Colaboración: El color de unos ojos verdes
- por © NOTICINE.com
Por Sergio Berrocal
He tardado mucho en darme cuenta de que un lector inteligente, con suficiente interés por lo que lee puede ser un observador terrible, temible, para el que escribe, aunque toda su vida no haya hecho más que escribir. En mis cuarenta años de periodismo en la Agencia France Presse, una de las tres más importantes del mundo que distribuyen a diario entre periódicos, radios, televisiones y cualquier otro medio, miles de informaciones, cientos de artículos, no había caído en que el lector inteligente es tremendamente peligroso.
Me he percatado cuando me han puesto recientemente ante un comité de lectura de una biblioteca pública en este pueblo del fin de Europa y del comienzo de Africa, que tiene el bonito nombre de Francisco de Quevedo. Se trataba inocentemente de hablar alrededor de mi novela, “Ojos verdes”, la que yo más quiero de tanta cosa como he escrito.
Cuento la muerte de alguien por quien tuve pasión y tejo algunos recuerdos, auténticos o inventados, que también los recuerdos que no existen son recuerdos, para componer un librito. Quedé anonadado, me habían cogido a traición, al darme cuenta de que los lectores elegidos para charlar conmigo (iba a decir torear) sabían cosas que yo ignoraba sobre “Ojos verdes”.
No tuve más remedio que reconocer que habían ahondado con una cucharilla perversa en la gelatina de mis intenciones, y no crean que es cursilería, es que no sé cómo decirlo, y que la novela escrita hace casi veinte años tenía muchas más lecturas de las que había creído. Algo así como si leyendo “Fiesta” yo hubiese descubierto que el problema sexual del protagonista no es más que paja.
Mi primera intención fue negar todos los cargos. Porque los lectores, quizá sea por eso que se llaman lectores, habían encontrado mil respuestas a lo que para mí no eran más que preguntas. Tanto que el tema central, la muerte de la niña, quedó un poco al margen, y tomó el protagonismo la desaparición de la madre y mil cosas más.
He empezado a escribir este artículo porque creía que podría explicarme pero veo que no. Porque un buen lector es peor que todo. No les importa meter los dedos, hurgar sin compasión, tratar de sacarte a flote una mentira que en realidad no era ni siquiera verdad.
Hasta tuve que confesar que la niña muerta no tenía los ojos verdes, ni la madre, ni aquella amiga de Amsterdam por la que algunas lectoras sintieron una curiosidad muy femenina. En resumidas cuentas, la lectura que aquellas mujeres y hombres, ellos siempre minoritarios pero no menos intuitivos, correspondía casi a otra novela.
¿Tan compleja era mi novelita corta como para que diese lugar a más interpretaciones que la intención inicial, el cuento de una muerte? Cuando Gabriel García Márquez escribió su maravilloso libro sobre un coronel que nunca recibía carta mientras iba apagándose el fuego de su vida, yo no puse en duda las intenciones del autor.
Ahora miro el ejemplar de “Ojos verdes” y no quiero abrirlo por miedo a descubrir que todo lo que me contaron en aquella mesa redonda, más bien un careo, seguramente todavía más un psicoanálisis, era verdad. Que no escribí lo que yo creía haber escrito.
Es como si Ernest Hemingway –y perdonen que no cite más que autores mayores— se hubiese tenido que preguntar si su más extraordinaria novela, “El viejo y el mar”, 127 páginas de alta literatura, no es en realidad la historia de un fracaso, la del viejo pescador que cuando llega a la playa con la presa que tanto trabajo le ha costado pescar se da cuenta de que casi se la han comido los tiburones. Es el fracaso. Pero también podría decirse que es la constancia premiada. O simplemente que el viejo pescador, que ha pescado toda su vida, lo que ha sido es intentar pescar sus sueños y cuando creía haberlo conseguido llega a la arena sin ellos.
Creo que si otra vez tengo que hacer frente a gente que va a hablarme de un libro mío, de un artículo mío, nunca más, lo juro por Ulises el navegante que más navegó sin llegar a ningún sitio, me sentaré creyendo que sé lo que he querido decir.
Siempre he negado ser escritor y, por supuesto, conocer todas las argucias que pueden convertir para unos a Madame Bovary en una heroína y para otros en una pobre mujer. No conozco los trucos de la escritura, yo me limito a contar lo que me pasa por la cabeza o lo que creo que quiero decir.
¿Será que me he vuelto escritor y que mis personajes me han traicionado? Sería realmente como para retirarse a un convento de monjes sepultureros.
