Colaboración: Silencios en La Habana

por © NOTICINE.com
Chango, en primer plano, con Sergio Berrocal a su lado
Por Sergio Berrocal

Odio por igual, y con la misma rabia creadora e independentista de los gitanos de Emir Kusturica, a las cofradías de las chulerías y a todos sus secuaces, desde los de los burdeles míticos de París hasta los de los estudios de cine donde algún director que nunca brilló hasta puede creerse el rey del mambo de la pedantería.

Aquel talentoso Emir Kusturica, que con “Underground” dio un tirón de orejas a los que se reían en el Oeste pensando que el comunismo recién enterrado había terminado con la imaginación y la creatividad de los cineastas que tuvieron que sufrir las locuras totalitarias y entre gulag y fusilamiento tuvimos el Potemkine redentor con sus locas escaleras que habría adorado Alfred Hitchcock.

Kusturica nos extasió con sus músicos gitanos que rebuscaban en los instrumentos de viento más clásicos sones que nunca habíamos oído.

En este invierno con olor a jazmin chiquito de primavera, los “plumíferos”, como habría dicho aquel cachondo primer ministro europeo para ajustar cuentas con ciertos periodistas, se lo están pasando bomba tratando de saber hasta dónde llega la “crueldad” y probablemente hasta el “sadismo” del director francés Abdellatif Kechiche con las actrices que le dieron con “La vie d’Adèle”. la Palma de Oro en el pasado festival de Cannes.

Maldicen, graznan, eructan los gacetilleros que no saben más que repetir como los bobos a sueldo que Kechiche trató a sus intérpretes como el Cardenal de Richelieu a los mosqueteros del Rey cuando la Reina le volvía majara.

Pero, bueno, ¿y a mí qué me importa que el rodaje de esa película fuese endemoniado, cuando los mismos que crucifican al director dicen que es lo mejorcito que tiene hoy día el cine francés?.

Cuando te presentas ante tamaños jueces enanos de padre habiendo imaginado y realizado previamente una película como “Cuscús”, te puedes echar a dormir y ser el diablo en persona que tu dios no te castigará.

Si yo fuese ese director al que arrojan a los leones del machismo más desaforado, reuniría a las supuestas mártires,  Léa Seydoux y Adèle Exarchopoulos, y les preguntaría con mi rostro más angelical: “Adèle, ¿crees realmente que yo soy capaz de mostrarme tan cruel con vosotras?”.

Algo parecido hizo hacia 1990 un primer ministro europeo durante un congreso de su partido celebrado en la capital de su país. Un país que pudo ser, por qué no, España.

En aquella importantísima reunión, el presidente del gobierno se salió de madre y con los ojos inyectados de sangre arremetió contra algunos periodistas cuyos comentarios todavía calentitos en las ediciones de la mañana se le habían atragantado como una mala espina de cabrito ibérico. Buscando, rebuscando cómo arrodillarlos les trató de “plumíferos”.

Unas horas después, la gente del partido reunió en una salita del mismo Palacio de Congresos a unos pocos periodistas, dos de ellos extranjeros como testigos. Yo era uno de los dos.

Después de acomodarnos con las hemorroides de la preocupación en una mesa camilla en la que sólo faltaba el brasero para darle ternura familiar, el premier sonrió como si ya hubiese olvidado el descomunal cabreo que acababa de vomitar.

Clavando su mirada en los ojos del periodista que estaba sentado frente a él le abordó con más dulzura que Madame de Bonacieux suplicándole a D’Artagnan, con una lágrima de perla natural en la comisura de los labios, que tomase el primer vuelo de Ryanair, que es más baratito, para Londres con objeto de recuperar el collar de la Reina y evitar la irremediable deshonra real. Que ya habían tenido bastante con Diana de Gales.

“Pierre –musitó en un susurro el primer ministro- ¿tú que me conoces me crees capaz de haberos tratado de plumíferos?”.

Aunque todos le habíamos visto y oído decirlo, porque hablaba más la expresión de su cara que el fluir de sus labios, quedamos patidifusos con aquella “explicación” casi bíblica y yo estuve a punto de levantarme y aplaudirle.

El aludido Pierre, como una Adèle cualquiera, inclinó la cabeza y el Maestro quedó libre de polvo y paja.

Reconozco que estas maniobras no siempre terminan con bonitas sonrisas, aunque sólo sea cosa de cine.

