Colaboración: Pablo Escobar, el endiosado poder de la droga
- por © NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal
Ningún psiquiatra hubiese podido argumentar que si el colombiano Pablo Escobar encarnó la maldad en tiempos de la cocaína era porque su mamá no le quería. Es todo lo contrario lo que se lee en la teleserie de Caracol "El patrón del Mal", que debería ser proyectada en todas las escuelas del mundo.
No valdría el argumento psiquiátrico porque en esta serie, el bandido tiene una madre amantísima que intenta aconsejarle incluso cuando ya está matando con alegría. Y que hasta lo bendice, por si algún dios quiere echarle una mano.
"El Patrón del Mal", rodada entre 2009 y 2012, es una de esas realizaciones ante las que hay que quitarse el sombrero y salir a comprar otro para volver a quitárselo con un protagonista que mete miedo, Andrés Parra, magnífico e impasible en el papel del narcotraficante más terrorífico de la historia negra del tráfico de drogas, de la maldad organizada y apoyada con fortunas que es difícil evaluar.
Rabia, ese concepto cristiano que no lleva a ninguna parte. Odio, otro pecado que prohíbe la Santa Iglesia apoyándose en aquellos mandamientos medio absurdos que no sé quién entregó a un Moisés de película de Cecil B. de Mille.
¿Cómo no vas a odiar, querer matarlo si ya no estuviese muerto, a un pervertido de mirada socarrona y ojos locos de intelectual extraviado de la caricatura de Woody Allen?
Escobar no tenía ni el pretexto del miedo a la pobreza, ni la necesidad de justicia por las armas o como sea. Nunca hubiera sido un jefe guerrillero de los se ilustraron en toda la historia de América Latina y jamás habría podido decir seriamente que no quería estar arrodillado. Que prefería la muerte. Que se echaba a la calle en busca de justicia, en procura de una vida mejor, porque la que soportaban no era de recibo.
Escobar perteneció, cuenta la teleserie, a otra tribu, la de aquellos que un mal día descubrieron que la cocaína iba a convertirlos en dioses de una religión que ellos se inventaron, la de yo mando porque soy poderoso.
La coerción de los pobres de misericordia que con la venta de droga entrarán en el templo de aquellos mercaderes a los que Jesús echó a zurriagazos.
A Pablo Escobar y todos sus compañeros de faenas, gente que vive en yates, estornuda en mansiones sin precio, no hay zurriagazo que pueda. Ametralladoras y que sean de las guerra del 14, de la Primera Mundial, la otra ya fue más suavecita. Ya no se habla tanto de ellos pero la cocaína que ellos esgrimen como el arma suprema de un Doctor Folamour de película de terror dirigida por Stanley Kubrick sigue circulando, asesinando, destrozando vidas, hogares y dando a sus promotores una impresionante renta per cápita con la que podría acabarse la miseria del mundo.
Una vez, hace muchos años, porque el tiempo pasa y uno olvida lo más molesto que ya no recuerda, descubrí en vivo y en directo el fenómeno de la droga en España, adonde yo acababa de llegar como corresponsal en 1988. Las leyes hacían que fuera corriente encontrarse en la calle con un desgraciado que acababa de meterse un chute de heroína –entonces la cocaína era de uso reservado a los señoritos en sus clubs o en sus charangas desquiciadas— y estaba intentado limpiar la jeringuilla en el arroyo que corría junto a la acera. Puedo darles el nombre del lugar. Era en la Calle de la Aduana de Madrid, donde yo había tenido el capricho de alojarme por un tiempo en un hotelito entrañable adonde muchos años atrás acudían toreros de renombre para vestirse de luces antes de ir a la plaza de las Ventas en busca del triunfo o de la muerte. A veces conseguían las dos a medias.
Ver cómo la droga circulaba tan fácilmente por una ciudad me desquició y pasé los primeros meses de mi estancia escribiendo reportajes sobre lo que veía y oía. Tanto que un día en la Presidencia del Gobierno, donde por supuesto se recibía copia de todo lo que se escribía sobre España, un alto funcionario con el que yo simpatizaba me preguntó por qué estaba tecleando constantemente sobre el tema de la droga. Me extrañó la intromisión pero le reafirmé que era lo que yo veía casi a diario o lo que me contaba una señora prematuramente y bestialmente avejentada por el sufrimiento y que pese a su dolor de haber perdido a un hijo por culpa de la droga presidía con mucho coraje y dignidad la asociación Madres de la Droga de un barrio periférico de la ciudad.
El hombre, más bien el alto funcionario no entendía mi empecinamiento. Entonces no me aguanté: "Si en lugar de volver a casa en automóviles rapidísimos que apenas rozan el asfalto y algunos en helicóptero, si estuvieseis más por la calle, seguro que veríais a esos drogadictos, muchos gente jovencísima, que yo describo en mis artículos".
En Presidencia ya no se me volvió a acoger con el mismo agrado.
"Tengo miedo y no me gusta tener miedo", dice la femme fatale de una novela negra con pastas verdes.
Miedo, terror es lo que inspiraba Pablo Escobar.
