Colaboración: La bibliotecaria y el escribidor
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Por Sergio Berrocal
Noche de todos los lobos. Andas aprisa en la pequeña ciudad de playa, en un invierno más antes de la creación. Pero no huele a aquella noche de Montevideo ni a aquella otra de Río de Janeiro cuando te contaban de buena fuente que unos desalmados podían atacar con cohetes el helicóptero de Juan Pablo II que horas después iba a volar sobre las favelas.
Noche de lobos, noche solitaria. A veces querrías tener una voz amiga que te dijera lo bonito del momento, cuando Paz, la entusiasta bibliotecaria de este fin del mundo, en el sur de todos los sures de Europa, te decía en medio de un grupo de gente agradable y sonriente que “yo misma, a mí, me ha hecho ver ojos en el papel y he deseado ser corresponsal, por un día, en idílicos lugares como La Habana, Brasilia, Madrid”.
Ay, Paz, y no conociste París ni Cartagena de Indias. Pero en París ya hay nuevos apaches, Toulouse Lautrec murió, y en Colombia las cosas se calman a ratos y el siniestro Pablo Escobar ya no trafica más con esa droga maldita que hoy, veinte o treinta años después de que él se hiciese multimillonario, los padres lloran a los hijos caídos en la droga, en el laberinto de todas las drogas.
Noche de lobos 3. Caminas por la calles sin tener siquiera el brazo misericordioso de aquella amiga que te acompañaba aquella otra noche en las calles de Montevideo, vacías como si estuviesen esperando que un director invisible dijese “Acción” para que toda una vida inventada se abriese paso en la oscuridad.
Noche de lobos 4. Caminas con tu trofeo bajo el brazo. No, claro que no es un Nobel, ni siquiera un Globo de Oro. Pero para ti esa plaquita que quiere ser cristal y no lo es porque la vida no da para tanto representa mucho. Durante un par de horas te ha rodeado una serie de personas, lectores de una biblioteca pública, que no habías visto nunca antes y que ahora son amigos, como todos esos libros a vuestro alrededor, mientras tú les contabas tus cosas, tus verdades que son tan fuertes, a veces tan dolorosas, que te ves obligado a disfrazar en medias verdades.
La plaquita es un reconocimiento de gente que lee y que considera que, en el fondo, te la mereces aunque sea simplemente por intentar dar con la escritura una dimensión a la vida diferente de la que tienen los lectores.
Noche de lobos, 5. Cuando llegas a casa, te espera un mensaje en el que un compañero, Carlos Batista, afincado desde que la vida es vida en esa hermosura de La Habana de la que hablaste en tu charla te informa (lo imaginas muerto de risa, con una copa de ron caoba en la mano derecha y un cigarrillo en la izquierda), que un grupo de mafiosos, con tres colombianos por banda, ha sido detenido en tu pueblo, sí, este pueblo donde tú vives con siete kilómetros de playa “acusados de estafa y blanqueo de capitales por haber creado (en esa localidad) una sucursal falsa del Instituto para obras vaticanas”.
Los bandidos tenían una oficina en Fuengirola con los distintivos del Banco vaticano, poderosísimo y que tantos escándalos lleva en su vientre, con sede en eso, en la Santa Sede, y se paseaban los muy bastardos en automóviles con el mismo distintivo, como si fueran enviados del papa o de sus monseñores.
Y yo sin enterarme. Y yo perorando sobre mi vida y mis libros. Y andando por una calle con todos esos mafiosos.
Noche de lobos, 6. La noche de las noches, esa que te encierra como en un tubo de lanzamiento para otro mundo y que te invita a meterte en la cama y tratar de no soñar con las brujas rebrujas, ya se ha adueñado de todo. A lo lejos la playa se bambolea con una samba de olillas propias del viento de Levante, ese que te da un poco de aire en verano y que si te pilla en invierno, invierno tropical, te congela porque parece salido del mismísimo Ártico.
Ya has puesto tu trofeo de metacrilato o algo parecido encima de tu mesa de trabajo y todos tus personajes, que allí te acompañan siempre con la paciencia de las fotografías en blanco y negro –nada que ver con las insulsas en colorines que parecen que siempre estuviste de verbena de pueblo--, te congratulan silenciosamente. Ella, esa mujer que está siempre contigo y que en realidad no tenía los ojos verdes –“todas tus mujeres tienen los ojos verdes”, me decía horas antes un lector—te sonríe, porque ella siempre tiene para ti una sonrisa, aunque sea tiempo de llorar, de rezar ese padrenuestro que tienes guardado para todas las ocasiones.
Unos personajillos vivarachos pero que parecen salidos de otro mundo y que compraste a un artesano en Brasilia, te miran imperturbables pero crees que están también contentos. Desde otra foto en blanco y negro, el compañero Chango, que sigue en un lugar muy tranquilo de La Habana con su sonrisa a lo Richard Widmark o quizá más bien con la angustia de Jack Palance en aquella mítica película de Elia Kazan “Pánico en las calles”, también te ha felicitado.
“Muchos han caído bajo el influjo de su encantamiento”, había dicho hace unas horas la morena Paz cuando te presentó en esa biblioteca pública tan entrañable. No, hija, no, yo ya no soy ni encantador de serpientes. O doy el pego para no llorar.
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