlos Marx para dictar una lección magistral sobre cine. Después de todo había sido él quien fundó el cine cubano allá por 1960. Es decir, que sabía de la influencia de las imágenes en una pantalla, aunque fuese en una sábana extendida entre dos higueras en Sierra Maestra.
Aquella Sierra Maestra adonde fueron a buscarle periodistas norteamericanos que le convirtieron en el icono que pronto sería. Son cosas de la historia. La prensa de Estados Unidos, la del ciudadano Kane, fue la que alzó al líder guerrillero en olor de multitudes en todos los países del mundo donde apenas se sabía de la existencia de una isla risueña y maravillosa en el Caribe.
Aquella noche de aquel diciembre de aquel 1985, miren que han pasado treinta y un años, Fidel habló sobre la necesidad de que el cine cubano fuese ganando en interés y en calidad y advirtió que aquel Festival del Nuevo Cine Latinoamericano no estaba pensado para competir sino para exponer lo mejor del cine de América Latina.
Antes, había mencionado mi articulito diciendo que “empieza a surgir ya un reconocimiento general en el mundo de la calidad del Festival…”
Antes, me pareció que había pasado a la velocidad socarrona, habló de un reportero que era yo, y de aquel artículo enmarcado, que era el mío.
Los compañeros que me rodeaban jalearon con sonrisas cariñosas.
Qué tiempos aquellos, Señor...
Aquella misma noche, en un saloncito a media luz del Palacio de la Revolución, con olores a aquel otro salón en el que Claudia Cardinale y Alain Delon bailaban en “Il gatopardo”, Fidel me saludó y me habló. Yo escuché. Y como en cualquier película en blanco y negro, el plano tuvo un fundido encadenado y me encontré en un enorme salón salido de la selva donde había música, langostinos y algunos amigos, que hoy ya se fueron.
No, La Habana ya no volverá a ser igual.
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Ya no será igual. Ni siquiera estoy seguro de que la próxima vez que vaya al Hotel Capri de La Habana el recepcionista me alegre la noche mintiéndome que me han reservado la habitación preferida de Frank Sinatra. Ni el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano me parecerá el más apabullante del mundo. Ni escribiré una crónica ditirámbica como aquella que escribí aquellos días de diciembre, pese a mis entonces ideas de derecha anticomunista.
Una crónica que Fidel leyó, como leía todo lo que publicaban sobre Cuba las agencias de prensa internacionales.
Y tampoco me despertarán de madrugada desde la Redacción del diario Granma para pedirme, en la voz de un director, permiso para reproducir mi crónica, esa en la que yo me entusiasmaba con el festival y que había gustado y recomendado. Porque uno estaba acostumbrada al orden de gente haciendo cola para ver una película, callados, como en misa. Y me di de bruces con una deliciosa, alucinante y colectiva locura en la que los porteros de los cines, sobre todo el Yara, el Chaplin ya era más de señoritos, eran desbordados por una multitud, auténtica multitud, lo juro, que quería entrar o morir. Aunque no supieran la película que iban a ver.
Era el amor por el cine sin condiciones, en estado bruto. Con sonrisas a veces sin desayuno en la sesión matutina y con poca cena en la de la noche.
Eran tiempos de restricciones drásticas, de apagones infinitos, que daban incluso un plus a los snobs que visitábamos por primera vez Cuba.
Me asusté cuando el teléfono de mi habitación del Capri sonó de madrugada. Llegaba de París con la cabeza llena de advertencias sobre la policía castrista que, me advirtieron, me lo dijeron tres veces, filmaba en sus habitaciones a los extranjeros, que las jineteras, prostitutas de aquellos tiempos llenas de encanto y poco peseteras, estaban allí para pillarte y luego chantajearte.
Cuando sonó el teléfono creí que se me paraba el corazón. ¡Ya están ahí! Y recordé una película sobre la Resistencia francesa en la que el portero de noche tenía tiempo de llamar a la habitación del guapo resistente que dormía a pierna suelta y no sabía, pobrecito mío, que la Gestapo estaba subiendo a por él.
Pensé que yo no era ni resistente de nada ni guapo aún menos, aunque aquella misma mañana en la Rampa un joven de película de Luchino Visconti me había invitado a tomar el té con unos amigos.
Mientras buscaba el teléfono con la angustia de la mujer cuando su marido, Ray Milland, va a ponerle la corbata mortal y quedarse con toda la pasta, recordé que yo no era Grace Kelly, que aquello no era Londres.
Cuando el teléfono apareció y el señor del otro lado del hilo –oiga, no parecía que nadie estuviese grabando la conversación, era otra de las advertencias que me habían hecho en París—me explicó lo que quería ya no pude volver a dormirme.
Me di una ducha, tras comprobar que no había ninguna cámara en el cuarto de baño, y me eché a la calle. No había un alma y di marcha atrás y me refugié en el loby (en Francia le llamaban recepción, pero bueno) donde el recepcionista que me prometió una noche con Sinatra me dio los buenos días con cierto cachondeo.
El artículo mío, que tanto susto me había procurado, apareció aquella mañana con honores en el diario cubano con el título de “El Festival visto por un corresponsal visitante” y un recuadro. Era el 13 de diciembre de 1985.
Ya no será igual.
Primero fueron las niñas de Chanel desfilando por La Habana con el lujo de quien nunca ha corrido detrás de una libra de tomates. Luego Barak Obama llegó para fumar la pipa de la paz. Lo malo es que él no fuma. Y Fidel Castro observaba todo esto con cierto cachondeo moruno y luego daba su parecer en la prensa.
Pero lo que les cuento eran cuentos de hace como treinta años atrás.
Estábamos a martes 17 de diciembre de 1985 y Fidel Castro, de uniforme, sin cortarse, se había encaramado a la tribuna del Teatro Carlos Marx para dictar una lección magistral sobre cine. Después de todo había sido él quien fundó el cine cubano allá por 1960. Es decir, que sabía de la influencia de las imágenes en una pantalla, aunque fuese en una sábana extendida entre dos higueras en Sierra Maestra.
Aquella Sierra Maestra adonde fueron a buscarle periodistas norteamericanos que le convirtieron en el icono que pronto sería. Son cosas de la historia. La prensa de Estados Unidos, la del ciudadano Kane, fue la que alzó al líder guerrillero en olor de multitudes en todos los países del mundo donde apenas se sabía de la existencia de una isla risueña y maravillosa en el Caribe.
Aquella noche de aquel diciembre de aquel 1985, miren que han pasado treinta y un años, Fidel habló sobre la necesidad de que el cine cubano fuese ganando en interés y en calidad y advirtió que aquel Festival del Nuevo Cine Latinoamericano no estaba pensado para competir sino para exponer lo mejor del cine de América Latina.
Antes, había mencionado mi articulito diciendo que “empieza a surgir ya un reconocimiento general en el mundo de la calidad del Festival…”
Antes, me pareció que había pasado a la velocidad socarrona, habló de un reportero que era yo, y de aquel artículo enmarcado, que era el mío.
Los compañeros que me rodeaban jalearon con sonrisas cariñosas.
Qué tiempos aquellos, Señor...
Aquella misma noche, en un saloncito a media luz del Palacio de la Revolución, con olores a aquel otro salón en el que Claudia Cardinale y Alain Delon bailaban en “Il gatopardo”, Fidel me saludó y me habló. Yo escuché. Y como en cualquier película en blanco y negro, el plano tuvo un fundido encadenado y me encontré en un enorme salón salido de la selva donde había música, langostinos y algunos amigos, que hoy ya se fueron.
No, La Habana ya no volverá a ser igual.
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