Crítica: "La muerte de un comediante", el viaje introspectivo de Diego Peretti
- por © EscribiendoCine-NOTICINE.com
Por Adrián Monserrat
Peretti y Beltramino entregan en "La muerte de un comediante" (2025) una obra íntima que convierte la despedida en un recorrido hacia la identidad, la memoria y los héroes que nos marcan para siempre.
Hay películas que nacen de un proceso tradicional y otras que surgen casi de un acto de fe colectivo. "La muerte de un comediante" pertenece a esta segunda categoría: una obra que no solo narra un viaje emocional, sino que también es fruto de un trayecto inusual detrás de cámara. Lo que comenzó como una idea de Diego Peretti en 2018 terminó convertido en el más reciente largometraje de Orsai Audiovisuales, esta vez rodado entre Buenos Aires y Bruselas y financiado por una muy amplia comunidad de productores que acompañó de cerca todo el proceso. Ese espíritu artesanal, colaborativo y transparente se cuela en el resultado final.
En la ficción, Juan Debré recibe un llamado que le confirma lo peor: una enfermedad terminal marcará su final. Pero lejos de derrumbarse, reacciona aferrándose a un deseo íntimo, casi secreto: reencontrarse con el héroe del cómic que le formó. Ese héroe no es un simple guiño nostálgico, sino la raíz emocional del personaje, la figura que le dio identidad y propósito y que todavía le acompaña como una sombra persistente. Peretti y Beltramino entienden que ese vínculo —entre un actor exhausto y un personaje de tinta— es el corazón del relato, y lo abordan con una sensibilidad que evita cualquier subrayado: no hay discursos grandilocuentes ni monólogos lacrimógenos, sino silencios cargados, miradas que funcionan como confesiones y un protagonista que avanza como si cada paso fuera una pregunta sin responder.
Cuando Debré decide cruzar el océano y viajar de Buenos Aires a Bruselas, la película encuentra su centro emocional. El viaje físico es también un viaje interior, una mudanza espiritual donde la geografía se transforma en estado de ánimo. Bruselas —cuna del cómic, luminosa y melancólica al mismo tiempo— opera como un territorio de transición donde Debré empieza a despojarse de la máscara del comediante (literal y metafóricamente) y a enfrentarse con aquello que evitó durante años. Las calles europeas, los encuentros nuevos y las luces que le envuelven funcionan como catalizadores de una transformación silenciosa. No es casual que los directores hayan dicho que el inicio en la piscina y el regreso a esa misma imagen simbolizan que "todo es el flashback que él vive de lo más valioso que tiene en la vida": esa idea circular atraviesa toda la obra y refuerza la sensación de que cada escena es un recuerdo que termina de asentarse.
La película despliega una apuesta visual notable. Peretti y Beltramino trabajan con un registro estilizado, con encuadres que achican al protagonista frente al mundo y una paleta cromática que dialoga con el universo gráfico que moldeó su identidad. "La muerte de un comediante" no se apoya en diálogos extensos, sino en atmósferas y silencios. La música —que por momentos evoca la sensibilidad emocional de trabajos previos de Peretti como "Tiempo de valientes" (2005), sin imitarlos— acompaña con sutileza, reforzando el estado interno del personaje sin imponerse. Es un cine que confía en la pausa, en la respiración, en las miradas sostenidas y en la fragilidad como forma narrativa.
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Peretti y Beltramino entregan en "La muerte de un comediante" (2025) una obra íntima que convierte la despedida en un recorrido hacia la identidad, la memoria y los héroes que nos marcan para siempre.
Hay películas que nacen de un proceso tradicional y otras que surgen casi de un acto de fe colectivo. "La muerte de un comediante" pertenece a esta segunda categoría: una obra que no solo narra un viaje emocional, sino que también es fruto de un trayecto inusual detrás de cámara. Lo que comenzó como una idea de Diego Peretti en 2018 terminó convertido en el más reciente largometraje de Orsai Audiovisuales, esta vez rodado entre Buenos Aires y Bruselas y financiado por una muy amplia comunidad de productores que acompañó de cerca todo el proceso. Ese espíritu artesanal, colaborativo y transparente se cuela en el resultado final.
En la ficción, Juan Debré recibe un llamado que le confirma lo peor: una enfermedad terminal marcará su final. Pero lejos de derrumbarse, reacciona aferrándose a un deseo íntimo, casi secreto: reencontrarse con el héroe del cómic que le formó. Ese héroe no es un simple guiño nostálgico, sino la raíz emocional del personaje, la figura que le dio identidad y propósito y que todavía le acompaña como una sombra persistente. Peretti y Beltramino entienden que ese vínculo —entre un actor exhausto y un personaje de tinta— es el corazón del relato, y lo abordan con una sensibilidad que evita cualquier subrayado: no hay discursos grandilocuentes ni monólogos lacrimógenos, sino silencios cargados, miradas que funcionan como confesiones y un protagonista que avanza como si cada paso fuera una pregunta sin responder.
Cuando Debré decide cruzar el océano y viajar de Buenos Aires a Bruselas, la película encuentra su centro emocional. El viaje físico es también un viaje interior, una mudanza espiritual donde la geografía se transforma en estado de ánimo. Bruselas —cuna del cómic, luminosa y melancólica al mismo tiempo— opera como un territorio de transición donde Debré empieza a despojarse de la máscara del comediante (literal y metafóricamente) y a enfrentarse con aquello que evitó durante años. Las calles europeas, los encuentros nuevos y las luces que le envuelven funcionan como catalizadores de una transformación silenciosa. No es casual que los directores hayan dicho que el inicio en la piscina y el regreso a esa misma imagen simbolizan que "todo es el flashback que él vive de lo más valioso que tiene en la vida": esa idea circular atraviesa toda la obra y refuerza la sensación de que cada escena es un recuerdo que termina de asentarse.
La película despliega una apuesta visual notable. Peretti y Beltramino trabajan con un registro estilizado, con encuadres que achican al protagonista frente al mundo y una paleta cromática que dialoga con el universo gráfico que moldeó su identidad. "La muerte de un comediante" no se apoya en diálogos extensos, sino en atmósferas y silencios. La música —que por momentos evoca la sensibilidad emocional de trabajos previos de Peretti como "Tiempo de valientes" (2005), sin imitarlos— acompaña con sutileza, reforzando el estado interno del personaje sin imponerse. Es un cine que confía en la pausa, en la respiración, en las miradas sostenidas y en la fragilidad como forma narrativa.
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