1985. Creo que fue durante mi primer Festival de Cine de La Habana. Llegué, ví y escribí con el entusiasmo de un converso sobre la muestra de cine que en París me habían descrito como una feria de comunistas y que yo encontraba exquisitamente profesional y enajenadamente bella.

Y, sobre todo, estaba el entusiasmo de los miles de espectadores y espectadoras bellas como un helado del Coppelia, que asaltaban las salas de cine de la capital cubana, tanto que la primera noche me las deseé para entrar, incluso metiendo en las narices de los  porteros mi virginal acreditación de enviado especial extranjero.

Y el copete de mi crónica quedó así: “El Festival de Cannes (Francia), escaparate inigualable de la cinematografía mundial, se está quedando chiquito al lado del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano que en La Habana ha adquirido proporciones descomunales: cientos de películas, decenas de reuniones”.

Alfredo Muñoz Unsain, Chango, a la sazón director adjunto de la AFP en La Habana amén de decano de los corresponsales extranjeros en Cuba, leyó mi comentario y no abrió la boca. Pero al marcharme, me dedico una sonrisa divertida deseándome “¡Buenas noches!”.

Menuda noche fue aquella.

Cuando ya estaba durmiendo a pierna suelta en la cama en que, me juró una recepcionista de uñas largas de un rojo perverso como las de Milady, había dormido un día Frank Sinatra cuando se hospedó en El Capri, el teléfono empezó a repicar como una campana gorda de pueblo chiquito de la Provenza.

Tardé mucho en contestar. Al final eran las siete de la mañana cuando pude encontrar el teléfono. Tras las fórmulas usuales de cortesía, el director de uno de los más importantes diarios de la isla me pidió permiso para publicar mi primer artículo sobre el Festival.

Ni sé lo que contesté. Volví a quedarme frito como un boquerón de Málaga y hacia las diez aparecí por la delegación de la AFP, instalada en un edificio cercano a la calle N. El olor a orín humano pasado de fecha se extendía a medida que el ascensor asmático subía.

Al entrar, revuelo y algunas voces. “¡Todavía no ha salido Granma!”,  dijo con labios de conspiradora del Bounty una secretaria que me traía el buchito de café mañanero. Aunque no entendí nada, le pregunté a Chango que ya andaba enredando por allí. Me sonrió.

La ausencia de Granma podía anunciar cualquier cosa porque era el periódico oficial, la gaceta que contaba todo lo bueno o peor que saliera del Palacio de la Revolución: cambio de un ministro, catástrofe de otro tipo, nuevo plan para la agricultura.

Al cabo de unas horas el director de la delegación entró con unas palabras triunfales: “Han retrasado la edición para insertar tu artículo, Sergio, ya que cuentan que el Comandante lo leyó y preguntó en el periódico cómo no lo habían publicado todavía”.

En aquel momento, el Festival buscaba extender su prestigio por Europa y el artículo del enviado especial de la Agencia France Presse  podía ayudar a dar un empujón decisivo a la reputación del cine que se fraguaba en La Habana ante los productores europeos.

Cuando a la hora de almorzar me encontré con más tranquilidad con Chango, le referí toda aquella teoría.

Chango me sonrió dos veces, lo que era en él algo extremadamente inusitado.

Y cuando días después me llegó una invitación para asistir a una recepción en el Palacio de la Revolución, también más que sorprendente, Chango tampoco comentó nada.  Pero la noche anterior me había preguntado si en mi maleta viajaba alguna corbata.

Nunca supe si fue el Comandante o Chango quien avisó a Granma del “valor estratégico” de mi crónica para Cuba. Y nunca lo sabré.

Y creo que si le hubiese apretado las tuercas, Chango me habría sacado su sonrisa cínica número 32 y hubiese podido replicarme al estilo de aquel legendario primer ministro europeo: “Sergio, ¿crees de veras que yo habría sido capaz de hacer algo como eso? “.

Siguieron años de mucho ron y más flores hasta llegar a 1993, cuando el cine cubano alcanzó un momento de gracia, ese éxtasis que no se alcanza más que una vez en varias vidas, gracias a una de sus mejores películas jamás fraguadas en Cuba, “Fresa y chocolate”.

Veinte años después, lo que más me llega de La Habana es un ensordecedor concierto del más profundo e inquietante silencio. Casi todos mis amigos han muerto. Y los pocos que me quedan tienen la línea ocupada.

(*): Sergio Berrocal es periodista y crítico de cine. Su último libro se titula "Calle Falange Española"