Colaboración: El amigo cubano

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Las escalinatas de la Universidad de La Habana
Por Sergio Berrocal    

A pocas cuadras del “paladar” donde tan ricamente habían cenado se encontró con Alex, un uruguayo que tenía la particularidad de haber estado en Cuba desde los comienzos de Sierra Maestra y que, periodista de profesión, nunca había querido regresar a su tierra.

Año tras año fue enraizándose y aunque seguía teniendo un pasaporte uruguayo todo el mundo le consideraba como el extranjero más cubano de la Isla. Era un tipo largo y hecho todo en delgadez. Tenía un vago parecido a un Richard Widmark que hubiese sido un cruce de Humphrey Bogart y de Robert Mitchum. Lo que más impresionaba en él eran unos ojos que parecían haberlo vivido todo, haberlo conocido todo, haberlo sufrido todo. Siempre daba la impresión de salir de un largo sueño de casi medio siglo y de haber aterrizado por casualidad en una bella casita de la zona dela Playa, llena de silencio, sombras y decorado Art Déco.

Era un mundo silencioso como una iglesia, en la que los recuerdos, los suyos, se encaramaban por una escalera casi vertical que daba al piso superior y donde se le veía muy sonriente en varias fotos con el Papa Juan Pablo II y en otras con Fidel Castro, quien le tenía cogidas las manos en un gesto muy afectuoso. Pero Alex era el más pragmático de los latinoamericanos. Nunca decía por qué se había quedado en Cuba habiendo tenido otras posibilidades. Nunca hablaba mal de Fidel Castro. Nunca le alababa excesivamente. Destacaba sus dotes de gobernante, pero de vez en cuando la crítica de algo que había hecho o dicho asomaba como una musiquilla en su conversación sin que nadie pudiese decir que era una acusación. Sabía de la fidelidad más que nadie. Quizá hasta moría de ella en su exilio de aquel Macondo perdido de La Habana. Pero le constaba que en el mundo suyo, en el que vivía desde siempre, por lo menos desde que tuvo juicio suficiente para decidir lo que quería hacer, el afecto, la fidelidad, el amor y el desamor, la traición y el desengaño estaban muy enmarañados. Sus ojos grandes y pálidos, perdidos en no se sabe qué infierno interior, parecían jaimas de los nómadas del desierto cuando alguien evocaba en su presencia la suerte corrida por un personaje muy célebre en Cuba, sobre todo en los medios intelectuales.

El hombre había sido el fiel entre los fieles de Fidel Castro desde que ambos –tenían casi la misma edad— corrían como caballitos locos por las escaleras de la universidad habanera en busca de un mundo mejor.

Contaban y no paraban de contar cómo aquel intelectual ahora rechoncho y excesivamente tímido había defendido a su amigo con el Colt 45 en la mano, enfrentándose a los policías de Batista que no han dejado ningún recuerdo de haber tenido nociones sobre los derechos humanos. Aquel hombre refinado que parecía a punto de desmayarse cuando se agarraba su eterna chaquetilla echada por los hombros con tres dedos de la mano derecha, había caído en desgracia. Eso era al menos lo que se contaban en los mentideros habaneros. Nadie sabía muy bien por qué, aunque no era un secreto para nadie que durante los últimos años había defendido posiciones intelectuales de apertura en la sociedad cubana que no siempre habían hecho morirse de felicidad a los más viejos y fósiles miembros del Comité Central del Partido comunista, una camarilla que rodeaba a Fidel y que seguía mandando, quizá más a medida que el tiempo pasaba, que el cronómetro de la Revolución contaba años y no días y que nadie sabía dónde iba a terminar la aventura de Sierra Maestra.

Como siempre, Alex sonreía como si le hubiese partido el labio superior un especialista de efectos especiales de Georges Lucas que estuviese inventando en aquel momento personajes para otra Guerra de las Galaxias.

La desgracia de aquel personaje glorioso y rechoncho duró lo que una embajada en la UNESCO y luego volvió con toda la gloria que da la concesión de la más cotizada condecoración francesa, la Legión de Honor.

En el patio detrás de la casa de Alex ya había en curso una pequeña tertulia en medio del humo de los cigarrillos y de los puros y teniendo como música de fondo el choque del hielo sobre las paredes de los vasos. Todo el mundo sabía que ser invitado a este santuario era la oportunidad, a veces única, de encontrarse con los personajes más importantes o interesantes de Cuba. Algunos de los colaboradores más allegados al comandante solían figurar una u otra vez entre los contertulios. Al día siguiente harían una síntesis de lo hablado al jefe, quien tenía fama de estar al corriente de todo cuanto ocurría y se decía en su isla.

Probablemente no dejaran de contarle que aquella noche el contertulio estrella había sido el risueño director de cine Pastor Vega. La cinematografía es el apartado cultural de más impacto en Cuba y la que para muchos ha actuado como embajador en Estados Unidos mientras los políticos de Washington y La Habana se tiraban los tratos a la cabeza. Pero ha sido siempre un cine crítico que ha llegado a molestar al mismo Fidel Castro, quien no ha vacilado en meterse con una cinta si consideraba que no era “nada patriota”.

Recuerdos de alguna noche de La Habana, cuando todavía estaban por comenzar lo que Charlot hubiese llamado Tiempos modernos.

Se vivía mucho de esperanza con ron con la vista puesta en el norte. Fidel Castro era admirado, querido por la mayoría, que no sabía dar un paso sin invocar su nombre. Era una admiración casi religiosa.

Eran otros tiempos, en espera de los Tiempos modernos con el presidente Barack Obama al frente y la esperanza en el corazón de todos los cubanos.

Y sin que todavía se pudiese saber cómo sería la desesperanza después del comienzo de la esperanza de nuevas relaciones con Estados Unidos.

Este artículo en sí no tiene gran interés. Es solamente una serie de recuerdos de un periodista. Pero si han leído ustedes hasta el penúltimo párrafo, será que Cuba les interesa. Y eso es lo esencial. Que sepan que Cuba quiere seguir adelante, como cualquier otra nación que se ha ganado el derecho de ser un poquito más feliz.

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