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He tardado mucho en darme cuenta de que un lector inteligente, con suficiente interés por lo que lee puede ser un observador terrible, temible, para el que escribe, aunque toda su vida no haya hecho más que escribir. En mis cuarenta años de periodismo en la Agencia France Presse, una de las tres más importantes del mundo que distribuyen a diario entre periódicos, radios, televisiones y cualquier otro medio, miles de informaciones, cientos de artículos, no había caído en que el lector inteligente es tremendamente peligroso.
Me he percatado cuando me han puesto recientemente ante un comité de lectura de una biblioteca pública en este pueblo del fin de Europa y del comienzo de Africa, que tiene el bonito nombre de Francisco de Quevedo. Se trataba inocentemente de hablar alrededor de mi novela, “Ojos verdes”, la que yo más quiero de tanta cosa como he escrito.
Cuento la muerte de alguien por quien tuve pasión y tejo algunos recuerdos, auténticos o inventados, que también los recuerdos que no existen son recuerdos, para componer un librito. Quedé anonadado, me habían cogido a traición, al darme cuenta de que los lectores elegidos para charlar conmigo (iba a decir torear) sabían cosas que yo ignoraba sobre “Ojos verdes”.
No tuve más remedio que reconocer que habían ahondado con una cucharilla perversa en la gelatina de mis intenciones, y no crean que es cursilería, es que no sé cómo decirlo, y que la novela escrita hace casi veinte años tenía muchas más lecturas de las que había creído. Algo así como si leyendo “Fiesta” yo hubiese descubierto que el problema sexual del protagonista no es más que paja.
Mi primera intención fue negar todos los cargos. Porque los lectores, quizá sea por eso que se llaman lectores, habían encontrado mil respuestas a lo que para mí no eran más que preguntas. Tanto que el tema central, la muerte de la niña, quedó un poco al margen, y tomó el protagonismo la desaparición de la madre y mil cosas más.
He empezado a escribir este artículo porque creía que podría explicarme pero veo que no. Porque un buen lector es peor que todo. No les importa meter los dedos, hurgar sin compasión, tratar de sacarte a flote una mentira que en realidad no era ni siquiera verdad.
Hasta tuve que confesar que la niña muerta no tenía los ojos verdes, ni la madre, ni aquella amiga de Amsterdam por la que algunas lectoras sintieron una curiosidad muy femenina. En resumidas cuentas, la lectura que aquellas mujeres y hombres, ellos siempre minoritarios pero no menos intuitivos, correspondía casi a otra novela.
¿Tan compleja era mi novelita corta como para que diese lugar a más interpretaciones que la intención inicial, el cuento de una muerte? Cuando Gabriel García Márquez escribió su maravilloso libro sobre un coronel que nunca recibía carta mientras iba apagándose el fuego de su vida, yo no puse en duda las intenciones del autor.
Ahora miro el ejemplar de “Ojos verdes” y no quiero abrirlo por miedo a descubrir que todo lo que me contaron en aquella mesa redonda, más bien un careo, seguramente todavía más un psicoanálisis, era verdad. Que no escribí lo que yo creía haber escrito.
Es como si Ernest Hemingway –y perdonen que no cite más que autores mayores— se hubiese tenido que preguntar si su más extraordinaria novela, “El viejo y el mar”, 127 páginas de alta literatura, no es en realidad la historia de un fracaso, la del viejo pescador que cuando llega a la playa con la presa que tanto trabajo le ha costado pescar se da cuenta de que casi se la han comido los tiburones. Es el fracaso. Pero también podría decirse que es la constancia premiada. O simplemente que el viejo pescador, que ha pescado toda su vida, lo que ha sido es intentar pescar sus sueños y cuando creía haberlo conseguido llega a la arena sin ellos.
Creo que si otra vez tengo que hacer frente a gente que va a hablarme de un libro mío, de un artículo mío, nunca más, lo juro por Ulises el navegante que más navegó sin llegar a ningún sitio, me sentaré creyendo que sé lo que he querido decir.
Siempre he negado ser escritor y, por supuesto, conocer todas las argucias que pueden convertir para unos a Madame Bovary en una heroína y para otros en una pobre mujer. No conozco los trucos de la escritura, yo me limito a contar lo que me pasa por la cabeza o lo que creo que quiero decir.
¿Será que me he vuelto escritor y que mis personajes me han traicionado? Sería realmente como para retirarse a un convento de monjes sepultureros.
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