Crítica Huelva: "Autos, mota y rocanrol", los locos y felices años 70
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Por Miguel Castelo
Dos colegas, Eduardo "El Negro" (Alejandro Speitzer), de familia bien acomodada, y el joven emprendedor Justino (Emiliano Zurita), amigos desde la infancia, aúnan fuerzas para llevar adelante el proyecto de celebrar una carrera automovilística, dada la afición a los coches de marca que el primero heredó de su padre. El asunto va progresando y cobrando forma sobre la marcha: se le añadirá un festival de rock que se llamará Rock y Ruedas, a propuesta del segundo, cuya agencia publicitaria y de organización de eventos se encargará de materializar.
El joven ejecutivo de negocios procurará vender la idea para conseguir las finanzas que permitan convertirla en realidad. Para ello invierte un capital propio en la producción de un documental que a su vez le permita publicitarla y más adelante obtener nuevos beneficios con su venta.
A partir de esta idea, el mexicano J.M. Cravioto, construye su película "Autos, mota y rocanrol", ya estrenada comercialmente en México, de tal modo que lo que está siendo contado que no es ciertamente un documental real, sino una ficción con estilo visual "found footage", circunstancia formal que las tesituras interpretativas de sus principales protagonistas desmienten; unos verdaderos declarantes no se comportarían de tal manera. Dicho de otro modo, estamos ante una ficción que cuenta la historia de la realización de una película de carácter documental para los fines enunciados. Y lo hace en clave de comedia disparatada para parodiar la concentración rockera del año 1971, calificada en parte de los créditos de entrada como "el mayor evento masivo de la historia de México", una caótica réplica del norteamericano Woodstock, con el añadido más adelante de "inspirado en hechos reales... y otros no".
Así, los dos jóvenes van salvando con entusiasmo y decisión, como pueden, todas las adversidades, obstáculos e incomprensiones que se interponen en su camino. Hay referencias al uso del blanco y negro como transgresión estética de cierto cine francés, puntualmente adoptada por el realizador del "documental promocional", y a partir de un momento incluida como necesidad por motivos económicos, y otras ironías como la asimilación del modelo cultural yanki en el ámbito de la mercadotecnia, la inclusión de estudiantes no remunerados en el equipo de filmación, la insistencia de uno de los guitarristas a contratar en afirmar que él fue quien enseño a tocar la lira a Carlos Santana", las transgresiones de la moral imperante (desnudos integrales, amor libre, mota=marihuana)... o la alusión a Angélica María o Enrique Guzmán, figuras a destronar del panorama de la canción ligera mexicana, así como algunas otras humoradas como la teoría del hippy autóctono o el proceso de diseño del cartel anunciador, van sucediéndose a lo largo del relato como mecanismo promotor de la risa del público.
La cámara en mano, aceleradas panorámicas de seguimiento, el uso del zoom y el reencuadre, informaciones escritas en pantalla o la fragmentación de la misma, recursos identificativos de este dispositivo de representación en su modo más tradicional, y una cuidada ambientación setentera, ayudan a crear la ilusión de estar ante un documental, espejismo que se desvanece ante las extravagantes puestas en escena y las ya aludidas sobreinterpretaciones actorales.
Sin desmerecimiento de todo lo dicho, tal vez lo más interesante de la propuesta de Cravioto, en el marco de lo intertextual, sea la parte que se centra en el grueso del desarrollo de lo previsto: la celebración del festival. En ella, el trabajo de montaje, la mezcla e interacción de las filmaciones específicas con los fragmentos seleccionados entre los materiales documentales que del evento real se conservan, da lugar a resultados sugerentes a propósito del debate y sus derivas sobre ficción/no ficción. Tramo en el que así mismo cuenta la ayuda del tratamiento sonoro proporcionado a la parte estrictamente musical donde los grupos o conjuntos de aquel entonces, ahora llamados bandas y todavía en acción, vuelven a interpretar sus composiciones para la cámara de hoy. Sin menoscabo, ya ha sido dicho, de la respuesta gratificante o gratificadora, como se prefiera, del público siempre dispuesto a la risa.