"Aquello le hizo recordar al chico muerto vestido con un traje de primera comunión y al que le faltaba media oreja… Quinn notó que le faltaba la respiración. Sus piernas se movían con torpeza y le dolían y se dio cuenta de que eso era lo que resentía justo antes de que le alcanzaran las balas, la señal de vulnerabilidad extrema" (La última oportunidad, Richard Ford).
Probablemente Pablo Escobar nunca aceptó que más que un dios que podía dar la protección o la muerte que era una deidad del Mal, un monaguillo de la desesperación, un sacerdote de otros dioses malos que gobiernan el mundo desde que Jesús fue obligado al sacrificio de la cruz por el que todos creían era el Gran Dios. El Boss del cielo y de la tierra.
Pero en realidad no hay dioses sino hombres que se creen más poderosos que el poder supremo. O la vida o la muerte, por capricho, por conveniencia.
Los discípulos de esos dioses (algunos les llaman sicarios) creados por los miedos de los humanos son seres inmorales, amorales que como Pablo Escobar hablaban en nombre de una razón, la suya, que hubiera hecho tiritar al mismísimo Voltaire.
Diosecillos malditos en nombre de la droga, del poder de la droga, del poder del dinero, o de esas religiones nefastas que se imponen para agarrar y controlar todo el inmenso poder del dinero, el único que todo el mundo respeta. Es el magisterio del miedo que entonces se enseñaban allá en Colombia cuando Pablo Escobar dictaba sus cuatro voluntades, las voluntades del horror.
Pablo Escobar, revela la magnífica serie colombiana, quizas no tan famosa como la actual "Narcos", era la encarnación del mal, sin bromas, sin paliativos, sin falsas interpretaciones de una moral desviada por el dinero de siempre. Era el ejecutivo de la maldad instaurada por los cárteles de la droga.
Que los satánicos bichos que según los católicos pueblan un infierno que ya quizá ni existe, pero por si acaso, lo maltraten, le hagan pasar días y noches de terror indecible. Para que aprenda. Para que sus compinches allá en la tierra, y los que todavía están en edad de vocación adelantada, sepan que nadie sale impune del dolor de los demás.
Todavía no he olvidado la resignación con la que un ministro colombiano me decía en Madrid, adonde acudía para asistir a una conferencia sobre droga, que su familia tenía que vivir en Estados Unidos, muy lejos de él. Al marcharme del hotel donde habíamos charlado, los guardaespaldas seguían atentos, sin apenas pestañear. Eran tiempos de muerte.
Sigue nuestras últimas noticias por TWITTER.
Ningún psiquiatra hubiese podido argumentar que si el colombiano Pablo Escobar encarnó la maldad en tiempos de la cocaína era porque su mamá no le quería. Es todo lo contrario lo que se lee en la teleserie de Caracol "El patrón del Mal", que debería ser proyectada en todas las escuelas del mundo.
No valdría el argumento psiquiátrico porque en esta serie, el bandido tiene una madre amantísima que intenta aconsejarle incluso cuando ya está matando con alegría. Y que hasta lo bendice, por si algún dios quiere echarle una mano.
"El Patrón del Mal", rodada entre 2009 y 2012, es una de esas realizaciones ante las que hay que quitarse el sombrero y salir a comprar otro para volver a quitárselo con un protagonista que mete miedo, Andrés Parra, magnífico e impasible en el papel del narcotraficante más terrorífico de la historia negra del tráfico de drogas, de la maldad organizada y apoyada con fortunas que es difícil evaluar.
Rabia, ese concepto cristiano que no lleva a ninguna parte. Odio, otro pecado que prohíbe la Santa Iglesia apoyándose en aquellos mandamientos medio absurdos que no sé quién entregó a un Moisés de película de Cecil B. de Mille.
¿Cómo no vas a odiar, querer matarlo si ya no estuviese muerto, a un pervertido de mirada socarrona y ojos locos de intelectual extraviado de la caricatura de Woody Allen?
Escobar no tenía ni el pretexto del miedo a la pobreza, ni la necesidad de justicia por las armas o como sea. Nunca hubiera sido un jefe guerrillero de los se ilustraron en toda la historia de América Latina y jamás habría podido decir seriamente que no quería estar arrodillado. Que prefería la muerte. Que se echaba a la calle en busca de justicia, en procura de una vida mejor, porque la que soportaban no era de recibo.
Escobar perteneció, cuenta la teleserie, a otra tribu, la de aquellos que un mal día descubrieron que la cocaína iba a convertirlos en dioses de una religión que ellos se inventaron, la de yo mando porque soy poderoso.
La coerción de los pobres de misericordia que con la venta de droga entrarán en el templo de aquellos mercaderes a los que Jesús echó a zurriagazos.
A Pablo Escobar y todos sus compañeros de faenas, gente que vive en yates, estornuda en mansiones sin precio, no hay zurriagazo que pueda. Ametralladoras y que sean de las guerra del 14, de la Primera Mundial, la otra ya fue más suavecita. Ya no se habla tanto de ellos pero la cocaína que ellos esgrimen como el arma suprema de un Doctor Folamour de película de terror dirigida por Stanley Kubrick sigue circulando, asesinando, destrozando vidas, hogares y dando a sus promotores una impresionante renta per cápita con la que podría acabarse la miseria del mundo.
