Crítica: "El rey de todo el mundo", mestizaje de colores frente al gris de la muerte

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"El rey de todo el mundo"
"El rey de todo el mundo"
Por Eva Ramos     

Han pasado cuarenta años desde que Lorca guiara al director Carlos Saura por el camino del cine musical a través de "Bodas de Sangre", de la mano de Antonio Gades, para crear un género cinematográfico propio. Y veinticinco, sus Bodas de Plata, como ambos bromeaban en la Seminci, desde que comenzó la relación profesional y personal del director oscense con el oscarizado director de fotografía Vittorio Storaro.

La tercera de las relaciones fundamentales en su trayectoria, y necesarias para entender esta obra, es la que tuvo con su mentor, Luis Buñuel, y la influencia de ese mágico trío formado por Buñuel, Lorca y Dalí dentro de su obra. De nuevo, en esta película podemos encontrar su esencia, tanto en el surrealismo que impregna toda la historia, como en el boxeador del espejo roto, un guiño a don Luis, o como el homenaje que parece la película en sí a la obra teatral "El Público" del escritor granadino (aunque el oscense sostiene que no la leyó o vio), cuyo tardío estreno se imita en esa escena final sembrada de arena azul, con el público enfrentado en torno a la escena.

Al igual que en la obra de Lorca, en "El rey de todo el mundo" (2021) un autor teatral está montando un espectáculo; sin embargo, en vez de tener a Romeo y Julieta, tenemos a un don Juan y una doña Inés, con un don Diego para completar el triángulo. La metateatralidad es el marco de la película, que facilita esa mezcla entre sueño y realidad, entre realidad y deseo, por la que transitan los personajes a través de esos espejos en busca del tiempo. Ese tiempo que permita volver atrás, rehacer la historia o, como intenta Manuel en su relación con Sara, borrar el pasado y empezar de nuevo.

Vemos máscaras y juegos de espejos, una Catrina escondida tras un velo, círculos que se convierten en triángulos y acaban siendo cuadriláteros; teatro dentro del teatro. La historia de México se nos presenta a través de su música, desde el México indígena hasta el de la corrupción y el asesinato, caras de un prisma que nos cuentan el pasado y el presente de un país, y quizás el futuro. Hay amores que huyen de tópicos "oídos en un culebrón", una heroína que no espera ser elegida o ganada como un trofeo, que es ella la que decide su futuro y venga su honor familiar. También aparecen mujeres fuertes que son la espina dorsal de un país nacido del sufrimiento, como nos dice Sara, la que ya no quiere mirar atrás. Todo eso a la vez es "El rey de todo el mundo".

Aunque Manuel quiere en cierto momento convertir esta obra en un "West Side Story", donde bandas de muchachos se enfrenten por la conquista de una mujer, ese Romero y Julieta a lo hispano se convertirá finalmente en hombres y mujeres que bailan formando dos bandos. Todo ocurre en pueblos que, a través de los colores de sus faldas al bailar, formarán banderas que lucharan entre sí. Y el ruido de su lucha no les permitirá oír al verdadero enemigo, que se acerca con su gris militar para acabar con la vida, con el color.

Esta obra se convierte en un canto a la unión de las culturas, de dos pueblos separados que necesitan volver a unirse para enfrentarse a la muerte. Y para ello, siempre cuentan con el azul de los sueños, de la ilusión, del teatro; ese teatro que permite volver a empezar, como decía Manuel "desde cero", levantarse después de la destrucción para crear una nueva representación.

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