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Dos colegas, Eduardo "El Negro" (Alejandro Speitzer), de familia bien acomodada, y el joven emprendedor Justino (Emiliano Zurita), amigos desde la infancia, aúnan fuerzas para llevar adelante el proyecto de celebrar una carrera automovilística, dada la afición a los coches de marca que el primero heredó de su padre. El asunto va progresando y cobrando forma sobre la marcha: se le añadirá un festival de rock que se llamará Rock y Ruedas, a propuesta del segundo, cuya agencia publicitaria y de organización de eventos se encargará de materializar.
El joven ejecutivo de negocios procurará vender la idea para conseguir las finanzas que permitan convertirla en realidad. Para ello invierte un capital propio en la producción de un documental que a su vez le permita publicitarla y más adelante obtener nuevos beneficios con su venta.
A partir de esta idea, el mexicano J.M. Cravioto, construye su película "Autos, mota y rocanrol", ya estrenada comercialmente en México, de tal modo que lo que está siendo contado que no es ciertamente un documental real, sino una ficción con estilo visual "found footage", circunstancia formal que las tesituras interpretativas de sus principales protagonistas desmienten; unos verdaderos declarantes no se comportarían de tal manera. Dicho de otro modo, estamos ante una ficción que cuenta la historia de la realización de una película de carácter documental para los fines enunciados. Y lo hace en clave de comedia disparatada para parodiar la concentración rockera del año 1971, calificada en parte de los créditos de entrada como "el mayor evento masivo de la historia de México", una caótica réplica del norteamericano Woodstock, con el añadido más adelante de "inspirado en hechos reales... y otros no".
Así, los dos jóvenes van salvando con entusiasmo y decisión, como pueden, todas las adversidades, obstáculos e incomprensiones que se interponen en su camino. Hay referencias al uso del blanco y negro como transgresión estética de cierto cine francés, puntualmente adoptada por el realizador del "documental promocional", y a partir de un momento incluida como necesidad por motivos económicos, y otras ironías como la asimilación del modelo cultural yanki en el ámbito de la mercadotecnia, la inclusión de estudiantes no remunerados en el equipo de filmación, la insistencia de uno de los guitarristas a contratar en afirmar que él fue quien enseño a tocar la lira a Carlos Santana", las transgresiones de la moral imperante (desnudos integrales, amor libre, mota=marihuana)... o la alusión a Angélica María o Enrique Guzmán, figuras a destronar del panorama de la canción ligera mexicana, así como algunas otras humoradas como la teoría del hippy autóctono o el proceso de diseño del cartel anunciador, van sucediéndose a lo largo del relato como mecanismo promotor de la risa del público.
La cámara en mano, aceleradas panorámicas de seguimiento, el uso del zoom y el reencuadre, informaciones escritas en pantalla o la fragmentación de la misma, recursos identificativos de este dispositivo de representación en su modo más tradicional, y una cuidada ambientación setentera, ayudan a crear la ilusión de estar ante un documental, espejismo que se desvanece ante las extravagantes puestas en escena y las ya aludidas sobreinterpretaciones actorales.
Sin desmerecimiento de todo lo dicho, tal vez lo más interesante de la propuesta de Cravioto, en el marco de lo intertextual, sea la parte que se centra en el grueso del desarrollo de lo previsto: la celebración del festival. En ella, el trabajo de montaje, la mezcla e interacción de las filmaciones específicas con los fragmentos seleccionados entre los materiales documentales que del evento real se conservan, da lugar a resultados sugerentes a propósito del debate y sus derivas sobre ficción/no ficción. Tramo en el que así mismo cuenta la ayuda del tratamiento sonoro proporcionado a la parte estrictamente musical donde los grupos o conjuntos de aquel entonces, ahora llamados bandas y todavía en acción, vuelven a interpretar sus composiciones para la cámara de hoy. Sin menoscabo, ya ha sido dicho, de la respuesta gratificante o gratificadora, como se prefiera, del público siempre dispuesto a la risa.
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