Colaboración: Érase una vez en Brasilia

por © NOTICINE.com
'4 días en septiembre'
Por Sergio Berrocal *

Hubo una vez un mundo dividido en dos. A mi izquierda un conglomerado de naciones lideradas por la Unión Soviética o URSS y con un único y desigual género comunista. A la derecha se encontraba el otro bloque, cuyo liderazgo asumía y sigue asumiendo Estados Unidos. Durante años se vigilaron y guerrearon pero en contrapartida dieron al mundo la posibilidad de tener el mejor cine de acción.

Gracias a esa guerra fría, los estudios de cine hervían de estupendo guiones transformados en películas de espías, en las que la URSS era necesariamente, imperativamente, la mala, y los Estados Unidos el bueno de la película con sus simpáticos agentes del FBI (los que vigilaban a los Kennedy, a Marilyn Monroe…) y  atribulados agentes especiales de la CIA, encargados de barrer de la faz del mundo a los agentes comunistas.

Época gloriosa del cine, enormes dividendos para Hollywood e incluso para estudios occidentales menores, que acabó cuando se terminó el comunismo y el muro de Berlín sirvió para que se fotografiasen los turistas.

El presidente Barack Obama y la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff , quizá estén ya a punto de darnos materia para otras películas de buenos y malos, aunque esta vez los buenos no están precisamente en Washington.

De país del profundo tercer mundo, Brasil se está convirtiendo en una potencia emergente, como dicen los economistas que no tienen la menor idea de lo que hablan porque de Brasil sólo conocen la samba, dispuesta a replicar al mastodonte del norte. Así ocurrió recientemente cuando la presidenta Dilma Rousseff, anuló un importantísimo viaje a Washington para dejar bien claro que, al contrario de lo que hacen los grandes países de Occidente, convertidos en alfombra de Obama, Brasil no acepta que le espíen los Estados Unidos, aunque sea “por su bien”.

Y cualquier día veremos sin duda al guaperas de turno de Hollywood convertido en agente de la CIA hurgando por Brasilia que, aunque los norteamericanos lo ignoran en su inmensa mayoría, es la capital brasileña.

Allí estuve yo, no como espía, sólo como corresponsal, tres años, y pude percatarme del odio que sienten los brasileños por la prepotencia norteamericana.

Cuando llegué, unos amigos me llevaron a contemplar el gigantesco avión norteamericano que regularmente llegaba a Brasilia para abastecer a su embajada en cosas tan imprescindibles y raras como papel higiénico (papel de culo según la versión popular), agua y de todo lo que abundaba en Brasilia.

Con la espectacular aversión con que mira a todo lo que queda más allá de sus fronteras, el gobierno norteamericano humillaba a los nativos haciendo como que no sabía que precisamente la Amazonía brasileña contiene agua pura suficiente para apagar la sed de una parte importante de la Humanidad durante una eternidad.

Una tarde, un senador del partido de Lula, izquierdista, claro, armó un escándalo cuyos ecos llegaron a Washington porque le habían llegado documentos afirmando que Estados Unidos contemplaba la hipótesis (Guantánamo seguramente fue otra hipótesis) de invadir la Amazonía si la cosa se terciaba y, naturalmente, para preservar en nombre de la Humanidad esas preciosas reservas de agua potable.

Otro día, o medianoche, a EEUU se le ocurrió fastidiar todo lo que podían la entrada en su territorio de emigrantes brasileños. Al día siguiente, la policía federal recibió instrucciones para molestar al máximo a los turistas norteamericanos.

Lo peor es que los norteamericanos tienen una memoria muy frágil. Ni se acuerdan que el 4 de septiembre de 1969, el embajador de Estados Unidos en Brasil, Charles Elbrick, estuvo secuestrado durante cuatro días en Río de Janeiro por un grupo revolucionario brasileño, el MR8, que luchaba contra la dictadura militar que entonces fungía en Brasil y a la que Estados Unidos ayudaba con el mayor entusiasmo enviándole consejeros militares encargados de torturar a los izquierdistas. La presidenta de Brasil, Dilma Roussef, fue una de las estudiantes de entonces que se beneficiaron del saber de los consejeros llegados de Norteamérica. Y probablemente no lo ha olvidado.

La historia del secuestro del embajador del país que en aquella época era realmente el más todopoderoso del mundo (China estaba entonces en mantillas o poco menos), dio lugar a un libro y a una película, “Cuatro días en septiembre / O Qué E Isso, Companheiro?”,  y me la contó en la cafetería de la Cámara de Diputados en Brasilia, muchos años después, el autor del libro, que entonces era diputado, Fernando Gabeira, quien había guardado en su cuerpo y en su alma todas las heridas que le habían inflingido en aquellos años negros en los que había sido guerrillero en el país más pacífico del mundo. Pero cuando los militares salen de los cuarteles…

Cuando llegué a Brasilia en 1997 no conseguí que nadie me hablase ninguna lengua que no fuese brasileño, que no portugués, en los estamentos oficiales durante seis meses. Mis migajas de brasileño aprendido en París en clases aceleradas estaban a punto de agotarse cuando en Itamaraty (ministerio de Relaciones Exteriores) y en Planalto (Presidencia de la República), los diplomáticos y ministros me revelaron por fin que hablaban un excelente francés y algunos un español adobado con portugués (el portuñol). Pero durante todo ese tiempo tuve que aprender que allí se hablaba brasileño porque aquel país se llamaba Brasil.

Este bello nacionalismo tuvo dos momentos divertidos durante mis tres años de corresponsalía.

El primero fue cuando una delegación de Argentina, creo que la encabezaba su ministro de Hacienda, se plantó en Brasilia con la pretensión de que Brasil adoptase el peso (argentino, claro) como moneda oficial y abandonase la nacional brasileña, el real…

El segundo ocurrió durante unas elecciones legislativas. Un líder de un partido casi desconocido propuso lo más seriamente del mundo que Brasil se dotase del arma nuclear para apuntar a Argentina…

En tres años nunca me tropecé en Brasilia a un solo agente de la CIA o del servicio secreto ruso (la siniestra KGB en tiempos del Imperio Soviético) en cualquiera de los muchos saraos diplomáticos. Un argentino, que lo sabía casi todo de Brasil y cantaba tangos tan maravillosamente como un uruguayo, me aseguró que esos angelitos no volaban hasta Brasilia porque se les daba muy mal con el brasileño, que no portugués, y peor con el portuñol. Y en un país tan fiero de su lengua, los hubiesen pescado antes de aterrizar.

(*): Sergio Berrocal es periodista y crítico de cine. Su último libro se titula "Calle Falange Española"