Colaboración: Mamá cumple ochenta años

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Rafaela Aparicio, en 'Mamá cumple cien años'
Rafaela Aparicio, en 'Mamá cumple cien años'
Por Sergio Berrocal *

Es una montaña medio encantada que se confunde con el cielo andaluz, lejos de los conflictos y del malvivir diario. En un  llano, una larga mesa con manteles blancos de amistad y bienvenida acogen a una veintena de comensales. Mamá cumple no cien años como la de Carlos Saura, sino ochenta.

Estamos al aire libre, no en el caserón de Saura pero la intención es la misma. Alrededor de la madre que ha arrancado un año más a la vida, los hijos y algunos primos celebran el acontecimiento. Y entre chorreones de vino de rioja, carne pluma de cerdo de los Pedroches y otras astucias gastronómicas más, surge el pasado, atesorado por la noche ya instalada. Un ramillete de hijas de la homenajeada, algo así como las novias de aquellos míticos siete hermanos casaderos de Hollywood, se convierte en otras tantas Sheherazades para hablar del pasado y del presente, aunque sin comprometerse demasiado en el futuro.

Hace un rato, en la parte baja del pueblo, de donde no llegan ni las luciérnagas en estas horas de madrugada, uno de ellos, uno de la familia, el escritor andaluz José Luis Conde Ayala, ha presentado “Julio colérico”, una especie de “Por quién doblan las campanas” de Ernesto Hemingway, luego interpretada en la pantalla por Gary Cooper. Salvo que los cuentos de Ayala no tienen nada de un tratado filosófico sobre el más gordo de los pecados capitales, la matanza entre hermanos en una guerra civil, que aquí es la española pero que igual podía haber sido la Guerra de Secesión norteamericana o incluso la Revolución francesa, que brilló por su incoherencia moral en nombre de la igualdad, de la fraternidad y de la libertad.

Frente a la heroicidad comprensiva y moral de “Por quién doblan las campanas”, en  “Julio colérico”, el terrible julio de 1936 que precipitó el comienzo de la
Guerra Civil española que se extendería entre horrores hasta 1939, huele a todo menos a Chanel 5. Olores fuerte de piojos reventados y de sudores de miedo y necesidad entre tiros inmisericordes de republicanos y nacionales.

Para el autor, un muerto, caiga en el bando que caiga, es un muerto, a veces asesinado dos veces porque ocurre que desaparece sin que nadie sepa darle un nombre y menos una sepultura.

En esta guerra de tres años que debieron de parecer tres siglos España entera ardió, en medio de ajustes de cuentas, muertes que no deberían haberse producido y que nada tenían que ver con la lógica militar ni con ninguna justicia.

En 1936, cuando las tropas nacionales (las del insurgente general Francisco Franco) entraron en Archidona, esta tierra andaluza cuyos comienzos se pierden en el dominio de los árabes, los asesinatos formaron parte del lote diario de sus habitantes.

Una de las más bellas mujeres de aquel pueblo,  a la que la leyenda llamaría la bella Isabelita, vivió una de esas aventuras de la que escapó viva.

Isabelita Berrocal Sánchez era novia, con derecho a matrimonio de Manuel Salcedo, alcalde  de Archidona y hombre de izquierdas. Cuando Archidona fue tomada por los nacionales, el alcalde supo que tenía que renunciar a su amor y poner mucha tierra por medio. Hasta Francia, donde al cabo de un tiempo, el tiempo de la renuncia, el tiempo que no queda, se le presentó otra vida, otra mujer con la que se consoló.

Fueron años de tortura y espera. Manolito escribía a Isabel todos los días pero ella no respondía. Y con razón. Las cartas las interceptaba la nueva mujer que mandaba en su vida. Muchos, muchos años después, el que fuera alcalde y su amada se vieron en Archidona, pero el amor ya estaba enterrado. Y volvieron a separarse.

La bella Isabel murió hace unos años en Archidona, como Dios manda. Estaba medio ciega pero la vejez no había podido con su belleza. Todavía enamoraba. Pero estaba sola. Manolito, quizá en el otro cacho de eternidad.

En este julio de autentica cólera, el autor vocifera, ametralla, viola, con tal de que se preste atención a sus relatos, notas adulteradas de una sinfonía descompuesta. Y con su eterna mirada perdida a miles de kilómetros de la Vega de Antequera, José Luis convence con su garrote vil eternamente montado aunque no entienda de maniqueísmos, para él nunca ha habido buenos y malos. Escupe sus crónicas como se lo contaron o como cree que se lo dijeron.

El autor no es historiador y ni siquiera se jacta, como Alejandro Dumas, de violar la historia. El se limita a mirar a los ojos de esos personajes marcados para morir que desfilan por este libro a ritmo de jinetes del Apocalipsis.

De todos ellos yo me quedo con una loca que de pronto se asoma a uno de los relatos. Ella, como el combatiente que la salva de su aislamiento maldito y que tal vez la hará feliz un día, pero esto el autor no lo cuenta, son perdedores, como todos los que transitan por este cúmulo de historias de guerra.

En el escribidor José Luis Conde Ayala hay algo de la manera fuerte de contar del mexicano Juan Rulfo , de su sentido de la vida con parada obligatoria en la muerte del fin del mundo. Y hasta se mira en los más terribles de los cuadros de Goya. En su escritura no cabe ninguna misericordia. Ninguna redención. Todo es puro hiperrealismo a distancia, sin concesiones.

La mesa de los manteles blancos está revuelta, el vino circula con la generosidad de la embriaguez amable y de buen estilo, con intenciones de restañar las heridas que el largo cuento de “Julio colérico” va dejando entre nosotros.

Alguien decide que no cabe la tristeza. Es una muchacha de estatura media, de una belleza rubia insidiosa apenas soportable. Una mezcla de Diane Keaton y Michele Pfeifer. Y la noche ya confundida casi con el comienzo de un nuevo día se diluye en la última copa que ella nos tiende, la última copa del penúltimo tango y no precisamente en París.

(*): Sergio Berrocal es periodista y crítico de cine. Acaba de publicar "Lula y otros gladiadores" (www.publibook.com).

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