Una vez, hace muchos años, porque el tiempo pasa y uno olvida lo más molesto que ya no recuerda, descubrí en vivo y en directo el fenómeno de la droga en España, adonde yo acababa de llegar como corresponsal en 1988. Las leyes hacían que fuera corriente encontrarse en la calle con un desgraciado que acababa de meterse un chute de heroína –entonces la cocaína era de uso reservado a los señoritos en sus clubs o en sus charangas desquiciadas— y estaba intentado limpiar la jeringuilla en el arroyo que corría junto a la acera. Puedo darles el nombre del lugar. Era en la Calle de la Aduana de Madrid, donde yo había tenido el capricho de alojarme por un tiempo en un hotelito entrañable adonde muchos años atrás acudían toreros de renombre para vestirse de luces antes de ir a la plaza de las Ventas en busca del triunfo o de la muerte. A veces conseguían las dos a medias.
Ver cómo la droga circulaba tan fácilmente por una ciudad me desquició y pasé los primeros meses de mi estancia escribiendo reportajes sobre lo que veía y oía. Tanto que un día en la Presidencia del Gobierno, donde por supuesto se recibía copia de todo lo que se escribía sobre España, un alto funcionario con el que yo simpatizaba me preguntó por qué estaba tecleando constantemente sobre el tema de la droga. Me extrañó la intromisión pero le reafirmé que era lo que yo veía casi a diario o lo que me contaba una señora prematuramente y bestialmente avejentada por el sufrimiento y que pese a su dolor de haber perdido a un hijo por culpa de la droga presidía con mucho coraje y dignidad la asociación Madres de la Droga de un barrio periférico de la ciudad.
El hombre, más bien el alto funcionario no entendía mi empecinamiento. Entonces no me aguanté: "Si en lugar de volver a casa en automóviles rapidísimos que apenas rozan el asfalto y algunos en helicóptero, si estuvieseis más por la calle, seguro que veríais a esos drogadictos, muchos gente jovencísima, que yo describo en mis artículos".
En Presidencia ya no se me volvió a acoger con el mismo agrado.
"Tengo miedo y no me gusta tener miedo", dice la femme fatale de una novela negra con pastas verdes.
Miedo, terror es lo que inspiraba Pablo Escobar.
"Aquello le hizo recordar al chico muerto vestido con un traje de primera comunión y al que le faltaba media oreja… Quinn notó que le faltaba la respiración. Sus piernas se movían con torpeza y le dolían y se dio cuenta de que eso era lo que resentía justo antes de que le alcanzaran las balas, la señal de vulnerabilidad extrema" (La última oportunidad, Richard Ford).
Probablemente Pablo Escobar nunca aceptó que más que un dios que podía dar la protección o la muerte que era una deidad del Mal, un monaguillo de la desesperación, un sacerdote de otros dioses malos que gobiernan el mundo desde que Jesús fue obligado al sacrificio de la cruz por el que todos creían era el Gran Dios. El Boss del cielo y de la tierra.
Pero en realidad no hay dioses sino hombres que se creen más poderosos que el poder supremo. O la vida o la muerte, por capricho, por conveniencia.
Los discípulos de esos dioses (algunos les llaman sicarios) creados por los miedos de los humanos son seres inmorales, amorales que como Pablo Escobar hablaban en nombre de una razón, la suya, que hubiera hecho tiritar al mismísimo Voltaire.
Diosecillos malditos en nombre de la droga, del poder de la droga, del poder del dinero, o de esas religiones nefastas que se imponen para agarrar y controlar todo el inmenso poder del dinero, el único que todo el mundo respeta. Es el magisterio del miedo que entonces se enseñaban allá en Colombia cuando Pablo Escobar dictaba sus cuatro voluntades, las voluntades del horror.
Pablo Escobar, revela la magnífica serie colombiana, quizas no tan famosa como la actual "Narcos", era la encarnación del mal, sin bromas, sin paliativos, sin falsas interpretaciones de una moral desviada por el dinero de siempre. Era el ejecutivo de la maldad instaurada por los cárteles de la droga.
Que los satánicos bichos que según los católicos pueblan un infierno que ya quizá ni existe, pero por si acaso, lo maltraten, le hagan pasar días y noches de terror indecible. Para que aprenda. Para que sus compinches allá en la tierra, y los que todavía están en edad de vocación adelantada, sepan que nadie sale impune del dolor de los demás.
Todavía no he olvidado la resignación con la que un ministro colombiano me decía en Madrid, adonde acudía para asistir a una conferencia sobre droga, que su familia tenía que vivir en Estados Unidos, muy lejos de él. Al marcharme del hotel donde habíamos charlado, los guardaespaldas seguían atentos, sin apenas pestañear. Eran tiempos de muerte.
Sigue nuestras últimas noticias por TWITTER.