Crítica Venecia: "Anhell69", Medellin como nunca lo habíamos visto

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"Anhell69"
"Anhell69"
Por Davide Abbatescianni / Cineuropa

La cinta del colombiano Theo Montoya "Anhell69", estrenada en la Mostra de Venecia, es un grito de alarma sobre lo difícil que es ser joven y homosexual en Medellín, una de las ciudades más conservadoras y peligrosas de Colombia.

La película es sin duda una obra nacida de un sufrimiento real e inimaginable. "Yo no decidí nacer. Nunca me preguntaron. Fui arrojado al mundo", dice Montoya como palabras iniciales de su film. A continuación, vemos un carro fúnebre que transporta un cadáver y recorre las calles de Medellín, y esta escena introduce una metáfora crucial que destaca, quizás de una manera un poco demasiado obvia, cómo los miembros de la comunidad LGTB se colocan al margen de la sociedad y son víctimas de violencia, discriminación y alienación, obligados a celebrar con demasiada frecuencia los funerales de sus compañeros de sufrimiento.

Montoya recuerda el trabajo de preproducción realizado en su primera película, una película de serie B ambientada en una dimensión distópica, en la que Pablo Escobar se había convertido en "el padre de una nación sin ningún referente paterno". En esta versión alternativa de Medellín, gobernada por la violencia aún más que su contraparte real, no hay suficiente espacio para enterrar cuerpos en los cementerios y los fantasmas comienzan a convivir gradualmente en el pueblo con los vivos, convirtiéndose la "espectrofilia" en una práctica sexual común, especialmente entre los juventud.

Vemos al director tratando de elegir al actor principal a través de algunas entrevistas filmadas. Uno de los aspirantes a actores en particular se destaca entre la multitud, Camilo Najar, de 21 años, quien se convierte en el interés amoroso de Montoya, pero enfrentará un destino horrible al igual que muchos otros amigos del director.

"En Medellín no se ve el horizonte", dice en algún momento Montoya y con razón. Rodeada de montañas, cubierta por la oscuridad, devastada por el aumento de la delincuencia y las violentas protestas, la ciudad colombiana a menudo se representa a través de impresionantes tomas aéreas, que la hacen parecerse a una Gotham contemporánea de la vida real.

Pero no solo hay pesimismo en el primer largometraje de Montoya. Hay mucho amor por el cine (ya que era "el único lugar donde podía llorar"), mucha compasión y cariño hacia sus seres queridos y, aunque el tono de su voz sugiere claramente un fuerte sentimiento de resignación y tristeza, el director todavía se las arregla para entregar una escena final con un toque brillante. En él, Montoya pone en el centro la idea de comunidad y solidaridad, y lo hace sin caer en trampas retóricas. Es una pequeña chispa de esperanza para una nueva generación perdida, a menudo huérfanos o hijos de madres solteras, viudas y, en general, padres con problemas. De ritmo irregular, algo misterioso y en gran medida poco convencional, Montoya en algún momento define su trabajo como una "película trans", y de hecho puede ser la forma correcta de describir su naturaleza híbrida, mezclando ficción y documental, realidad e imaginación.

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